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Thomas Bernhard, durante una estancia en un sanatorio, profundizó su amistad con Paul Wittgenstein, hombre original, pintoresco y patético, un verdadero personaje de novela. En cuanto a su tío Ludwig, el mítico filósofo en cuya vida o leyenda se inspiraba Corrección, sólo aparece aquí como en hueco, como una ausencia muy marcada.

Se ha dicho que mientras Ludwig llevó su filosofía al papel y no su locura, Paul era un loco porque reprimió su filosofía y no la publicó, exhibiendo sólo su locura.

Un libro con fuerte acento «autobiográfico» en el que el autor nos confía una vez más, y cada vez mejor, cosas triviales y profundas, y divertidas hasta saltarse las lágrimas, sobre la vida, el arte, los premios literarios, los cafés vieneses, la vida en el campo, las carreras de automóviles, la enfermedad y la muerte, en uno de esos soliloquios alucinados, repetitivos y despiadados de los que posee el secreto.

En esta furiosa revelación que se inflige y nos inflige, ese terrible narrador, decididamente incómodo, nos habla también por primera vez de la amistad. Lo hace admirablemente y, por utilizar una de sus expresiones, sin el menor miramiento, y eso hace mucho daño.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433942654
Categoría
Literatura
En mil novecientos sesenta y siete, en la Baumgartnerhöhe, una de las religiosas que trabajaban allí, incansablemente, en el pabellón Hermann, me dejó sobre la cama Trastorno, que acababa de aparecer y que había escrito yo un año antes en Bruselas, en la rue de la Croix 60, pero no tuve fuerzas para coger el libro porque sólo hacía unos minutos que me había despertado de la anestesia de varias horas en que me habían sumido los médicos que me abrieron el cuello para poder extirparme del tórax un tumor del tamaño de un puño. Lo recuerdo, era la Guerra de los Seis Días y, como consecuencia del tratamiento radical con cortisona a que me habían sometido, se me puso cara de luna, como querían los médicos; durante la visita comentaban esa cara de luna mía en un tono jocoso, que incluso a mí, a quien, según sus propias manifestaciones, sólo me quedaban unas semanas, en el mejor de los casos unos meses de vida, me hacía reír. En el pabellón Hermann, sólo había siete habitaciones en la planta baja, y trece o catorce pacientes que no aguardaban en ellas más que la muerte. Con sus batas del establecimiento arrastraban los pies de un lado a otro por el pasillo, y un buen día desaparecían para siempre. Una vez por semana se presentaba en el pabellón Hermann el famoso profesor Salzer, la mayor eminencia en el campo de la cirugía pulmonar, siempre con guantes blancos y un porte que inspiraba enorme respeto, rodeado casi en silencio por las religiosas, que a él, alto y muy elegante, lo acompañaban al quirófano. Aquel famoso profesor Salzer, por quien se hacían operar los pacientes de categoría, porque se lo jugaban todo a su fama (yo me había hecho operar por el médico jefe del servicio, un rechoncho hijo de aldeano del barrio de Waldviertel), era tío de mi amigo Paul, sobrino del filósofo cuyo Tractatus logico-philosophicus conoce hoy todo el mundo científico y, más aún, todo el mundo seudocientífico, y precisamente mientras yo estaba en el pabellón Hermann mi amigo Paul estaba a unos doscientos metros en el pabellón Ludwig, el cual, sin embargo, no pertenecía como el pabellón Hermann al departamento de pulmón y, por consiguiente, a la llamada Baumgartnerhöhe, sino al manicomio Am Steinhof. En la Wilhelminenberg, enormemente extendida al oeste de Viena y dividida desde hace decenios en dos partes, concretamente la destinada a los enfermos de pulmón, llamada para abreviar Baumgartnerhöhe y que era mi zona, y la destinada a los enfermos mentales, que en el mundo se conoce por Am Steinhof, la más pequeña Die Baumgartnerhöhe, la más grande Am Steinhof, los pabellones llevan nombres de persona. Era grotesco ya pensar que mi amigo Paul estaba precisamente en el pabellón Ludwig. Cuando yo veía al profesor Salzer dirigirse al quirófano sin mirar a un lado ni a otro, pensaba siempre que mi amigo Paul llamaba a su tío una y otra vez, alternativamente, genio o asesino, y pensaba al ver al profesor, que entraba en la sala de operaciones o que salía de ella, si estaría entrando un genio o un asesino y si estaría saliendo un asesino o un genio. De aquella celebridad médica emanaba para mí una gran fascinación. Al fin y al cabo, antes de mi estancia en el pabellón Hermann, que incluso hoy está exclusivamente reservado a la cirugía de pulmón y, sobre todo, a la llamada cirugía del cáncer de pulmón, había visto a muchos médicos, y había estudiado también a todos aquellos médicos, porque en definitiva eso se había convertido para mí en costumbre, pero el profesor Salzer, desde el momento mismo en que lo vi, eclipsó a todos aquellos médicos. Su grandiosidad en todos los aspectos me resultaba absolutamente impenetrable, y para mí se componía sólo de lo que, cuando lo observaba, admiraba al mismo tiempo y también de rumores. El profesor Salzer, según decía mi amigo Paul, había sido durante muchos años un taumaturgo, y pacientes sin la menor probabilidad habían sobrevivido durante decenios a las operaciones de Salzer, pero otros en cambio, según afirmaba una y otra vez mi amigo Paul, habían muerto como consecuencia de algún cambio meteorológico brusco e imprevisto, bajo un bisturí que se había puesto nervioso. Sea como fuere. El profesor Salzer, que había sido realmente una celebridad mundial y era, por añadidura, tío de mi amigo Paul, no me había operado precisamente porque ejercía en mí aquella enorme fascinación y también porque su absoluta celebridad mundial sólo me causaba un espanto atroz, en medio del cual, y en fin de cuentas también a causa de lo que había sabido por mi amigo Paul sobre su tío Salzer, me había decidido por el honesto médico jefe del Waldviertel y en contra de la eminencia del distrito I. Había observado también una y otra vez, durante las primeras semanas de mi estancia en el pabellón Hermann, que los pacientes que no habían sobrevivido a su operación eran precisamente los que había operado el profesor Salzer, tal vez fuera un período de mala suerte de aquella celebridad mundial, por lo que, como es natural, de repente le cogí miedo y me decidí por el médico jefe del Waldviertel, lo que, como hoy veo, fue sin duda una suerte. Pero estas especulaciones no tienen sentido. Mientras que yo veía al profesor Salzer al menos una vez por semana, aunque sólo fuera, al principio, por la rendija de la puerta, mi amigo Paul, del que el profesor Salzer era al fin y al cabo tío, no lo vio una sola vez en los muchos meses que estuvo en el pabellón Ludwig, aunque, como me consta, el profesor Salzer sabía que su sobrino estaba internado en el pabellón Ludwig y, según pensé entonces, al profesor Salzer le hubiera sido fácil, sin duda, dar los pocos pasos que había del pabellón Hermann al pabellón Ludwig. Las razones que impedían al profesor Salzer visitar a su sobrino Paul no las conozco, quizá fueran de peso, pero quizá fuera también la comodidad la única razón que le impedía visitar a su sobrino, el cual, mientras que yo estaba por primera vez en el pabellón Hermann, había estado hospitalizado ya a menudo en el pabellón Ludwig. Dos veces al año al menos, en los últimos veinte años de su vida, tuvo que ser llevado mi amigo, siempre de la noche a la mañana y cada vez en las condiciones más horribles, al manicomio Am Steinhof, y con los años también, una y otra vez y con intervalos cada vez más breves, al llamado Hospital Wagner-Jauregg de Linz, cuando se veía sorprendido por un ataque en la Alta Austria, en las cercanías del lago de Traunsee, donde había nacido y se había criado y donde, hasta su muerte, tuvo derecho de residencia en una vieja alquería, de siempre perteneciente a la familia Wittgenstein. Su enfermedad mental, que sólo puede calificarse de así llamada enfermedad mental, se manifestó ya muy pronto, más o menos cuando él tenía treinta y cinco años. Él mismo sólo hablaba de ello raras veces, pero, por todo lo que sé de mi amigo, no me resulta difícil hacerme también una idea de la aparición de esa llamada enfermedad mental suya. Ya de niño había estado Paul predispuesto a esa llamada enfermedad mental, nunca exactamente clasificada. El recién nacido nació ya enfermo mental, con aquella llamada enfermedad mental que dominó luego a Paul durante toda su vida. Con aquella llamada enfermedad mental vivió luego hasta su muerte de la forma más lógica, lo mismo que otros viven sin esa enfermedad mental. Esa llamada enfermedad mental demostró de la forma más deprimente la impotencia de los médicos y de la ciencia médica en general. Esa impotencia médica de los médicos y de su ciencia dio una y otra vez a la llamada enfermedad mental de Paul las designaciones más sensacionales, pero como es natural nunca la correcta, porque en su aturdimiento eran incapaces de ello, y todas esas designaciones suyas, relativas a la llamada enfermedad mental de mi amigo, resultaron ser una y otra vez equivocadas y francamente absurdas, y cada una de ellas anulaba a la otra, una y otra vez, de la forma más vergonzosa y, al mismo tiempo, más deprimente. Los llamados médicos psiquiatras designaban la enfermedad de mi amigo unas veces de esta forma y otras de aquélla, sin tener el valor de reconocer que para aquélla, como para todas las demás enfermedades, no hay calificación correcta sino siempre, únicamente, designaciones equivocadas, siempre engañosas, porque en fin de cuentas, como todos los demás médicos, se facilitaban las cosas y, en definitiva, se las simplificaban de un modo criminal, al menos designando una y otra vez las enfermedades de forma equivocada. A cada instante pronunciaban la palabra maníaco, a cada instante la palabra depresivo y en todos los casos era siempre falso. A cada instante se refugiaban (¡como todos los médicos!) en alguna nueva expresión científica, para protegerse y tranquilizarse a sí mismos (¡no a los pacientes!). Como todos los médicos, los que trataban a Paul se parapetaban también, lo mismo que sus predecesores desde hace siglos, tras el latín, que con el tiempo levantaba entre ellos y sus pacientes como un muro infranqueable e impenetrable, con el único objeto de encubrir su incompetencia y enmascarar su charlatanería. Ya desde el principio de su tratamiento, cuyos métodos en cualquier caso, como sabemos, sólo pueden ser inhumanos y asesinos y letales, interponían el latín entre ellos y sus víctimas como un muro realmente invisible, pero más impenetrable que ninguno. El médico psiquiatra es el más incompetente y está siempre más próximo al asesino perverso que a su ciencia. Durante toda mi vida nada he temido más que caer en manos de los médicos psiquiatras, en comparación con los cuales todos los demás, que en fin de cuentas sólo son también funestos, resultan sin embargo mucho menos peligrosos, porque los psiquiatras, en nuestra sociedad actual, siguen siendo totalmente un caso aparte y gozan de inmunidad y, después de haber podido estudiar los métodos que durante muchos años ensayaron sin escrúpulos en mi amigo Paul, los temía con un temor mucho más intenso aún. Los médicos psiquiatras son los verdaderos demonios de nuestra época. Se dedican a su negocio protegido, en el sentido más auténtico de la palabra, de la forma más vergonzosamente inatacable, sin ley y sin conciencia. Cuando me fue ya posible levantarme e ir hasta la ventana, y finalmente incluso al pasillo, y andar, con todos los demás candidatos a la muerte que podían hacerlo, de un extremo a otro del pabellón, y finalmente pude incluso salir un día del pabellón Hermann, traté de llegar hasta el pabellón Ludwig. Sin embargo, había sobreestimado bastante mis fuerzas y tuve que detenerme ya antes del pabellón Ernst. Me tuve que sentar en el banco allí atornillado al muro y calmarme antes de nuevo, para poder volver siquiera por mí mismo al pabellón Hermann. Si los pacientes están en cama semanas o tal vez meses, sobreestiman absolutamente sus fuerzas cuando pueden volver a levantarse, se proponen sencillamente demasiado y a veces retroceden semanas por esa tontería, muchos se han buscado sencillamente, con alguna de esas empresas súbitas, la muerte a la que habían escapado antes mediante una operación. Aunque soy un enfermo experimentado y, durante toda mi vida, he tenido que vivir con mis enfermedades más o menos graves y gravísimas y, en definitiva, siempre con las llamadas enfermedades incurables, una y otra vez he caído en el diletantismo en materia de enfermedad, y he cometido tonterías, imperdonables. Primero unos pasos, cuatro o cinco, luego diez u once, luego trece o catorce, y finalmente veinte o treinta, así tiene que actuar un enfermo, y no levantarse enseguida y salir y marcharse, lo que la mayoría de las veces resulta mortal. Pero el enfermo encerrado durante meses ansía en esos meses salir y no sabe aguardar el momento en que podrá dejar su habitación de enfermo y, como es natural, no se contenta con dar unos pasos por el pasillo, no, sale al aire libre y se mata a sí mismo. Mueren tantos por haber salido demasiado pronto, y no porque haya fracasado el arte médico. Se les puede reprochar todo a los médicos, pero en el fondo, naturalmente, por indolentes que sean, incluso despiadados y hasta obtusos, no quieren otra cosa que mejorar el estado de sus pacientes, pero el paciente tiene que hacer lo que esté de su parte, y no socavar los esfuerzos de los médicos levantándose demasiado pronto (¡o demasiado tarde!) o saliendo demasiado pronto y yendo demasiado lejos. Aquella vez fui sin duda alguna demasiado lejos, el pabellón Ernst era ya, al fin y al cabo, demasiado lejos. Hubiera tenido que volverme ya ante el pabellón Franz. Pero quería ver sin falta a mi amigo. Agotado, totalmente sin aliento, yo estaba sentado en el banco situado ante el pabellón Ernst y miraba entre los árboles al pabellón Ludwig. Probablemente, como al fin y al cabo soy enfermo de pulmón pero no enfermo mental, no me hubieran dejado entrar en absoluto en el pabellón Ludwig, pensé. A los enfermos de pulmón les estaba severamente prohibido dejar su zona y visitar la de los enfermos mentales, y también a la inversa. Era verdad que una zona estaba separada de la otra por una alta verja, pero esa verja estaba parcialmente tan oxidada que ya no resultaba infranqueable, por todas partes había grandes agujeros en aquella verja, por los que se podía pasar fácilmente de una zona a otra, al menos arrastrándose, y recuerdo que todos los días había enfermos mentales en la zona de los enfermos de pulmón y, a la inversa, siempre enfermos de pulmón en la zona de los enfermos mentales, pero entonces, cuando intenté por primera vez ir del pabellón Hermann al pabellón Ludwig, no sabía aún nada de ese tráfico continuo entre una zona y otra. Los enfermos mentales en la llamada zona de pulmón fueron para mí más tarde un diario espectáculo familiar, al atardecer tenían que ser capturados por los guardianes y metidos en camisas de fuerza, y tenían que ser sacados de la zona de pulmón y devueltos a la de los enfermos mentales con porras de goma, como vi con mis propios ojos, y eso no ocurría sin gritos lastimeros que me perseguían hasta en mis sueños nocturnos. Los enfermos de pulmón dejaban su zona para dirigirse a la de los enfermos mentales, al fin y al cabo, sólo por curiosidad, porque esperaban cada día algo sensacional que los distrajera de su horrible rutina de aburrimiento mortal y pensamientos de muerte. Y realmente no me veía decepcionado y encontraba lo previsto cuando dejaba la zona de pulmón e iba a la de los enfermos mentales, que hacían sus números por todas partes donde se les podía ver. Posiblemente me atreveré en otro texto, más adelante, a hacer una descripción de las condiciones en aquel departamento de enfermos mentales, de las que fui testigo. Ahora estaba sentado en el banco situado ante el pabellón Ernst, pensando que tendría que esperar una semana entera para hacer un segundo intento de llegar al pabellón Ludwig, porque era evidente que ese día sólo podría volver al pabellón Hermann. Observaba desde el banco las ardillas que correteaban por todas partes en aquel parque gigantesco, que desde allí parecía infinito, trepando a los árboles y bajando de los árboles, y que parecían no tener más que una sola pasión: se apoderaban de los pañuelos de papel que había en el suelo por todas partes, arrojados por los pacientes de pulmón, y se los llevaban a toda velocidad a los árboles. Corrían por todas partes con aquellos pañuelos de papel en la boca, desde todas y hacia todas las direcciones, hasta que en el crepúsculo no se podía ver ya más que los puntos blancos de los pañuelos de papel que llevaban en la boca, correteando de un lado a otro. Estaba allí sentado y disfrutaba del espectáculo, con el que, como es natural, relacionaba los pensamientos surgidos espontáneamente de esa observación. Era junio y las ventanas del pabellón estaban abiertas y, con un ritmo realmente proyectado de modo genialmente contrapuntístico y, en definitiva, orquestado también, los pacientes tosían por esas ventanas hacia el atardecer que comenzaba. No quise exasperar la paciencia de las hermanas y me levanté y volví al pabellón Hermann. Después de la operación, pensaba, puedo respirar realmente mejor otra vez, incluso realmente muy bien, tengo el corazón despejado, pero sin embargo yo no tenía buenas perspectivas, la palabra cortisona y la terapia encadenada a esa palabra ensombrecían mis pensamientos. Pero no estaba absolutamente sin esperanzas durante todo el día. Me despertaba sin esperanzas y trataba de escapar a esa desesperanza y me escapaba realmente hasta aproximadamente el mediodía. Por la tarde la desesperanza se presentaba de nuevo, hacia el atardecer desaparecía otra vez y por la noche, cuando me despertaba, estaba como es natural allí de nuevo, con la mayor brutalidad. Pensaba que los médicos habían tratado a los pacientes que había visto ya morir exactamente igual que a mí y habían intercambiado con ellos las mismas palabras y sostenido por consiguiente las mismas conversaciones, y habían hecho los mismos chistes también, mi camino, más o menos, no será otro que el camino de los que la muerte se ha llevado ya. Morían en el pabellón Hermann sin que nadie se percatara, sin gritos, sin llamadas de auxilio, la mayoría de las veces totalmente en silencio. Muy de mañana su cama vacía estaba en el pasillo, y se cambiaban las sábanas para el siguiente. Las hermanas sonreían cuando pasábamos a su lado, no les molestaba que lo supiéramos. A veces pensaba: ¿por qué quiero yo prolongar el camino que tengo que recorrer, por qué no me resigno yo a ese camino, exactamente igual que los demás? ¿De qué sirven esos esfuerzos al despertarme para no morir, de qué sirven? Naturalmente, todavía hoy me pregunto a menudo si no hubiera sido mejor ceder, porque entonces, sin duda, hubiera recorrido en el plazo más breve mi camino, y me hubiera muerto en pocas semanas, de eso estoy completamente seguro. Pero no me morí y seguí viviendo y vivo todavía hoy. El que mi amigo Paul estuviera en el pabellón Ludwig al mismo tiempo que yo en el pabellón Hermann, aunque la primera vez que yo estuve en el pabellón Hermann él no sabía que yo estaba entonces en el pabellón Hermann, lo que luego, sin embargo, le reveló un día la indiscreción de nuestra común amiga Irina, que nos visitaba a los dos alternativamente, lo consideré un buen presagio. Yo sabía que mi amigo se quedaba siempre varias semanas o varios meses en Steinhof, desde hacía ya muchos años, y que cada vez había vuelto a salir, y por eso pensaba: yo también volveré a salir, aunque la verdad era que no se nos podía comparar a él y a mí, en ningún aspecto, pero yo me imaginaba que me quedaría allí unas semanas o unos meses y volvería a salir, como él. Y en definitiva esa idea no resultó equivocada. Al cabo de cuatro meses, finalmente pude volver a dejar la Baumgartnerhöhe, no me morí como los otros, y él estaba fuera hacía tiempo. Sin embargo, en el camino del pabellón Ernst al pabellón Hermann yo seguía teniendo pensamientos que eran decididamente de muerte. No creía poder salir vivo del pabellón Hermann, para eso había visto y oído demasia...

Índice

  1. Portada
  2. El sobrino de Wittgenstein
  3. Créditos
  4. Notas