PRIMERA PARTE
FILOSOFÍA MORAL
I. DIOS Y LIBERTAD
¿CUÁNTOS SOMOS?
La primera vez que nos hemos dirigido esta pregunta nos ha contristado profundamente. Hemos visto a Pío IX arrepentirse de haber bendecido el estandarte de la libertad. Hemos visto en el campo liberal algunos creyentes sin prestigio entre los suyos. Hemos visto entre los hombres religiosos algunos sacerdotes perseguidos, oscurecidos, calumniados, arrepentidos o inmolados por sus opiniones favorables a las reformas políticas. Hemos oído la carcajada del pueblo al hablarle de religión. Hemos oído el anatema del clero al hablarle de libertad. Hemos recordado que para el santo arzobispo de París, mártir de la caridad que vertió su sangre por el pueblo, no ha habido un canto, ni una corona, ni un monumento, y hemos vuelto a preguntarnos ¿cuántos somos? y el dolor y el desaliento han estado a punto de apoderarse de nuestra alma.
Dios nos ha dado fuerza para proseguir nuestro análisis y al fin hemos hallado motivo de esperanza y de consuelo.
Los primeros albores de la libertad en nuestra patria iluminan las privilegiadas cabezas de Muñoz Torrero, Gallego y Oliveros. He aquí, entre otros, tres sacerdotes, intrépidos campeones de las libertades públicas, los que más alta elevan su voz en favor de la libertad del pensamiento. Más tarde el jefe de la Iglesia enarbola en el Vaticano la bandera de la libertad y Balmes, la primera cabeza del clero español contemporáneo, escribe antes de morir su Pío IX.
No era la obra de un hombre reunir lo que tantos siglos, tantos crímenes, tantos intereses y tantos errores habían separado. Después de haberse abrazado el pueblo y el Rey-Pontífice, se hicieron la guerra: el rey buscó aliados entre los fuertes, el pontífice lanzó los rayos del Vaticano sobre la bandera de la libertad y bendijo los estandartes de los que la combatían. ¿De quién fue la falta? De todos, o mejor dicho de ninguno, el mal venía de las cosas. No está en la mano de ningún hombre, repetimos, dar a los gobiernos y a las masas esos hábitos de moderación y de justicia que significan libertad para el poder y orden para el pueblo. Pasado el primer momento de entusiasmo se echa de ver en los unos la altanería de los tiranos, y en los otros la insolencia de los esclavos. Se admiran aquellos de que la concesión quiera convertirse en derecho, no comprenden estos como se llama al derecho concesión, y todos murmuran. Los unos olvidan que las concesiones han sido necesarias y vuelven la vista hacia los tiempos en que lo podían todo, los otros se olvidan de que hace un momento no tenían nada, todos convierten lo imposible en bello ideal, y ninguno aprende la moderación sino en la escuela del infortunio.
Cuando una corriente contenida por mucho tiempo arrastra al que aparta el dique, no es culpa suya ni del que quita el obstáculo, sino del que lo creó. En pueblos que no están preparados para la libertad, los primeros reformadores sucumben o vuelven a ser tiranos.
Pero de que Pío IX no hizo lo imposible ¿deberá concluirse que nada hizo? Los grandes hechos sociales tienen siempre una alta significación, y no son nunca inútiles. La lucha latente o manifiesta, la oscuridad y el dolor, han vuelto a reinar en las regiones de la fe religiosa y de la fe política. Pero no es por eso menos cierto que un día, un bello día bendito e inmortal, el pontífice romano, después de muchos siglos de alianza con los reyes, la rompió para hacerse aliado de los pueblos, se pasó del lado de los opresores al de los oprimidos, bendijo al pueblo, que se arrodilló por respeto y gratitud, no por espíritu servil. Los pensadores le saludaron, los entusiastas le aplaudieron, le cantaron los poetas, y él divinizó la libertad cubriéndola con el sagrado manto de la religión. ¡Oh, Pío IX!, y como era sublime tu figura escribiendo los derechos del hombre en el altar como una cosa sagrada, diciendo a los ateos creed y a los fanáticos pensad, arrancando a la intolerancia su último asilo, vivificando la yerta filantropía, con la caridad divina y exclamando «Venid a mí los oprimidos y los tristes de la tierra, yo os ofrezco justicia, resignación y esperanza. Yo vuelvo a confundir, como el Apóstol de las gentes, el amor de Jesucristo y el amor de los hombres, el espíritu de Dios y la libertad».
Pasó aquel inolvidable día, pasó breve como un hermoso sueño, vino Satanás y nos llevó a todos sobre la montaña y no pudimos resistir a la tentación. La discordia soplando con su aliento de fuego abrasó el árbol de vida que habías plantado, pontífice reformador, y los siete ángeles del Apocalipsis derramaron sobre la tierra las siete copas llenas de la cólera de Dios. Hubo sangre y estrago y desolación, y un inmenso alarido de las víctimas, y una carcajada inmensa de los verdugos. Luego el ruido de una losa que cerró una sepultura, después el silencio de la muerte.
Roma vil, ¡Roma sublime! Roma esclava, ¡Roma señora del mundo! Roma corrompida, ¡Roma virtuosa! Roma fuerte, ¡Roma débil! Roma vencida por todos, ¡Roma invencible! ¡Roma conquistadora sobre cuyo cuello todos los Conquistadores han puesto el pie! ¡Roma orgullo y vergüenza de la humanidad! ¡Roma de los cónsules, de los césares y de los papas! ¡Roma la eterna! Dios solo sabe si en la balanza de la divina justicia pesará más el bien o el mal que hiciste a los hombres, pero la intención de tu señor de ahora de darte la libertad a ti y al mundo, el ejemplo, la consagración del derecho por el pontífice tu rey, es una obra meritoria por la cual te serán redimidos muchos pecados.
En la sociedad como en el individuo, la voluntad precede a la acción, y el deseo de realizar una reforma precede a veces muchas generaciones o muchos siglos al poder de llevarla a cabo. Pío IX representa esa voluntad de cegar el abismo que separa la fe religiosa y la fe política, el vehemente deseo de escribir en una misma bandera religión y libertad. Sus vicisitudes, sus faltas, si las ha cometido, quédense para ocupar a esa narradora locuaz, parcial e impertinente que se llama historia contemporánea; la verdadera historia, la que refiera los errores, las amarguras y los progresos de la humanidad consignará tan solo que a mediados del siglo XIX el mundo católico dio un gran paso hacia el bien, que el jefe de la iglesia quiso marchar el primero por la vía de las reformas, y que salió el grito de libertad de esa Roma, donde la tiranía iba a templar las cadenas de todos los pueblos cristianos.
Cuando en la región de los hechos que se llama mundo oficial se proclama una verdad, y quiere realizarse, esta verdad ha sido meditada y sentida por un gran número de pensadores y hombres de corazón. El mundo práctico, está rodeado de terribles barreras, que levantan el interés y el error. Para salvarlas no basta la fuerza de un solo hombre, quien quiera que él sea. Se necesita eso...