Panorama de narrativas
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Información del libro

Estos relatos, seleccionados entre lo más representativo de la obra de Patricia Highsmith, sedujeron a realizadores de estilo tan diversos como Samuel Fuller, Mai Zetterling o Maurice Dugowson —para citar sólo a tres de los más conocidos—, quienes los eligieron para realizar una serie de doce películas destinadas a la televisión, presentadas por Anthony Perkins e inspiradas por una escritora que ha trascendido las barreras del género —la novela de «suspense»— para llegar a ser una de las voces más originales de la literatura contemporánea.

Atmósferas ominosas, un humor la mayor parte del tiempo muy negro y una aguda observación de caracteres hacen de estos cuentos un verdadero deleite para los aficionados al fascinante mundo de Patricia Highsmith, y la primera dosis de una droga que ya no podrán abandonar aquellos que aún no la conozcan.

El relato favorito de la autora es, como afirma en el prólogo, Despacio, despacio, a merced del viento, título sugerido por las palabras de un colaborador de Richard Nixon, quien dijo en una ocasión que le gustaría ver colgados de esa manera a sus enemigos. En Bajo la mirada de un ángel sombrío nos cuenta las penas de un insignificante y honrado ciudadano que ahorra para pagarle a su madre la estancia en el asilo de ancianos. En Sustancia de locura, un abnegado marido soporta mientras puede la afición combinada de su esposa por los animales domésticos y la taxidermia. En El espantapájaros, el lector descubre lo peligrosos que pueden resultar los vecinos, tan peligrosos como el ladrón de El amante de los escalofríos. Doce relatos, en suma, escritos con mano maestra, con el humor perverso e inteligente que caracteriza a su autora y que desvelan sutilmente la cara oscura y amenazante de toda realidad.

«Los cuentos de Patricia Highsmith muestran de manera sobresaliente cómo las más imperceptibles desviaciones en nuestro estrecho y recto camino pueden llevar —de manera lenta pero inexorable— a tenebrosos y oscuros finales.» (Peter Kemp, The Sunday Times )

«Los personajes de Patricia Highsmith son a un tiempo detective y sospechoso, acusador y acusado... nadie es lo que parece. Su seca simplicidad oculta un complejo laberinto que nos desafía a desentrañarlo...» (Janice Elliot, New Stateman )

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Información

Año
1991
ISBN
9788433944795

LO QUE TRAJO EL GATO

Los segundos de pensativo silencio en la partida de Intelect fueron interrumpidos por un crujido del plástico en la trampilla de la gatera: Portland Bill volvía a entrar. Nadie le hizo caso. Michael y Gladys Herbert iban en cabeza, Gladys un poco por delante de su marido. Los Herbert jugaban al Intelect a menudo y eran muy hábiles. El coronel Edward Phelps –vecino y buen amigo– avanzaba renqueando y su sobrina americana, Phyllis, de diecinueve años, lo estaba haciendo muy bien, pero había perdido interés en los últimos diez minutos. Pronto sería la hora del té. El coronel estaba amodorrado y se le notaba.
–Mito –dijo el coronel pensativamente, empujándose el bigote a lo Kipling con el dedo índice–. Lástima, estaba pensando en terremoto.
–Tío Eddie, si tienes mito –dijo Phyllis–, ¿cómo ibas a poner terremoto?
El gato hizo un ruido más prolongado en su trampilla y, ya con la negra cola y los cuartos traseros a manchas dentro de la casa, retrocedió tirando de algo hasta que pasó por el óvalo de plástico. Lo que había metido en casa era blancuzco y mediría unos quince centímetros.
–Ha cazado otro pájaro –dijo Michael, impaciente porque pasara el turno de Eddie para poder hacer él una jugada brillante, antes de que alguien se la pisara.
–Parece otra pata de ganso –dijo Gladys, echando una breve ojeada.
El coronel jugó al fin, añadiendo una S a SUMA. Entonces jugó Michael, despertando la admiración de Phyllis al añadir TICO a la palabra CAN y aprovechar la C para obtener COZ.
Portland Bill lanzó su trofeo al aire y este cayó sobre la alfombra con un golpe sordo.
–Está bien muerto ese pichón –comentó el coronel, que era el que estaba más cerca del gato, pero cuya vista dejaba que desear–. Quizá un nabo –le dijo a Phyllis–, un nabo sueco. O una zanahoria con una forma rara –añadió forzando la vista, luego se rió–. He visto zanahorias de las formas más extraordinarias. Una vez vi una...
–Esto es blanco –dijo Phyllis, y se levantó para investigar, puesto que Gladys tenía que jugar antes que ella.
Phyllis, vestida con pantalones y suéter, se inclinó apoyando las manos en las rodillas.
–¡Dios! ¡Oh! ¡Tío Eddie!
Se irguió y se tapó la boca con la mano, como si hubiera dicho algo horrible. Michael Herbert se había levantado a medias de su butaca.
–¿Qué pasa?
–¡Son dedos humanos! –dijo Phyllis–. ¡Mirad!
Todos miraron incrédulos acercándose despacio desde la mesa de juego. El gato miraba, orgulloso, las caras de los cuatro humanos que estaban contemplándolo. Gladys contuvo el aliento.
Los dos dedos estaban muy blancos e hinchados, no había rastro de sangre, ni siquiera en la base de los dedos, que incluía unos cinco centímetros de lo que había sido la mano. Lo que hacía del objeto, innegablemente, los dedos tercero y cuarto de una mano humana eran las uñas, amarillentas y cortas, que parecían pequeñas debido a la hinchazón de la carne.
–¿Qué hacemos, Michael?
Gladys era práctica, pero le gustaba que su marido tomara las decisiones.
–Eso lleva muerto dos semanas por lo menos –murmuró el coronel, que tenía algunas experiencias bélicas.
–¿Podría venir de algún hospital cercano? –preguntó Phyllis.
–¿Un hospital que ampute así? –contestó su tío, con una risita.
–El hospital más próximo está a treinta kilómetros –dijo Gladys.
–Que no lo vea Edna –dijo Michael, mirando su reloj–, desde luego creo que debemos...
–¿Quizá llamar a la policía? –preguntó Gladys.
–Eso estaba pensando. Yo...
La vacilación de Michael fue interrumpida en ese momento por un golpe de Edna –el ama de llaves y cocinera– empujando una puerta en el extremo opuesto del enorme cuarto de estar. La bandeja del té había llegado. Los otros se acercaron discretamente a la mesa baja que había delante de la chimenea, mientras Michael se quedaba de pie fingiendo naturalidad. Los dedos estaban justo detrás de sus zapatos. Michael sacó de su bolsillo una pipa y jugueteó con ella, soplando en la boquilla. Le temblaban las manos. Apartó a Portland Bill con el pie.
Finalmente, Edna repartió servilletas y platos y dijo:
–¡Que aproveche!
Era una mujer del pueblo, de unos cincuenta y tantos años, buena persona, pero más preocupada por sus propios hijos y nietos que por otra cosa. Gracias a Dios, dadas las circunstancias, pensó Michael. Edna llegaba en su bicicleta a la siete y media de la mañana y se marchaba cuando quería, siempre que dejara algo para la cena. Los Herbert no eran exigentes.
Gladys miraba con ansiedad hacia Michael.
–¡Fuera, Bill!
–Tenemos que hacer algo con esto mientras tanto –murmuró Michael.
Con determinación fue al cesto de los periódicos que estaba al lado de la chimenea, sacó una página de The Times y volvió a donde estaban los dedos, que Portland Bill estaba a punto de coger. Michael le ganó la vez al gato agarrando los dedos con el periódico. Los demás no se habían sentado. Michael les hizo un gesto para que se sentaran y envolvió los dedos con el periódico, enrollándolo y plegándolo.
–Creo que lo que hay que hacer –dijo Michael– es notificarlo a la policía, porque podría haber gato encerrado.
–O puede haberse caído –empezó el coronel, cogiendo su servilleta– de una ambulancia o de algún furgón, ya me entiendes. Puede haber habido un accidente en algún sitio.
–O deberíamos simplemente dejarnos de problemas y desprendernos de ellos –dijo Gladys–. Necesito un té.
Se lo sirvió y se puso a beberlo a sorbos.
Nadie tenía una respuesta a su sugerencia. Era como si los otros tres estuvieran aturdidos o hipnotizados por la presencia de los demás, esperando vagamente de otro una respuesta que no venía.
–Desprendernos de ellos, ¿dónde?, ¿en la basura? –preguntó Phyllis–. Enterrarlos –añadió, como si respondiera a su propia pregunta.
–Pienso que eso no estaría bien –dijo Michael.
–Michael, tómate el té –dijo su esposa.
–Tengo que poner esto en algún sitio hasta mañana. –Michael sostenía todavía el paquetito–. A menos que llamemos a la policía ahora. Son ya las cinco y es domingo.
–¿Es que a la policía en Inglaterra le importa que sea domingo o no? –preguntó Phyllis.
Michael se dirigió al armario cercano a la puerta principal con la idea de poner la cosa encima, al lado de un par de sombrereras, pero el gato lo siguió y Michael sabía que el gato en un momento de inspiración podía llegar arriba.
–Creo que ya lo tengo –dijo el coronel, complacido con su idea, pero con aire de tranquilidad por si acaso Edna hacía una segunda aparición–. Ayer mismo compré unas zapatillas en High Street y todavía tengo la caja. Iré a traerla, si me permitís. –Se fue hacia las escaleras; luego se volvió y dijo en voz baja–: Ataremos la caja con una cuerda. Así lo mantendremos fuera del alcance del gato.
El coronel subió las escaleras.
–¿En qué habitación los guardaremos? –preguntó Phyllis con una risita nerviosa.
Los Herbert no respondieron. Michael, todavía de pie, sostenía el objeto en la mano derecha. Portland Bill, sentado con las blancas patas delanteras juntas, contemplaba a Michael esperando a ver qué iba a hacer con ello.
El coronel Phelps bajó con la caja de zapatos de cartón blanco. El paquetito entró fácilmente en ella y Michael dejó que el coronel cogiera la caja mientras él iba a lavarse las manos en el aseo junto a la puerta principal. Cuando Michael volvió, Portland Bill todavía esperaba y emitió un esperanzado ¿Miau?
–Vamos a ponerlo dentro del aparador de momento –dijo Michael, y cogió la caja de las manos de Eddie.
Pensó que la caja por lo menos estaba comparativamente limpia, la puso al lado de una pila de platos grandes que raramente se usaban y luego cerró la puerta del aparador que tenía llave. Phyllis mordisqueó una galleta y dijo:
–He observado un pliegue en uno de los dedos. Si hay un anillo, podría darnos una pista.
Michael intercambió una mirada con Eddie, que asintió ligeramente con la cabeza. Ellos también habían observado el pliegue. Tácitamente, los dos hombres acordaron ocuparse de eso más tarde.
–¿Más té, querida? –dijo Gladys, y volvió a llenar la taza de Phyllis.
–Miau –dijo el gato en tono de desilusión. Ahora estaba frente al aparador, mirándoles por encima del lomo.
Michael cambió de tema: ¿qué tal iban las obras en casa del coronel? La pintura de los dormitorios del primer piso era la razón principal por la que el coronel y su sobrina estaban visitando a los Herbert ahora. Pero eso no tenía interés comparado con la pregunta de Phyllis a Michael:
–¿No deberíais preguntar si alguien ha desaparecido en el vecindario? Esos dedos pueden corresponder a un asesinato.
Gladys movió la cabeza ligeramente y no dijo nada. ¿Por qué los americanos pensaban siempre en términos tan violentos? Sin embargo, ¿qué podría haber seccionado una mano de esta forma? ¿Una explosión? ¿Un hacha?
Un animado ruido de arañazos hizo levantarse a Michael.
–¡Estate quieto, Bill!
Michael se dirigió al gato y lo echó de allí. Bill había estado intentando abrir la puerta del aparador.
Terminaron de tomar el té más rápidamente de lo habitual. Michael se quedó parado al lado del aparador mientras Edna recogía el servicio.
–¿Cuándo vas a investigar lo del anillo, tío Eddie? –preguntó Phyllis.
Ella usaba gafas redondas y era bastante miope.
–No creo que Michael y yo tengamos muy decidido qué hacer, querida –dijo su tío.
–Vamos a la biblioteca, Phyllis –dijo Gladys–. Dijiste que querías ver algunas fotografías.
Phyllis había dicho eso. Había fotografías de la madre de Phyllis y de la casa donde había nacido su madre, en la que ahora vivía el tío Eddie. Eddie era quince años mayor que su madre. Ahora Phyllis deseaba no haber pedido ver las fotos, porque los hombres iban a hacer algo con los dedos y quería verlo. Después de todo ella había diseccionado ranas y peces en el laboratorio de zoología. Pero su madre le había aconsejado antes de salir de Nueva York que cuidara sus modales y que no fuera «ordinaria e insensible», adjetivos corri...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. A lo hecho, pecho
  4. El buscador inquietante
  5. Tener ancianos en casa
  6. Despacio, despacio, a merced del viento
  7. Acabar con todo
  8. El día del ajuste de cuentas
  9. Sustancia de locura
  10. Un suicidio curioso
  11. Los pájaros a punto de emprender el vuelo
  12. Donde las dan...
  13. Bajo la mirada de un ángel sombrío
  14. Lo que trajo el gato
  15. Fuentes
  16. Notas
  17. Créditos