Capítulo once
En menos de una semana, Lillian encontró una enorme casa con amplías galerías que se arrendaba en el District Garden, y Randolph se alegró de que estuviera más lejos aún del aserradero, porque a May no tardaría en notársele su embarazo. Él y la criada habían acordado contar la historia de que un blanco se había aprovechado de ella en Tiger Island. Ella le explicó que, en el sur, cuando se dice algo así, nadie pregunta nada más.
Randolph empezó a coger el tren correo del sábado por la tarde a Nueva Orleans y, al cabo de unas semanas, él y Lilian habían establecido una rutina. A las diez él llegaba a la casa de Prytania Street, donde ella le tenía preparado un baño caliente; y después, tomaban unas copas y hacían el amor. Cada viaje era un retorno a la civilización y a él le sorprendía bajarse del tren y ver gente que no apestaba en exceso, que no estaba salpicada de barro y estiércol y que no se paseaba con sierras de corte transversal y dientes plateados balanceándose sobre sus hombros.
Le parecía que la casa que Lillian había alquilado era excesivamente lujosa, tan luminosa —con sus medallones de escayola, paredes de color marfil, apliques de latón y puertas de cristal biselado— que le hacía daño a los ojos. Sin embargo, la profunda bañera de porcelana era una auténtica bendición, y le encantaba poder levantarse después del baño sin llevar en las posaderas las marcas del galvanizado y un número tres impreso.
Los domingos iban paseando a la iglesia por aceras de verdad, pero Randolph miraba continuamente al suelo, esperando encontrarse una serpiente mocasín de agua en cualquier recoveco soleado. El pastor era muy elegante y muy lúcido, rectilínea la espalda y rectilíneos sus razonamientos. Al gerente le parecía una refinada inteligencia a la que habían contratado por una elevada suma, y el aire que teñían los colores de las vidrieras lo encontraba perfumado de lógica.
Lillian empezó a hacerse a la cultura de Nueva Orleans, al calor del mediodía y al picante de las comidas. Él había tenido miedo de que ella se sintiera sola y echara de menos su casa, pero parecía feliz de vivir por su cuenta, alejada tanto de su desabrida familia como de su suegro, quien últimamente no dejaba de sermonearla sobre la responsabilidad y el dinero. No solo no se quejaba ya de que Randolph fuera aburrido, sino que manifestaba con frecuencia lo orgullosa que se sentía de lo que él estaba intentando hacer por Byron. Él pensaba que incluso el cutis de ella había mejorado con la humedad.
El domingo por la noche él se subía a uno de los ventilados vagones del tren correo, rumbo al oeste, donde volvía a adentrarse en la oscuridad. El tren atravesaba fantasmagóricos campos de cultivo, en terrenos de aluvión junto al río; seguía por prados asolados por el agua que conducían a las ciénagas, donde todo se enlentecía como un reptil al acecho y los árboles que bordeaban la vía devolvían el estrépito que producían las ruedas del tren. Poachum estaba a solo un centenar de kilómetros de los tranvías, las bandas de jazz, la religión sensata y los teatros perlados de cientos de bombillas; pero cuando se bajaba del tren en aquella estación, cuya única iluminación era la estela de luz que dejaba el faro de la locomotora al alejarse, le parecía que el asentamiento se encontraba en medio de las junglas de Brasil.
Todos los preparativos de venta que antes hacía los domingos tuvo que trasladarlos a otro día de la semana. Un lunes de principios de octubre, una hora antes de lo habitual, la criada lo despertó clavándole los finos dedos en su torneado bíceps.
—¿Qué? —Él ni siquiera la veía.
—Tiene un emparejamiento esperándole.
Se frotó los ojos con el dorso de las manos durante medio minuto.
—Ay, Señor…
—Los hombres están en el porche.
Se sentó en la cama, se puso la ropa y las botas y en la puerta de la casa ella le dio un farol. Dos peones de serrería de semblante serio y barba poblada y Byron, con gesto adusto y en silencio, lo acompañaron en dirección al almacén. Randolph sacó una enorme llave, que se plegaba como una navaja, y abrió la puerta del almacén. Los dos barbudos entraron y al poco volvieron con una cocina embalada que cargaron en un carro de dos ruedas tirado por una mula. Byron se sentó en la parte de atrás con las piernas colgando y su sombrero de paja de cowboy inclinado sobre los ojos. Cuando llegaron a la última cabaña de la zona de los negros, una luz grisácea empezaba a despuntar por encima de las copas de los árboles. Un enorme leñador negro con unos pantalones de peto nuevos los esperaba de pie, entre la cabaña y el camino lleno de surcos, y junto a él, una mujer de hombros caídos y la cabeza envuelta en un turbante rojo los miraba de refilón. Los peones rompieron el embalaje con unas mazas delante de la cabaña y montaron la cocina, apretando las tuercas con los dedos. Cuando acabaron de poner las placas de las hornillas y metieron en el agujero de una el gancho para levantarlas, se giraron, se separaron de la cocina y adoptaron el papel de testigos.
El gerente se acercó y carraspeó mientras intentaba recordar los nombres.
—Led Williams, ¿quieres que esta cocina entre en esta casa?
—Sí, señor —dijo el hombre, asintiendo con ademán solemne.
—Nellie Jones, ¿quieres tú también que esta cocina entre en esta casa?
La mujer apoyó una mano en la cadera y miró al gerente a los ojos.
—Pues claro —dijo, escupiendo con destreza sobre la larga sombra de la cocina.
Randolph hizo un gesto a los hombres, que cogieron la cocina, la metieron en la cabaña, la llevaron hasta el fondo y la depositaron debajo de un tubo de arcilla nuevo que se había colocado en la pared para la salida de humos. Cuando salieron, el hombre y la mujer subieron el peldaño de la puerta y se quedaron en el umbral, mirando hacia fuera.
Randolph sintió la necesidad de elevar las manos hacia el cielo, y así lo hizo. Entonces no supo qué decir y se sintió como un pagano conjurando a las nubes. Por fin, les dijo:
—Ahora estáis juntos. Supongo que sabéis lo que eso significa. —Bajó las manos—. Enhorabuena.
—Gracias, señor —dijo el hombre. La mujer asintió una vez con la cabeza, lanzó otro escupitajo marrón sobre la tierra y se metió al fondo de la cabaña.
Byron se puso el sombrero e hizo un gesto señalando a la puerta.
—No volveré a tener más problemas con él en el saloon. Va a ser ella la que lo haga andar derecho.
—¿Tú crees?
—Mucho mejor que yo —dijo subiéndose al carro.
Randolph volvió a su casa y se puso a desayunar, mientras miraba continuamente a May de reojo.
—Es el cuarto emparejamiento que hago. ¿Cómo se hace con los divorcios?
Ella le sirvió más café con una mano y una cucharada de nata con la otra.
—Tiene que buscar a alguien que lance la cocina fuera de la casa. Al hombre lo envía de vuelta a los barracones y a la mujer le da un billete de tren para volver con su mamá. Y tiene que comprar también billetes para los críos.
—¿Eso es todo?
Ella se quedó pensativa un momento y sus preciosos ojos moteados de oro flotaron entre él y la ventana.
—¿Y qué más podría pasar?
Él abrió por la mitad un esponjoso panecillo.
—¿Cuánto tiempo estuviste casada?
Ella frunció los labios y lo miró a la cara.
—¿Puedo sentarme?
Él miró detrás de sí, a través de la puerta mosquitera.
—No lo está vigilando nadie —dijo ella en tono compungido, mientras separaba una silla de la mesa para sentarse—. Me casé con un chico guapo y listo de Shirmer. Era un hombre bueno, mulato, se llamaba James. Vinimos aquí a trabajar y él se gastó dos dólares para que nos casara un pastor. Tuvimos que ir al pueblo para firmar papeles, porque él quería que todo estuviera en regla. A los tres meses, iba en el tren maderero, se cayó entre dos vagones y se le quedó enganchado un pie que se amputó por encima del tobillo. —Frotaba las manos con el delantal, como si estuviera quitándose algo de los dedos—. Yo hice todo lo que pude, pero no paraba de sangrar. El señor Byron vino e intentó hacerle lo que le habían enseñado en la guerra, pero no mejoraba. A los dos días la fiebre era muy alta y pedí que alguien lo llevara a Tiger Island. —Miró por la ventana de la cocina—. Me enteré entonces de que el médico de allí no atendía a negros. El señor Jules consiguió arreglar las cosas para que lo pudieran trasladar en el vagón de equipajes a Nueva Orleans, pero se murió la mañana que iba a ir.
Randolph empujó la taza de café al centro de la mesa e hizo un gesto.
—Lo siento.
Ella lo miró.
—Aprendí algo de aquello. —Alargó el brazo, cogió el plato vacío de él y lo puso en su regazo—. Sé quién soy y no me avergüenzo de ser negra. Pero también sé qué aspecto tengo y sé que el principal motivo por el que la gente sabe que soy negra es mi padre. Cuando él no esté, podré prescindir de eso y salir adelante. —Se levantó y echó el plato en la pila—. No quiero seguir siendo alguien a quien un médico se niega a tocar. Ni hablar.
Él se levantó, se acercó a ella y observó su cara.
—Podrías pasar por…, y cuando puedas irte de aquí, te conseguiré un empleo en otro sitio.
Ella estaba llorando, así que él le cogió los dedos y le apretó el dorso de la mano con el pulgar.
—El señor Jules me dio la idea el año pasado —dijo ella—. Decía que, arriba en el norte, algunos de la gente bien son judíos, españoles y de muchos otros tipos por los que yo podría pasar.
—¿Estuviste hablando con Jules?
Ella asintió, miró su mano en la de él y se enderezó.
—Algunos días antes de que lleg...