La duquesa de Langeais
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La duquesa de Langeais

  1. 208 páginas
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La duquesa de Langeais

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La duquesa de Langeais (1834) ocupa un lugar singular entre la vasta producción de Honoré de Balzac, dentro de la trilogía Historia de los Trece, insertada después en La comedia humana. Representa un acercamiento sereno y riguroso al mundo de la pasión amorosa, en el cual la expresión de losentimental está sometida a un control narrativo absoluto y a una alta exigencia formal; la claridad y originalidad de su estructura, además, le conceden una posición única en el Romanticismo tardío, y en los umbrales de la gran narrativa balzaquiana. Enmarcada en el ambiente decadente de la aristocracia del faubourg Saint-Germain, el narrador nos conduce al salón y al tocador de Antoinette, la duquesa de Langeais, donde nos ofrece una detallada descripción de la danza de seducción entre los protagonistas de la novela, ella una jovencoqueta que triunfa en los salones aristocráticos, él, Armand de Montriveau, un general con una carrera militar exitosa. En esta trama, el lector se convierte en un voyeur que contempla de cerca escenas de la intimidad de otros, siguiéndolas con una mezcla de mórbido interés y de incomodidad, pero sin posibilidad de abandonar su lectura.

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Información

Año
2022
ISBN
9788446051480
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
LA DUQUESA DE LANGEAIS
A Franz Liszt[1]
[1] Balzac conocía personalmente al compositor Franz Lizst, y lo trató repetidamente (no sin roces) en los círculos sociales parisinos. La importancia de la música en esta novela justifica sobradamente la dedicatoria.
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Retrato de la duquesa de Langeais, ilustración de Bertal y J. Caqué, en Obras completas de H. de Balzac,
La comedia humana, tomo IX, París, 1843.
CAPÍTULO PRIMERO
La hermana Thérèse
En una ciudad española situada en una isla del Mediterráneo existe un convento de carmelitas descalzas, donde la regla de la Orden instituida por santa Teresa se ha conservado con el rigor primigenio de la reforma debida a esta ilustre mujer[1]. Es un hecho cierto, por extraordinario que pueda parecer. Aunque casi todas las casas religiosas de la península y del continente hayan sido destruidas o azotadas por los estallidos de la revolución francesa y de las guerras napoleónicas, esta isla ‒constantemente protegida por la marina inglesa‒, su rico convento y sus pacíficos habitantes se encontraron al abrigo de las turbaciones y expolios generales. Las tormentas de todo tipo que agitaron los primeros quince años del siglo XIX se quebraron así ante ese peñasco, poco distante de las costas de Andalucía. Si el nombre del emperador llegó a ser mencionado en esa playa, es dudoso que su fantástico cortejo de gloria y las brillantes majestades de su vida meteórica fueran comprendidos por las santas mujeres arrodilladas en ese claustro. Una rigidez conventual que nada había alterado prestigiaba a este asilo en todos los anales del mundo católico. La pureza de su regla también atrajo desde los puntos más alejados de Europa a mujeres tristes cuya alma, despojada de toda atadura humana, suspiraba por ese largo suicidio consumado en el seno de Dios. Ningún convento resultaba, por otra parte, más favorable para desprenderse completamente de las cosas mundanas, como exigía la vida religiosa. Sin embargo, se ven en el continente un gran número de estas casas magníficamente edificadas de acuerdo con su propósito. Algunas se hallan sepultadas al fondo de los valles más solitarios; otras, suspendidas sobre las montañas más escarpadas o colgadas al borde de un precipicio; el hombre ha buscado por todas partes la poesía del infinito, el solemne horror del silencio; en todas partes ha querido situarse lo más cerca posible de Dios: le ha buscado sobre las cimas, al fondo de los abismos, al borde de los acantilados, y le ha encontrado en todas partes. Pero en ningún otro lugar aparte de esa roca a medias europea, africana a medias, podían encontrarse tantas armonías distintas convergiendo para elevar tan bien el alma, para compensar sus impresiones más dolorosas y templar las más vivas, para hacer un lecho profundo a las penas de la vida. Ese monasterio fue construido al extremo de la isla, en el punto culminante del peñasco que, por efecto de la gran revolución de la Tierra, está partido en seco por el lado del mar, donde, en todos sus puntos, muestra las aristas vivas de sus estratos ligeramente erosionadas al nivel del agua, pero infranqueables. Esa roca se encuentra protegida de todo ataque por los peligrosos escollos que se prolongan a lo lejos, y en los que retoza el oleaje brillante del Mediterráneo. Hay que hallarse en el mar, pues, para percibir los cuatro cuerpos del edificio cuadrado cuya forma, altura y oberturas han sido minuciosamente prescritas por las leyes monásticas. Por el lado del pueblo, la iglesia oculta enteramente las sólidas construcciones del claustro, cuyos techos están cubiertos por grandes losas que los hacen invulnerables a las ráfagas del viento, a las tormentas y a la acción del sol. La iglesia, debida a la generosidad de una familia española, corona el pueblo. La fachada audaz, elegante, proporciona una amplia y bella fisonomía a esa pequeña ciudad marítima. El aspecto de una villa cuyos techos amontonados, casi todos dispuestos en anfiteatro ante un hermoso puerto, coronados por un magnífico pórtico con un tríglifo gótico, con campanarios, con torres menudas, con agujas talladas, ¿no es un espectáculo impregnado de todas nuestras sublimidades terrestres? ¡La religión dominando la vida y ofreciendo constantemente a los hombres el fin y los medios, imagen muy española, por cierto! Situad este paisaje en medio del Mediterráneo bajo un cielo ardiente; acompañadlo de palmeras, de varios árboles desmedrados pero vivaces que mezclan sus verdes frondosidades agitadas con el follaje esculpido de la arquitectura inmóvil. Ved las franjas del mar blanqueando los arrecifes y contrastando con el azul zafiro de las aguas; admirad las galerías, las terrazas construidas sobre cada casa, donde sus habitantes van a respirar el aire del atardecer entre las flores, entre las copas de los árboles de sus pequeños jardines. Además, en el puerto, algunas velas. Escuchad, en fin, en la serenidad de una noche que comienza, la música de los órganos, el canto de los oficios y los sonidos admirables de las campanas en plena mar. Ruido y calma en todas partes, pero generalmente calma por doquier. En su interior, la iglesia se dividía en tres naves sombrías y misteriosas. Sin duda, la furia de los vientos había prohibido construir lateralmente esos arbotantes que ornamentan casi siempre las catedrales, y entre los cuales se realizan las capillas, de modo que los muros que flanqueaban las dos naves pequeñas y sostenían ese bastimento no difundían luz alguna. Esas fuertes murallas presentaban al exterior el aspecto de sus masas grisáceas, apoyadas regularmente sobre enormes contrafuertes. La gran nave y sus dos pequeñas galerías laterales estaban sólo iluminadas por el rosetón de vitrales coloridos, adherido con un arte milagroso a la parte superior del pórtico, cuya exposición favorable había permitido el lujo de los encajes de piedra y de las particulares bellezas del orden inadecuadamente llamado gótico. La mayor parte de esas tres naves estaba entregada a los habitantes de la villa, que iban a oír la misa y los oficios. Delante del coro se encontraba una reja tras la que colgaba una cortina parda con numerosos pliegues, ligeramente entreabierta por la mitad, de manera que sólo dejaba ver el oficiante y el altar. La reja estaba separada, a intervalos iguales, por pilares que sostenían una tribuna interior y los órganos. Esta construcción, en armonía con los ornamentos de la iglesia, representaba exteriormente, en madera esculpida, las pequeñas columnas de las galerías soportadas por los pilares de la gran nave. Así, a un curioso tan valiente como para subir a la estrecha balaustrada de esas galerías, le habría sido imposible ver en el coro nada más que las largas ventanas octogonales y coloreadas que se elevaban en paneles iguales, alrededor del altar mayor.
Durante la expedición francesa realizada en España para restablecer la autoridad del rey Fernando VII, y después de la toma de Cádiz[2], un general francés que había llegado a la isla para que se reconociera allí el gobierno real, prolongó su estancia en ella con el objetivo de ver ese convento, y encontró la forma de introducirse en él. La empresa era verdaderamente delicada. Pero un hombre de pasión, un hombre cuya vida no había sido, por así decir, más que una sucesión de poesías en acción, y que siempre había hecho novelas en lugar de escribirlas, un hombre ante todo resolutivo, debía sentirse tentado por algo en apariencia imposible. ¿Abrirse legalmente las puertas de un convento de mujeres? El papa y el arzobispo metropolitano no se lo hubieran permitido. ¿Emplear la astucia o la fuerza? En caso de indiscreción, ¿eso no supondría perder su estado, toda su fortuna militar, y errar el objetivo? El duque de Angulema estaba aún en España y, de todas las faltas que pudiera cometer impunemente un hombre apreciado por el capitán general, tan sólo aquella le habría hecho inmisericorde. Ese general había solicitado su misión a fin de satisfacer una curiosidad secreta, aunque ninguna curiosidad haya sido jamás tan desesperada. Pero esta última tentativa era un asunto de conciencia. La casa de esas carmelitas era el único convento español que había escapado a sus pesquisas. Durante la travesía, que no duró una hora, se elevó en su alma un presentimiento favorable a sus esperanzas. Además, aunque no había visto más que las murallas del convento, aunque no había ni siquiera divisado los hábitos de las religiosas, a pesar de que no había escuchado más que los cantos de la liturgia, encontró bajo esas murallas y en esos cantos ligeros indicios que justificaron su frágil esperanza. En fin, por leves que fuesen unas sospechas tan extrañamente despertadas, ninguna pasión humana había sido nunca más violentamente sugestionada que la curiosidad del general en aquel momento. Pero los pequeños acontecimientos no existen para el corazón; este todo lo engrandece; pone en la misma balanza la caída de un imperio de catorce años y la caída de un guante de mujer, y casi siempre el guante pesa más que el imperio. Pues bien, he aquí los hechos en toda su positiva simplicidad. Tras los hechos vendrán las emociones.
Una hora después de que el general hubiera abordado ese islote, fue restablecida en él la autoridad real. Algunos españoles constitucionales que se habían refugiado allí nocturnamente después de la toma de Cádiz se embarcaron en un navío que el general les permitió fletar para marcharse a Londres. No hubo allí, pues, ni resistencia ni reacción. Esa pequeña restauración insular no podía quedar sin una misa, a la que debieron asistir las dos compañías encargadas de la expedición. Ahora bien, en su desconocimiento de la clausura de las Carmelitas Descalzas, el general había esperado poder obtener, en la iglesia, algunas indicaciones sobre las religiosas encerradas en el convento, una de las cuales le era quizá más querida que la vida y más preciosa que el honor. Sus esperanzas fueron, de entrada, cruelmente defraudadas. La misa fue, en verdad, celebrada con pompa. Favoreciendo la solemnidad, las cortinas que habitualmente escondían el coro fueron abiertas y dejaron ver las riquezas, los preciosos paneles y los relicarios ornamentados con pedrería, cuyo resplandor eclipsaba el de los numerosos exvotos de oro y plata atados a los pilares de la gran nave por los marineros de ese puerto. Todas las religiosas estaban refugiadas en la tribuna del órgano. Sin embargo, a pesar de ese primer fracaso, durante la misa de acción de gracias, se desarrolló generosamente el drama más secretamente interesante que jamás haya hecho latir el corazón de un hombre. La hermana que tocaba el órgano suscitó un entusiasmo tan intenso que ninguno de los militares se arrepintió de haber ido al oficio. Los soldados encontraron incluso placer en él, y todos los oficiales estuvieron encantados. En cuanto al general, permaneció tranquilo y frío en apariencia. Las sensaciones que le causaron los distintos fragmentos ejecutados por la religiosa son del pequeño número de cosas cuya expresión está prohibida a la palabra, dejándola impotente, aunque tales sensaciones, parecidas a la muerte, a Dios, a la Eternidad, no pueden apreciarse más que en el leve punto de contacto que tienen con los hombres. Por una casualidad singular, la música de los órganos parecía pertenecer a la escuela de Rossini, el compositor que ha transportado más pasión humana al arte musical y cuyas obras inspirarán algún día un respeto homérico por su número y extensión. Entre las partituras debidas a ese hermoso genio, la religiosa parecía haber estudiado más particularmente la del Moisés[3], sin duda porque el sentimiento de la música sagrada se encuentra expresado allí en su mayor grado. Quizá esos dos espíritus, uno tan gloriosamente europeo, el otro desconocido, se habían encontrado en la intuición de una misma poesía. Tal era la opinión de dos oficiales, verdaderos dilettanti, que sin duda echaban de menos en España el teatro Favart[4]. Por fin, en el Te Deum, fue imposible no reconocer un alma francesa en el carácter que la música tomó de repente. El triunfo de Su Majestad Cristianísima provocaba evidentemente la alegría más intensa en el fondo del corazón de la religiosa[5]. Sin duda, era francesa. Pronto estalló el sentimiento de la patria, surgió como un haz de luz en una réplica de los órganos en que la hermana introdujo motivos que respiraron toda la delicadeza del gusto parisino, y con los que se mezclaron vagamente los pensamientos de nuestras más bellas tonadas nacionales. Unas manos españolas no hubieran puesto, en ese gracioso homenaje rendido a las armas victoriosas, el calor que acabó por revelar el origen de la intérprete.
—Entonces, ¿Francia está en todas partes? –dijo un soldado.
El general había salido durante el Te Deum; le había sido imposible escucharlo. La interpretación de la organista le revelaba una mujer amada con embriaguez, que se había sepultado tan profundamente en el corazón de la religión y escondido tan cuidadosamente de las miradas del mundo, que había escapado hasta entonces de búsquedas obstinadas, hábilmente realizadas por hombres que disponían de un gran poder y de una inteligencia superior. La sospecha levantada en el ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Contraportada
  4. Legal
  5. Introducción
  6. Cronología
  7. La duquesa de Langeais
  8. Publicidad