XV
Villa de Angra, Terceira
1
La noticia de la derrota de San Miguel supuso un durísimo golpe para los vecinos y autoridades de Angra. Felipe Strozzi había muerto y con él otros muchos nobles y caballeros franceses y portugueses. El mariscal Brissac, con lo que quedaba de su escuadrón, había puesto proa a Francia y Sainte-Souline había recalado con parte del suyo en Fayal para reponer víveres y hacer aguada.
El rey don Antonio, que apenas había gozado de unos días de feliz reinado en las Azores, resintió el golpe más que ninguno, en especial por la pérdida de su querido amigo y más cercano colaborador don Francisco de Portugal, conde de Vimioso. Decretó una semana de luto oficial y suspendió todos los actos protocolarios que iban a realizarse aquellos días.
El único alivio para la causa fue el arribo a la isla, en un lento y prolongado goteo, de algunas naves que lograron salvarse de la batalla. Constituían, junto con las que se habían quedado en Terceira, una armada todavía respetable.
Sin embargo, días después arribó a Angra una carabela con la desagradable noticia de que las tropas de Sainte-Souline, en la frustración de la derrota, habían saqueado la isla de Fayal y cometido todo tipo de tropelías con la población. Nueva que causó, si cabe, más amargura y desconcierto que la derrota, pues los responsables habían sido los propios aliados. El Prior prohibió a Sainte-Souline que recalase en Terceira y envió una acusación contra él al rey de Francia. A pesar de ello, el incidente aumentó el clima de suspicacia con los extranjeros. Donde antes eran bienvenidos, ahora les cerraban las puertas, o los admitían de mala gana. Solo el temor a Bazán los mantenía a todos unidos.
Las tareas de defensa se intensificaron aún más. Las milicias locales habían mejorado su adiestramiento y su dedicación. Hubo compañías enteras que decidieron permanecer acantonados en los cuarteles, sin volver a sus casas para dormir.
La persecución de los disidentes continuó su escalada. La gente buscaba culpables más cercanos sobre los que descargar su ira. Se hacían denuncias anónimas, detenciones irregulares, se embargaban bienes y haciendas y se intensificaban las penas. Grupos de voluntarios armados hasta los dientes batían las sierras en busca de huidos y asaltaban algunas quintas solo por estar situadas en parajes poco accesibles. Desde los púlpitos, enfervorecidas homilías predicaban la cruzada contra los enemigos del Prior, la casa de los jesuitas continuaba cerrada a cal y canto y cada vez más voces clamaban por su linchamiento.
Aquel ambiente enredado y vengativo tenía a Marcia preocupada. Rara era la noche en que no se desvelaba pensando en la suerte de don Pedro. Cuando el gobernador Da Silva lo liberó, le había impuesto la condición de que lo hospedase en su casa. Y así había hecho, a pesar de la oposición de su hermano. Y de su madre, que tampoco veía con buenos ojos que un Salazar cohabitara con ellos.
Para evitar posibles encontronazos, Marcia le halló acomodo en una casilla que había en la huerta, junto a la pomarada. Con algunos arreglos en el tejado y las ventanas, una buena limpieza y una mesa y un arcón, quedó medianamente adecentada, aunque a Marcia le avergonzaba no poder ofrecerle a su huésped un alojamiento mejor.
—No te preocupes, muchacha. Después de las mazmorras de la villa, esta casilla me parece un palacio —la tranquilizó don Pedro, que estaba muy desmejorado: flaco, con el pelo blanco y sin el empuje que lo caracterizaba. Sin duda la muerte de su hijo, la pérdida de sus propiedades y la prisión le habían pasado factura.
Marcia encargó su atención y cuidado a Bruna y Atilio, una joven pareja de criados con la que don Pedro hizo pronto buenas migas. Pero aquello no dejaba de ser un sucedáneo de encierro, que en nada alteraba la condena que pendía sobre su cabeza. Su vida dependía del capricho de Da Silva.
Y Marcia lo sabía perfectamente.
El gobernador no había dejado de recordarle el favor concedido y la gratificación que esperaba, sin una palabra altisonante ni una cara larga, pero con la constancia y la vehemencia del que se cree en su derecho. En dos ocasiones la había invitado a compartir una merienda en su mansión, y las dos Marcia se había escusado.
Días después de la salida de la flota de Strozzi, con la disculpa de tratar sobre los impuestos que le correspondía pagar a la familia Henriques, la citó en la Cámara de Angra, adonde Marcia se presentó en compañía de Geraldo, que era quien estaba al frente de la economía familiar. Don Manuel improvisó, con ayuda de su fiel Camargo, una serie de minucias referidas al monto de sus rentas y el diezmo correspondiente.
—¡Por vida!, excelencia, pretendéis rascar donde no hay —dijo al cabo de un rato su hermano—. Sabéis que, a causa de la guerra, el comercio ha menguado y los precios han subido, con la merma y estrecheces que esto supone para los habitantes de la isla.
—Lo sé, señor Henriques, no os exaltéis. —Al gobernador no le gustaba que le alzasen la voz: en Terceira no había más gallo que él. Con permiso del rey, claro—. Pero este es el momento de hacer sacrificios y demostrar lealtades, no cuando don Antonio haya recuperado su reino. Entonces vendrá el de las mercedes y los beneficios.
Al salir de la Cámara, Da Silva retuvo la mano de Marcia y se inclinó para besarla con mucha ceremonia mientras le susurraba su impaciencia por gozar a solas de su compañía.
—Teneos, don Manuel. Estamos a la vista de cualquiera. Soy aún una mujer casadera y vos desatáis las lenguas por donde pasáis.
—Las malas lenguas.
—El mismo daño hacen todas. ¿Quién me querrá después de… de verme cubierta de injurias y sucios rumores? Incluso los míos renegarán de mí. ¿No creéis que antes debería formalizar un compromiso?
—Si ese es todo el problema, mi señora —Da Silva se detuvo y sus hombros comenzaron a temblar por efecto de la risa—, os prometo encontrarle pronto remedio. —A pesar de la alegría que brillaba en su rostro, Marcia sintió frío.
¿Qué podía hacer? Si continuaba esquivando a Da Silva, en cualquier momento podría cargar de cadenas a don Pedro y decretar su ejecución. Pero le repugnaba entregarse a él.
El imprevisto desembarco del rey y su entrada en Angra, que habían sido motivo de alegría y orgullo para todos los vecinos de la ciudad, para Marcia significó un respiro en el acoso del gobernador. Aunque un respiro engañoso.
Da Silva estaba tan solícito por cumplir los deseos de su rey que no se separaba de su lado. Lo acompañaba a las reuniones, le presentaba a los ricohombres y principales de la isla y le indicaba quiénes se habían destacado en el amparo de sus intereses. Lo ponía al tanto del gobierno de las Azores, de sus fuerzas y defensas y, sobre todo, de su economía. Le mostró con orgullo la casa donde se acuñaban los primeros escudos con la esfinge del rey Antonio I y también lo enteró de las medidas tomadas para garantizar la fidelidad del pueblo y de la dureza con que se castigaba a los que se le oponían de hecho, pensamiento u omisión. El rey lo felicitó con muy cumplidas palabras y le recordó que a los traidores, ni la hacienda ni la vida.
Pero precisamente el celo que el rey le exigía a don Manuel era lo que Marcia más temía, pues Da Silva no tardaría en emplear aquel argumento para presionarla.
2
La Diana entró en la bahía de Angra con la brisa de la tarde. En el puerto de las Pipas había una veintena de navíos que se había librado de la debacle de San Miguel. Más de la mitad no tenían daños apreciables, por lo que Gabriel supuso que ni siquiera habían entrado en batalla; unos cuantos presentaban averías en la jarcia y la arboladura, propios de escaramuzas a distancia; y solo dos o tres mostraban señales de haber mantenido duros combates borda a borda.
—Pocos podrán presumir de haber peleado más que nosotros —comentó Martín Robledo desde el alcázar, cuando anclaban la nao en la parte más exterior del puerto.
—¿Por qué lo decís? —preguntó el piloto Echevarría.
—Porque es posible que alguien nos haya visto rendirnos y quiera hacer incómodas preguntas —respondió Gabriel, que acababa de descubrir al Sacré de Dresnay fondeado junto al astillero de Prainha. Parecía haber sufrido bastante castigo.
Como si el capitán francés lo hubiera escuchado, al rato se acercó en una chalupa y subió a bordo. Después de los saludos y congratulaciones de rigor, lo interrogó sobre la intempestiva marcha y la posterior captura.
—Me ordenaron trasbordar hombres al Saint-Pierre y eso hice, capitán —le respondió Gabriel sin mostrar ningún temor—. Nada podía hacer después en aquella maraña, y menos contra las grandes naos que se nos estaban echando encima. Por eso nos alejamos de allí.
—Podíais haber socorrido al Black Crow, que fue capturado —insistió Dresnay. Pero aquella información, en lugar de inquietar a Gabriel, más lo tranquilizó, y...