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Una actualización del pensamiento artistotélico y cómo emplearlo hoy en día, dos mil cuatrocientos años después, para cambiar nuestra vida.

En el siglo IV a. C., Aristóteles funda en Atenas su escuela, una versión muy mejorada de la Academia platónica, donde él mismo estudió en su juventud. Desde ese auténtico centro de formación de los futuros pensadores clásicos supo ejercer una influencia inestimable.

La senda de Aristóteles da testimonio del modo en que una escuela de pensamiento puede ayudarnos a alcanzar la eudaimonía, esa felicidad que consiste en realizar plenamente nuestro potencial.

Las enseñanzas de Aristóteles no caducan, nos dice la autora. La «senda» invita a la reflexión pausada, a la contemplación (¡verdadero elogio del tiempo libre!), a analizar las relaciones con el prójimo (amorosas, de amistad, comunitarias), a preguntarnos qué tenemos en común con un pensador de la antigua Grecia, a entender y mejorar nuestra comunicación y a enfrentarnos con serenidad a la muerte.

Rastreando exhaustivamente la obra de Aristóteles, insertada en el contexto de los principales episodios de su biografía, Edith Hall ofrece aquí una actualización del pensamiento aristotélico junto con una interesante y original propuesta: emplearlo hoy, dos mil cuatrocientos años después, para cambiar nuestra vida.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433945778
Categoría
Literatura

1. LA FELICIDAD

Al comienzo de la Ética a Eudemo (también llamada Ética Eudemia), Aristóteles cita una línea de literatura sapiencial inscrita en una antigua piedra descubierta en Delos, la isla sagrada, en la que se lee que las tres mejores cosas de la vida son «la justicia, la salud y la realización de nuestros deseos». Según nuestro filósofo, el objetivo más alto de la vida humana es, sencillamente, la felicidad, lo que significa encontrar un propósito para realizar nuestro potencial y mejorar nuestra conducta para llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos. Nosotros somos nuestro propio agente moral, pero actuamos en un mundo interconectado donde asociarse con los demás reviste una gran importancia.
El maestro de Aristóteles fue Platón, a su vez discípulo de Sócrates, famoso este por haber dicho que «una vida sin examen no es vida».* Para Aristóteles, semejante afirmación era un punto tajante. Sabía de muchas personas –la mayoría, tal vez– que viven intuitivamente y de una manera a menudo irreflexiva, pero que disfrutan de una gran felicidad viviendo, por así decir, con el «piloto automático». Él habría puesto el acento en la actividad práctica y en el futuro, y su lema alternativo podría haber sido: «Es improbable que una vida no planificada sea totalmente feliz.»
En la ética aristotélica, el individuo es el responsable. Como comprendió Abraham Lincoln, «la mayoría de la gente es tan feliz como decide ser». Más que trabajar con el piloto automático, la ética aristotélica nos convierte en el único piloto al mando del panel de control. Otros sistemas éticos hacen mucho menos hincapié en la acción moral individual o en las responsabilidades que tenemos para con los demás. La ética aristotélica comparte el punto de partida del agente moral con egoísmo ético, una idea que puede asociarse a Bernard Mandeville, pensador de principios de la edad moderna (1670-1733), pero nada más. Mandeville recomienda que cada individuo actúe conscientemente con vistas a maximizar su propio interés personal. Imaginemos que preparamos una merienda para diez vecinos y sabemos que entre ellos hay dos veganos... Lo que ocurre es que los bocadillos veganos son tres veces más caros que los de jamón. Si compramos dos raciones de bocadillos veganos, habrá menos comida para todos. El egoísta ignorará las necesidades de todos los demás y decidirá si satisfará los gustos de los veganos según sus propios hábitos alimentarios. Si no es vegano, no querrá que su ración de emparedados de jamón se reduzca por tener que atender a las preferencias de otros. Si es vegano, entonces no le importarán los ocho invitados carnívoros restantes, que tendrán menos bocadillos, y se limitará a asegurar que haya suficiente comida vegana para él a la vez que encarga una ración extra privada.
Por otra parte, los utilitaristas aspiran a maximizar la felicidad del mayor número de personas posible, centrándose así en las consecuencias de los actos; para ellos, un resultado equivalente a ocho carnívoros felices acaba con el problema concomitante que plantean dos veganos desdichados. El utilitarismo se complica cuando las minorías son muy grandes; una merienda, por ejemplo, con cuatro veganos desconsolados y solo seis carnívoros felices empezaría a percibirse como una reunión muy poco festiva. Los seguidores de Immanuel Kant hacen hincapié en los deberes y obligaciones y se preguntan si debería existir una ley universal invariable acerca de la proporción de distintas clases de bocadillos que se sirven en una merienda. Por el contrario, los relativistas culturales han insistido en que no hay nada que pueda llamarse ley moral universal. Para ellos, cada uno de nosotros pertenece a un grupo o a varios grupos que tienen sus propias leyes y costumbres internas. En este mundo hay muchas culturas y comunidades que no comen nada que proceda del cerdo, y hay otras incapaces de entender el vegetarianismo o siquiera el hecho de que se sirvan meriendas.
Aristóteles, en cambio, entendería que la decisión acerca de los bocadillos no puede tomarse en abstracto ni fuera de todo contexto, y se tomaría tiempo para reflexionar sobre el problema y planificar. Entre otras cosas, examinaría el plan del catering para hacer consciente su intención: si se trata, por ejemplo, de que los diez vecinos invitados se sientan bien acogidos y servidos para que toda la comunidad sea un lugar más agradable para todos, lo cual conducirá a la felicidad individual y colectiva, su decisión tendrá que maximizar la posibilidad de que se satisfaga dicha intención. De poco serviría ofender a nadie, aunque fuese a la minoría de los invitados. Después consultaría a los interesados, incluidos los invitados y los encargados de preparar la comida, para probar las posibles reacciones. Pensaría en fiestas anteriores que él mismo hubiera organizado o a las que hubiera asistido como invitado; repasaría los precedentes y muy probablemente descubriría una manera de solventar todo el problema estudiando el historial de meriendas –servir tartas no lácteas que gustaran a todos, por ejemplo, en lugar de los sándwiches de la discordia–. También se ocuparía de que personalmente le gustasen las clases de tarta que escogiera, porque la abnegación innecesaria no tiene cabida en su filosofía del respeto a sí mismo y a los demás.
El sistema ético de Aristóteles es versátil, flexible y práctico en lo que respecta a su aplicación en la vida cotidiana. La mayor parte de los pasos psicológicos que en la vida real llevan al aumento de la satisfacción, y que esbozó la psicóloga Sonja Lyubomirsky en La ciencia de la felicidad: un método probado para conseguir el bienestar (2007), se parecen asombrosamente a las recomendaciones filosóficas de Aristóteles; de hecho, la autora lo cita y lo aprueba. Los leitmotivs del griego son trabajar con la situación que se tiene delante, la reflexión previa, el foco siempre puesto en las intenciones, la flexibilidad, el sentido común, la autonomía individual y, no menos importante, el consultar con otros. La premisa básica de la idea aristotélica de felicidad es maravillosamente simple y democrática: todo el mundo puede decidir ser feliz. Transcurrido un tiempo, actuar correctamente se vuelve un hábito y nos sentimos bien con nosotros mismos; el estado de ánimo resultante es la eudaimonía, el término que empleaba Aristóteles para decir felicidad.
La búsqueda aristotélica de la eudaimonía suele resultar atractiva a agnósticos y ateos, pero en realidad es compatible con cualquier religión que subraye la responsabilidad moral individual por los propios actos y no suponga que una orientación casi constante y la recompensa y el castigo proceden de un ser divino que está fuera de nosotros. Con todo, puesto que el propio Aristóteles no creía que un dios interfiriese en los asuntos mundanos o que le interesara hacerlo, su programa para alcanzar la felicidad constituía un sistema en sí. Un aristotélico no espera encontrar en ningún texto sagrado normas para organizar meriendas, pero tampoco una represalia divina si la fiesta sale mal. Vivir de manera competente y planificada es algo que elegimos hacer para controlar nuestra vida y nuestro destino. Dado que ese control se asigna tradicionalmente a un dios o a los dioses, en cierto sentido puede hacernos «semejantes a dios».
No obstante, no es realmente sencillo explicar la eudaimonía; el prefijo eu significa «bien» o «bueno»; por su parte, daimonía procede de un vocablo con una larga serie de significados: ser divino, poder divino, espíritu guardián, suerte en la vida. Así, eudaimonía llegó a significar bienestar o prosperidad, un estado que, sin duda alguna, incluye la satisfacción; con todo, es mucho más activa que la mera «satisfacción». La eudaimonía la «hacemos» nosotros, por lo cual necesita una aportación positiva. En efecto, para Aristóteles, felicidad es actividad (praxis); si se tratase de una disposición emocional con la que algunas personas nacen y otras no, entonces podría poseerla un hombre que se ha pasado la vida durmiendo, «vegetando».
En la definición de felicidad de Aristóteles tampoco hay espacio para ninguna clase de prosperidad material. Un siglo antes, Demócrito, otro pensador del norte de Grecia a quien Aristóteles admiraba, había hablado de «felicidad del alma» y había insistido en que no derivaba en absoluto de la posesión de ganado u oro. Cuando Aristóteles emplea el término eudaimonía, también quiere decir «felicidad del alma», algo que el ser humano sensible experimenta en su conciencia. Para él, la vida misma consiste en tener una mente activa. Aristóteles estaba convencido de que la mayoría obtiene la mayor parte de su placer aprendiendo cosas, preguntándose por el mundo y preguntando al mundo. De hecho, consideraba que llegar a comprender el mundo –sin referirse solo a los conocimientos académicos, sino a comprender cualquier aspecto de la experiencia– era el verdadero objetivo de la vida.
El que cree que la meta de la vida humana es maximizar la felicidad es un aristotélico en ciernes. Y si el objetivo de la vida humana es la felicidad, la manera de conseguirla consiste en reflexionar a fondo sobre cómo Vivir Bien o estar vivo de la mejor manera posible. Para eso se requiere un hábito consciente, y Aristóteles piensa que los demás animales no son capaces de tenerlo. El adverbio «bien», engañosamente simple, puede, en un sentido práctico, significar «de manera competente»; «moralmente» si pensamos en ser buenos, y «con júbilo» si nos referimos a disfrutar de la felicidad y de las circunstancias agradables.
El 4 de julio de 1776, el recién fundado Congreso de los Estados Unidos ratificó el texto de la Declaración de Independencia redactada por Tomas Jefferson. Una de sus primeras frases, que hizo época, dice: «Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» Es sabido que la antigua República romana fue un modelo para los Padres Fundadores, pero esas reveladoras palabras, «la búsqueda de la felicidad», demuestran que Jefferson también estaba inmerso en la filosofía de Aristóteles. Cuatro años después, la Constitución de Massachusetts (1780) ratificó esa línea: el gobierno se instaura para el bien común, «para la protección, la seguridad, la prosperidad y la felicidad del pueblo».
Aristóteles creía que la manera en que educamos a los futuros ciudadanos es crucial para que puedan realizar su potencial como individuos y como miembros de la comunidad. La llamada «Ordenanza del Noroeste» (Northwest Ordinance), una ley aprobada en 1787, no podría haber sonado más aristotélica, pues afirmaba que las escuelas eran necesarias para «el buen gobierno y la felicidad del género humano». Todos los que en el mundo viven en amplio acuerdo con los principios propugnados en el brillante amanecer de la independencia norteamericana son, lo sepan o no, aristotélicos comprometidos con el proyecto de la felicidad humana.
La afirmación más famosa de Aristóteles –tan célebre que se citó (erróneamente) en una conversación entre el papa Francisco y Donald Trump en febrero de 2016– dice que el hombre es un «animal político» (zoon politikon). Aristóteles quiso decir que el hombre se diferencia de otros animales por tender naturalmente a reunirse para vivir en una vasta comunidad estable, la polis o ciudad-Estado. Nuestro filósofo siempre llega a las definiciones tras hacer una serie de distinciones, y en la Ética a Nicómaco formula una pregunta crucial: ¿cuáles son los rasgos distintivos del ser humano? Los humanos, igual que los animales y las plantas, participan en la actividad básica de vivir y crecer obteniendo nutrientes. Si otros animales y plantas viven, se alimentan y crecen, en ese sentido no se distinguen de la humanidad. Los animales, como los humanos, tienen sentidos con los que perciben y distinguen a las demás criaturas y el mundo que los rodea. Por tanto, lo sensitivo no puede ser el rasgo distintivo que define al ser humano. Sin embargo, ningún otro ser vivo comparte la vida activa del ser dotado de razón. Los seres humanos hacen cosas y son capaces de pensar antes, durante y después de hacerlas. Esa es su razón de ser. Si, en cuanto humanos, no realizamos plenamente nuestra capacidad de actuar mientras ejercitamos las facultades racionales, entonces no estaremos realizando nuestro potencial.
Ejercitar la razón para Vivir Bien implica cultivar las virtudes y evitar los vicios. Ser buenas personas nos hará felices. Por algún motivo, la fantasía optimista de Frank Capra –¡Qué bello es vivir! (1946)– es la película de tema navideño más popular de todos los tiempos; en su mensaje resuenan los valores de generosidad y cooperación que la mayoría de los seres humanos comparten. El personaje de George Bailey, interpretado por James Stewart, es un comerciante de espíritu filantrópico perseguido por un rapaz capitalista. Y planea suicidarse en Nochebuena. Clarence, un ángel de la guarda, llega desde el cielo y a través de flashbacks muestra a George episodios de su pasado, momentos en que ayudó abnegadamente a otras personas; fue un entregado miembro de su familia y facilitó préstamos que permitieron a los pobres comprarse una casa. Clarence convence a George para que no se suicide enseñándole una versión alternativa de la historia, en la que él nunca existió, en la que su familia tuvo que vivir sin él y los pobres se vieron obligados a recluirse en barriadas míseras. George comprende que la vida maravillosa del título original en inglés (It’s a Wonderful Life) lo ha conectado con los demás gracias a que los ha apoyado. La película es aristotélica también por presentar la vida como un proyecto, un arco ininterrumpido, tan maravilloso como decidamos que sea. Por muy cursi que la película pueda parecer hoy, toca la fibra emocional con autenticidad.
La promesa (1996), película de los cineastas belgas JeanPierre y Luc Dardenne, evita todo sentimentalismo presentando a un joven a punto de iniciar su vida adulta con plenas facultades morales y que experimenta las gratificaciones de la bondad. Al comienzo de la película, Igor apenas tiene quince años, pero se enfrenta a un desafío ético extremo del que sale airoso afirmando la independencia moral ante un padre sin escrúpulos. La trama incluye la muerte accidental de un inmigrante ilegal y la insistencia del padre para que lo ayude a ocultar el incidente. Igor alcanza la madurez moral y cierta serenidad asistiendo a los deudos del inmigrante tras enfrentarse a un padre insensible, a sentimientos de culpa, de vulnerabilidad social y miedo a la ley.
Poner el acento en la relación entre felicidad y acciones virtuosas es una de las diferencias fundamentales entre la receta aristotélica de la felicidad y la de otras escuelas filosóficas, como el egoísmo, el utilitarismo y el kantismo. En la Política, para ilustrar la dificultad de alcanzar la felicidad sin intentar ser una buena persona, Aristóteles ofrece una caricatura extrema de la persona llena de vicios y, en consecuencia, desdichada:
Pues nadie podría llamar feliz al que no participa en absoluto de la fortaleza, ni de la templanza, ni de la justicia, ni de la prudencia, sino que teme a las moscas que vuelan junto a él, y no se abstiene de las peores acciones si le acucia el deseo de comer o de beber, sino que sacrifica por un cuarto a sus más queridos amigos, y semejantemente también, en lo que concierne a las cualidades de la mente, es tan insensato y falso como un niño o un loco.
En su discurso de toma de posesión (1789), George Washington expresó en otros términos la misma correlación virtud/ felicidad, y ante su público de Nueva York dijo que existe «una unión indisoluble entre virtud y felicidad».
Decidirse a buscar la felicidad viviendo bien significa practicar la «ética de la virtud» o, para decirlo más sencillamente, «hacer lo correcto». Del mismo modo, las virtudes de Aristóteles se traducen en sustantivos solemnes, como «justicia», lo que en realidad solo significa tratar a los demás bien y justamente. La ética de la virtud siempre ha atraído a humanistas, agnósticos, ateos y escépticos precisamente porque ofrece a los que quieren una vida feliz, decente y constructiva una manera reflexiva de conseguirla. La ética de la virtud ayuda a acercarse a las decisiones, a la moral y a las «grandes preguntas» acerca de la vida y la muerte confiando en nuestro propio juicio y en la capacidad de cuidarnos a nosotros mismos, a nuestros amigos y a las personas que dependen de nosotros. Sin embargo, la falta de buenas traducciones del griego ha sido una de las razones por las que el público general no ha entendido mejor el sensato y eficaz programa de Aristóteles para buscar la felicidad decidiendo hacer lo correcto. Si la gente comprendiera que la felicidad personal depende de su propio comportamiento, escribió, entonces «el bien podrá ser más común y más divino: más común, porque será posible a un mayor número de gente participar de él». Aristóteles llega al extremo de afirmar que, idealmente, «lo mejor, en efecto, sería que todos los hombres estuvieran claramente de acuerdo en lo que vamos a decir, pero si esto no es posible, al menos que todos estén de acuerdo de alguna manera»; es decir, adherirse al menos a la parte del programa que supone la ética de la virtud, pues «todo hombre tiene algo propio en relación con la verdad».*
Aristóteles fue el autor de los primeros libros dedicados a la pregunta «¿cómo debería actuar?» Nadie, ni siquiera Platón, había reflexionado sobre la cuestión separándola de otros temas como la religión o la política. Aristóteles escribió dos grandes tratados sobre ética, la Ética a Nicómaco, al parecer dirigida a su hijo Nicómaco, y la Ética a Eudemo, así llamada por su amigo Eudemo, que pudo haber revisado el manuscrito. Él mismo no parece conocer o emplear dichos títulos, aunque en la Política menciona escritos anteriores sobre el «carácter», que es el significado del término ethos en griego clásico. Es probable que la Ética a Eudemo fuese anterior a la Nicomáquea y que más tarde se revisara a la luz de la segunda. Estas dos grandes obras siguen unas líneas básicas similares. En el comienzo, ambas abordan el proyecto fundamental de la eudaimonía para pasar a centrarse en la naturaleza de la virtud en general (areté) y las virtudes discretas (aretai) que ha de cultivar el animal humano si quiere «vivir bien», prosperar y ser feliz. También tratan temas como la amistad, el placer y (brevemente) la relación de los seres humanos con lo divino. Hay también un libro más breve que contiene una explicación de las ideas aristotélicas, pero que podría ser obra de uno de sus seguidores, llamado, confusamente, Magna Moralia («Gran Ética» o «Gran Moral»).
En los tratados sobre ética son pocas las reglas que pueden aplicarse a rajatabla o las instrucciones de carácter general. No hay una fórmula estricta o un «código moral». La intención es siempre mejorar nuestra vida y dirigirla hacia el bienestar, pero la dimensión ética de cada decisión será diferente y requerir...

Índice

  1. Portada
  2. Cronología
  3. Mapa
  4. Introducción
  5. 1. La felicidad
  6. 2. El potencial
  7. 3. Las decisiones
  8. 4. La comunicación
  9. 5. El conocimiento de uno mismo
  10. 6. Las intenciones
  11. 7. El amor
  12. 8. La comunidad
  13. 9. El tiempo libre
  14. 10. La mortalidad
  15. Agradecimientos
  16. Otras lecturas
  17. Glosario
  18. Notas
  19. Créditos