Panorama de narrativas
  1. 288 páginas
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Dieciocho relatos rescatados de un maestro indiscutible de la novela corta y el cuento.

En 1994, Stephen Cooper, biógrafo de John Fante, estudioso de su obra y preparador de esta edición, visitó a la viuda del escritor, que al cabo de muchas conversaciones le permitió entrar en una habitación secreta donde se guardaban manuscritos, borradores, números de revistas antiguas y otros papeles. Entre ellos estaban los dieciocho escritos que figuran en este volumen, diecisiete de los cuales se habían publicado en revistas ya desaparecidas y no habían vuelto a editarse desde entonces.

En estos textos rescatados vemos cabalgar de nuevo a Arturo Bandini y a otros trasuntos del entrañable personaje. Un Bandini niño, adolescente y adulto, con su pedantería, sus delirios literarios, su violencia ingenua, sus lecturas mal digeridas y su irresistible sentido del humor, entre el absurdo y la crueldad.

Completan la serie dos bocetos para una novela inconclusa sobre inmigrantes filipinos y un prólogo concebido para Pregúntale al polvo, magistral e impresionante poema en prosa que compendia en clave de tragedia lo que leímos en clave de farsa en la versión novelesca.

John Fante aparece aquí, una vez más, como un heredero aventajado de los dos satíricos más demoledores de la generación de sus abuelos, O. Henry y Mark Twain, a los que supera en mordacidad y sarcasmo y sobre todo en economía de medios. Fante es un maestro indiscutible de la novela corta y el cuento, y es capaz de pintar un ambiente desgarrador, violento o bochornosamente ridículo con dos o tres pinceladas, y en ocasiones con una sola.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433946027
Categoría
Literatura

MARY OSAKA, TE QUIERO

Sucedió en Los Ángeles, en el otoño de aquel tenso año. Sucedió en la cocina del Yokohama Café y fue durante la hora de la cena, cuando Segu Osaka, su feroz padre, estaba en el comedor, atendiendo a los clientes y la caja registradora. Sucedió muy aprisa. Mary Osaka, con los brazos llenos de platos, entró en la cocina y dejó los platos en la encimera. Mingo Mateo fregaba platos en la pila. Estaba enjuagando una serie de tazones para sopa.
Él dijo:
–Mary Osaka, te quiero muchísimo.
Mary Osaka levantó dos manos firmes y oscuras, aprisionó con ellas el rostro de Mingo Mateo y lo volvió hacia la luz.
–Y yo también te quiero, Mingo. ¿No lo sabías?
Y le dio un beso. Mingo Mateo sintió que la sangre y los huesos se le derretían y le salían por los zapatos, y eran unos zapatos muy caros, los mejores, de puntera cuadrada, fabricados con piel de cerdo, costaban doce dólares el par, el sueldo de tres días.
–Te quiero desde que llegaste aquí hace tres meses –dijo ella–. Pero... ¡oh, Mingo! No podemos. No debemos. ¡Es imposible!
Mingo se secó las manos en un paño de cocina y expulsó el aire que retenía en los pulmones.
–Es posible –dijo–. Es totalmente posible. ¡Todo es posible!
No hubo tiempo para responder.
Las puertas de vaivén se abrieron de golpe y Segu Osaka irrumpió en la cocina agitando los gruesos dedos y gritando:
–Lápido, lápido. ¡Selvidles chop suey dos veces, selvidles té una vez, todo igual, lápido, sí!
Al otro lado de la cocina, Vicente Toletano sacó dos cazos de chop suey de la enorme olla y puso los cuencos en la bandeja de servir. Vicente Toletano era un filipino orgulloso, un hombre sombrío y meditabundo que si no fuera por la escasez de trabajo de aquellos tiempos, antes habría escupido a un japonés que trabajar para él. Cuando Mary salió a toda velocidad con los pedidos, Vicente Toletano se quedó solo con su paisano, Mingo Mateo.
Dijo Vicente:
–Mingo, amigo mío, veo que estás locamente enamorado de esa japonesa. Estás chiflado, Mingo. Además, eres una deshonra para todos los filipinos.
Mingo Mateo se volvió. Cruzó los brazos y fulminó con la mirada a Vicente Toletano, irguiendo la barbilla.
–Toletano –dijo–, te agradecería mucho que te ocuparas de tus propios asuntos. ¿Por qué tienes que espiar como una serpiente, si ves que cortejo a esa maravillosa muchacha?
Dijo Vicente:
–Tengo derecho a espiar. Esa muchacha es japonesa. No es bueno para ti que te andes besando con esa clase de mujeres. Sería mejor que te lavaras la boca con jabón.
Mingo sonrió:
–Es muy guapa, ¿eh, Vicente? ¿No será que estás un poco celoso?
Vicente movió los labios como si hubiera percibido un sabor desagradable.
–Eres idiota, Mingo. Me das náuseas. Te lo advierto. Si vuelves a besar a Mary Osaka, dejo este trabajo.
–Pues déjalo. –Mingo se encogió de hombros–. No me importa que lo dejes. Pero yo..., ah, yo nunca dejaré de besar a Mary Osaka.
La voz de Vicente cambió. Ahora era amenazadora, ronca e intimidante, mientras se inclinaba para apoyar las manos en la mesa que los separaba.
–¿Y si lo cuento en la Hermandad Federada Filipina? ¿Qué te parecería, Mingo? ¿Qué te parecería si voy a la Hermandad y señalo con el dedo y digo a la Hermandad Federada: «¡Este hombre, este Mingo Mateo, está cortejando a una japonesa!»? ¿Qué te parecería eso, Mingo?
–No me importa –dijo Mingo–. Díselo al mundo entero. Solo conseguirás hacerme más feliz.
Vicente Toletano tenía más cosas que decir, pero Mary volvió a entrar en la cocina.
–Pork chow mein en la dos –dijo, acercándose a Mingo.
Vicente tiró dos bandejas sobre la mesa y sacó los cazos del pedido. Mary estaba hablando y lo que dijo hizo que Vicente derramara histéricamente el chow mein.
–Esto no puede seguir así, Mingo. Ya sabes lo que opina papá de ti. De Vicente. De todos los filipinos. –Estaba muy cerca de Mingo, una muchacha pequeña y prieta de carnes, cuyo cabello negro le llegaba, liso y encantador, hasta los orificios nasales.
–Huele bien –dijo Mingo, olfateando la brillante negrura–. Tu padre no importa. Yo no amo a tu padre. Te quiero a ti, Mary Osaka.
–No conoces a papá –dijo ella sonriendo.
–Lo sé –dijo Mingo–. Tendremos una pequeña charla.
Y entonces llegó su oportunidad. Las puertas de vaivén se abrieron y Segu Osaka irrumpió en la cocina agitando sus cortos brazos.
–Lápido, vamos. ¡Silve chow mein dos veces, enseguida, enseguida! –Sus rápidos ojos negros miraron a Mary, a Mingo, a Vicente. Se dio un golpe en la frente con la mano abierta y volvió corriendo al comedor. Le oyeron murmurar algo en japonés sobre los filipinos.
De repente, sin sentir la menor vergüenza, Mingo Mateo cayó de rodillas y rodeó con sus brazos la delgada cintura de Mary Osaka. Se pegó a ella, apretando el rostro contra la muchacha.
–Oh, Mary Osaka –jadeó–, por favor, ¿serás mi mujer?
–¡Mingo, compórtate!
Quiso soltarse de él y lo arrastró. Mingo recorrió un tramo resbalando sobre las rodillas antes de soltarla del todo. Cuando desapareció con los dos pedidos de chow mein, allí seguía Mingo Mateo, de rodillas, sentado sobre los talones, y al otro lado de la cocina, con los labios fruncidos por el asco estaba Vicente Toletano. Su cara decía: «Acabado.» Sus fríos ojos decían mucho más.
Toletano cogió su alto gorro de cocinero y lo tiró al suelo. Lo pisó y se limpió las suelas con él, mientras bregaba con los dedos para deshacer el nudo del delantal, que se quitó de un tirón.
–Pues ya lo he dejado –dijo–. Lo que he visto es demasiado para un filipino.
Pero los ojos de Mingo Mateo estaban clavados en las puertas de vaivén. Medio arrodillado, medio sentado, las vio oscilar zum-zum, zum-zum, hasta que se inmovilizaron. Quedó con los brazos junto a los costados. Apoyaba la barbilla en el pecho como una piedra pesada.
Vicente Toletano avanzó hacia él.
–¡Compatriota! –exclamó, y cogió la cabeza de Mingo Mateo por los pelos, levantándole el rostro hacia él. Abofeteó a Mingo a conciencia, primero en una mejilla y luego en la otra. Luego volvió a levantarle la cara. Y le escupió encima.
–¡Fu! –dijo, empujando a Mingo–. Deshonra del buen nombre del pueblo filipino.
Mingo no se resistió ni dijo nada. Las lágrimas caían de sus ojos y se deslizaban por sus mejillas cobrizas. Vicente se fue; la puerta del callejón se cerró ruidosamente a sus espaldas. Mingo se puso en pie. Se lavó la cara con agua fría, tiró de sus mejillas con sus largos dedos, se pasó las manos por el pelo y apretó los dientes para contener el brote de sufrimiento que estremeció su cuerpo como un ataque de tos. Cuando Mary Osaka volvió a la cocina, lo encontró así, con la cabeza inclinada y enterrada entre las manos, dando unos sollozos que hacían más ruido que el agua que salía a chorro del grifo.
La joven dejó una bandeja llena de platos y lo rodeó con sus brazos. La curva de su cuello acogió la frente del hombre como un nido mientras él se apoyaba pesadamente en ella. Mary le acarició el pelo mojado con los dedos abiertos; le acarició los delgados hombros con unas palmas pequeñas y ansiosas.
–No debes, Mingo. No debes.
–Lo único bueno de este mundo eres tú –dijo él con voz ahogada–. Es mejor morir sin mi Mary. No importa lo que diga Vicente, o tu padre, o cualquiera.
¿Vicente? Ella miró a su alrededor y se dio cuenta de que el cocinero se había ido. De repente Mingo se irguió, tenso, con los ojos inflamados, las manos en los hombros de la muchacha, los dedos hundidos en su carne mientras la sujetaba con los brazos estirados.
–¡Mary! ¿Por qué nos preocupamos? Filipino dice que es deshonra casarse con japoneses. Japonés dice que es deshonra casarse con filipinos. Es mentira, una gran mentira, todo. Porque lo que cuenta es corazón y corazón de Mingo Mateo dice toda hora: bum bum bum por Mary Osaka.
El rostro de Mary Osaka se iluminó y los ojos de Mary Osaka se humedecieron de placer.
–¡Oh, Mingo!
Él habló con pasión.
–¿Nos casamos, sí? ¿No?
–¡Sí!
Mingo contuvo la respiración, reprimió una risa eufórica y cayó a sus pies, golpeando el suelo con las rodillas. Le besó las manos y las acercó a sus labios. Le estaba dando rápidos besos en la punta de los dedos cuando Segu Osaka irrumpió en la cocina.
–¡Lápido, lápido!
Allí estaba Mingo Mateo, a los pies de su hija.
Dijo Mingo Mateo:
–Señor Osaka, si no le importa...
Dijo Osaka:
–No, no, no. Echal-los. Despedido. Fuera. ¡Lalgo!
Osaka no era alto, sino chaparro y fuerte. Sus manos no tardaron en asir el cuello de la camisa de Mingo. Se oyó un susurro de ropa rasgada y el rostro de Mingo se puso de un azul intenso cuando Osaka lo arrastró por el suelo como si fuera un saco y lo echó por la puerta de la cocina.
–¡Pero señor Osaka! ¡Es amor! ¡Es matrimonio!
–No no no. No no no.
Tendido en el callejón, Mingo vio que el retaco cerraba de un portazo y oyó correr el cerrojo. Dentro, Osaka farfulló algo en japonés violentamente y Mary le respondió con igual vehemencia. Mingo se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, le dio una patada, la golpeó con los nudillos.
–No le haga daño –gritó–. ¡No la toque!
Las voces de dentro subieron de volumen. Desesperado, Mingo cargó contra la puerta. La hoja de madera se astilló, el cerrojo y las bisagras crujieron. Por un momento, las voces cesaron.
Un grito desgarrador cortó la noch...

Índice

  1. Portada
  2. Prefacio
  3. Me río yo de Dibber Lannon
  4. La madre de jakie
  5. Voces quedas
  6. Póngalo en la cuenta
  7. El delincuente
  8. Una mala mujer
  9. Un sujeto monstruosamente listo
  10. El día que me limpió la lluvia
  11. Soy un escritor veraz
  12. Prólogo para «pregúntale al polvo»
  13. Viaje en autobús
  14. Mary osaka, te quiero
  15. La domesticación de Valenti
  16. El caso del escritor obsesionado
  17. El sueño de mamá
  18. Los pecados de la madre
  19. Hambre
  20. La primera vez que vi París
  21. Notas del editor
  22. Notas
  23. Créditos