El obispo leproso
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El obispo leproso

  1. 135 páginas
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El obispo leproso

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Información del libro

El obispo leproso es una novela de corte social del escritor Gabriel Miró. Continuación de los hechos narrados en «Nuestro padre San Daniel», sigue la historia de un sacerdote aquejado de lepra y enamorado de una de sus feligresas, con la cuidad de Orihuela (bajo el pseudónimo de Oleza) como trasfondo.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726508994
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

- VI -

Pablo y la Monja

I. Tribulaciones

Don Jeromillo se descansó en los viejos travesaños del locutorio, mojándolos del sudor de sus dedos. Se le movían las quijadas y las sienes, dentellando por el trabajo de entender los conflictos de la madre.
La madre apartose un poco de la red.
-Quiso la clavaria que todo se lo contásemos al señor penitenciario y al padre Bellod; y el penitenciario nos dijo que no encontraba en la señorita Valcárcel a sor María Fulgencia...
-¡Leñe, que no!
-Ella estaba delante. El padre Bellod refería ejemplos de mucho espanto. Sor le miraba sin respirar. Daba compasión, y la llevé a recreo para que se consolase con las hermanas jóvenes, y allí sacó del pecherín una bolilla de cera, y en la bolilla, Jesús mío, en la bolilla vimos el rostro del padre Bellod, que la sor estuvo labrando con sus uñas mientras él nos angustiaba con su palabra.
-¡Buena moza de Murcia!
-¡Yo quisiera que acudiésemos a Su Ilustrísima!
-¡Vaya que sí! ¡Su Ilustrísima es un sabio!
-Por ser quien es, le pido que usted le visite y le hable.
-¿Que yo le visite? ¡Su Ilustrísima está enfermo, todo vendado!
-¡Ay, don Jeromillo!
-¡Ni para qué Su Ilustrísima, teniendo a don Magín! ¡Don Magín es un sabio!
-¡Muchos son los sabios y ninguno nos remedia!
-¡A don Magín se lo traigo yo a rempujones!
Y don Jeromillo escapose, botando del contento de escapar.
Le recibió en la calle una lluvia traspasada de sol. Oleza se le ofreció tierna y olorosa como un huerto de piedra.
Corría tan aturdido, que no pudo pararse donde iba.
-¿Qué te recome que ni siquiera miras estos portales?
Y don Magín, acodado en su ventanal, le mostró su hermosa tabaquera desbordante de una espuma de algodones.
-¡Sube y llégatela al oído, y la sentirás como una caracola!
Arremangose el hábito don Jeromillo para brincar mejor por la escalera, y desde la colaña le gritó el párroco:
-¡Pues en acabando la lluvia la abriremos entre mis rosales y verás la volada de mis palomicas de la seda, y después merendaremos!
Se apuñazó don Jeromillo su frente pecosa, y fue diciendo el recado de la madre.
Don Magín se complacía en su cajuela conmovida de un recóndito zumbo, pero apiadose del apuro y renunció a las delicias prometidas.
No iba tan ahína como era menester, porque a todos saludaba y a todos se volvía, y se estuvo mirando la nube que se descortezó y se rajó como una piña de ascuas.
Los follajes del jardín monástico se hinchaban nuevos y rotundos en el azul, y el hastial de la Visitación se regocijó de sol poniente.
Del deslumbramiento de la tarde de julio pasaron a la penumbra malva del locutorio, quietecito y fresco como una cisterna. Arrimó don Magín su paraguas a una consola que tenía dos floreros planos de rizos de oro, un quinqué de bronce, un álbum de muestras de randas de bolillos y un jarro de loza con su haz de azucenas. Se recostó en un butacón de funda planchada y puso su frontal dentro de sus manos tan sensuales, tan elocuentes. Así se entregó a las tribulaciones de la monja.
-...Ya me da miedo la duda de si Nuestro Señor ha querido castigar nuestra vanagloria. ¡Fue demasiada! Siempre diciéndonos que nuestro ostensorio sería la reliquia de mejores efectos en la salud del señor obispo. ¿Será posible que hasta de lo sagrado se aproveche el enemigo para nuestra perdición?
Don Magín alcanzó delicadamente un bohordo de azucenas.
-El padre Bellod nos culpa de frecuencia de locutorio. Nos repitió, con muchos santos, que aquí es donde peligran los ojos, los oídos y la lengua de las religiosas.
Levantó don Magín la faz enharinada de amarillo.
-Pero, madre, ¿estas azucenas son del huerto de ustedes?
-Sí, señor, que lo son. Está el jardín muy lindo desde que sor María lo cuida y le da sus lecciones al hortelano. ¿No lo vio cuando vino la señora infanta, que hubo dispensa de clausura? ¡Ay, no; bien recuerdo que no entró usted, sino el padre Bellod! Cortamos una vara de nardos para cada uno del cortejo.
-¡Yo digo azucenas!
-Azucenas, azucenas; pero también los nardos le agradarían; la flor bendita del perfume con que la santa mujer ungió los pies del Salvador. ¡Lástima que luego quebrara el vaso, que ahora podría servir de relicario precioso!
Este asunto exaltó a don Magín.
-¡Ha caído usted en pobres errores!
-¡Ay, don Magín!
-Aquel ungüento se hacía del nardo indio y siriano; así lo llama Dioscórides, según se criara la planta en la vertiente del monte que se inclina a la India o en la que se vuelve a la Siria. ¿Piensa usted que ya no hubo más especies de nardos? Pues, sí, señora; pero la legítima era el nardum montanum, nardum sincerum. El aceite más fino y fragante lo hacían en Tarsis, aprovechando las espigas, las hojas y las raíces. Usted hablaba de la flor. Engañosa apariencia. De las raíces, de las raíces salía el mejor ungüento, y dice Plinio que alcanzaba el precio de las perlas: cuatrocientos denarios la libra de perfume; y ése tan rico fue el que mercó aquella hermosa mujer; porque sin duda era hermosa la que sabía tanto de olores. Guardábase en pomos o redomas de alabastro, que es la substancia que no deja que transpiren y se pierdan los aromas, y tenían un gollete sellado. ¡Dígame cómo había de verter el ungüento sino quebrando el tarro! De modo que no lo rompió por antojo de hembra delirante ni pródiga. Ese nardo de su huerto será una degeneración del índico. ¿De flor doble jaspeada? ¿De veras? El jacinto índico: nardus polyanthes tuberosa. Suele decírsele vara de Jessé. ¡La vara de Jessé en las manos del padre Bellod! ¿Qué hubiese dicho el ilustre señor de Lecour? -Y levantose y compuso su manteo.
-¿Es algún monseñor, algún príncipe de la Iglesia?
-No, señora; es un floricultor de Holanda que pasó recios afanes para criar la verdadera cebolla del nardo doble. Rodeó sus jardines de tapias muy altas, como un marido celoso. Antes que dar una de sus flores hubiese chafado todos sus planteles. ¡Y el padre Bellod, sin olfato, se lleva un racimo! -Y don Magín cogió su magnífico paraguas de Génova y su teja vislumbrante.
Apareció muy gozoso don Jeromillo, tomando incienso de una orza vidriada y desgranándolo en las navetas.
-¿Ya está? ¡Bien se lo prometí yo, madre!
Volviose el párroco suspirando; dejó su canalón y su paraguas, y gimieron otra vez los muelles del asiento bajo su pesadumbre.
-¡Siga, madre, siga!
La madre siguió:
-Por mi culpa, por mi grandísima culpa de acoger tan pronto a la sor nos vienen los desabores y sustos. Sor o la señorita Valcárcel se aprovecha de todas las vidrieras para mirarse, y hasta del portapaz se ha servido, al besarlo, como de un espejo. La vio la clavaria.
Pero sus noches, sus noches son irresistibles. Se siente el río y el viento como criaturas en pena que se paran llamándonos en cada celosía. Sor María Fulgencia y otras tres hermanas no duermen o gimen con pesadillas. Dicen que un arcángel se pasea por los dormitorios mirándolas...
-¡Duerman con luz!
-Con luz dormimos, don Magín. ¡A obscuras no sosegaríamos, porque a obscuras lo ven mejor!
-¿A quién?
-¡Al arcángel! El jueves se consumió la lámpara y tuvimos que rezar a gritos, mientras la clavaria, que es la más valerosa, se levantó enferma y desnuda para encender los cirios de la hornacina del santo fundador. ¿Es vida de religión o de condenación?
Pasábase don Magín los dedos por los párpados, por los carrillos, por la nuca, por las sienes, como si quisiera despertar y abrir sus entendederas; pero el olor de la navecilla, que se dejó el capellán de la casa junto al búcaro de la consola, podía más que la confidencia de los trabajos y adversidades. Tomó un grumo; lo deshizo entre sus palmas, y aspirándolas, prorrumpió:
-Este incienso, madre, este incienso no es del mismo que se quema en las otras iglesias de la diócesis. Es legítimo orobias, generoso en el brasero y en la mano; el que arde con humo inmaculado, tupido, vertical, de oblata pontificia.
-¿Y no será del que usted le regaló a don Jeromillo?
-¡Ya respiro!
-¿Cuándo respiraremos nosotras con holgura? Porque sor nos mira como si entre sus ojos y los nuestros hubiese alguien, ¡así como si siempre le viera!
-¿A quién?
-¡A él, al señor Mauricio, al señor capitán!
-¿Pero es que ese señor Mauricio, ese capitán es el arcángel?
-¡Ése, don Magín, ése! En sueños pronuncia sor su nombre y lo repiten las educandas.
¿Intentará el sacrilegio de subir, y ellas lo saben?
-El padre Bellod les diría que todo eso se impide con una navaja. Así lo remedió la abadesa Ebba cuando las hordas cercaron enardecidas el monasterio de Collinham. Juntó Santa Ebba el capítulo -todas sus monjas eran muy guapas-, y sacando de su túnica un cuchillo, les gritó: «¡Aquí tenéis con qué libraros de la insolencia de los hombres!».
-¿Se mató? ¡No es posible, Jesús mío! ¡Lo condenan los Santos Padres!
-No se mató: lo que hizo fue desnarigarse y rebanarse también los labios, y la imitaron sus hijas. Acometieron y asaltaron los enemigos la casa, y ni tocaron el sayal de las pobres mujeres, pero quemaron el convento con todas las castas criaturas. Tal vez la belleza hubiese ablandado el corazón de aquellas gentes.
-¡No podemos, don Magín, penetrar en los designios del Señor! -Y luego de un suspiro, dijo-: Es que algunas tardes toca la esquila del locutorio y se nos aparece el señor Mauricio en el rayo. ¡Cómo rechazarle siendo un enviado de tan altas prerrogativas! Mirándole y oyéndole se nos transfigura en un ser sobrenatural.
Don Magín recordó lo que cuenta Eusebio de Constantino en su Historia de la Iglesia. Constantino, de humilde y encendido creyente, va subiendo a una substancia y significación sagradas. Ya no es posible en el Imperio la religión dogmática y orgánica sin la voluntad, sin los mandamientos, sin la presencia del príncipe; él sabe y decide desde lo cominero y servil hasta lo jerárquico y teológico. Vienen a Palacio los obispos de su Consejo, los obispos áulicos y los obispos de las diócesis más remotas, tan encogidos algunos como nuestros capellanes rurales. Las magnificencias de la corte les deslumbran. El emperador, cubierto de púrpura, recamado de joyas, es una imagen celeste. No es un hombre, no es un obispo como ellos: es un ángel del Señor que les anticipa el goce del reinado de Cristo.
Parecida ilusión pudo exaltar a las buenas mujeres del monasterio de Nuestra Señora. Por primera vez en su encerrada vida contemplan un señor Mauricio, vestido de azul, con lumbres de plata, que ha caminado por las lejanías del mundo con una reliquia en sus manos. No es como don Jeromillo; no es como el hortelano ni el mandadero; no es como ningún hombre de Oleza. ¿Será un arcángel? ¡Es un arcángel! Y diciéndole arcángel, y repitiéndolo, la palabra infundía un estado fervoroso.
Un estado fervoroso contenido, de tiempo en tiempo, por otra menor categoría celestial: la de ángel.
-Sor habla con mucha pasión del ángel de Murcia. Dice que lo ha visto en Oleza y que trae uniforme de interno de «Jesús».
Levantose don Magín muy malhumorado.
-¡Que se decida ya esa moza!
Viéndole tan ceñudo y tan harto, se desconsoló más la madre.
-¡Ay, don Magín! ¿Es que ya se nos vino la perdición? ¿Ha de condenarse la sor para siempre, siempre? Santa Margarita de Cortona, después de haber sido pasto de no sé qué fuego, trocose en un Etna de amor de Dios en la Tercera Orden de San Francisco. Santa Pelagia, de mala mujer, acabó coronada de virtudes en Monte Olivete, con hábito de religioso y nombre de Pelagio. María, sobrina del santo abad Abraham, engañada por un falso y perverso monje, se abandonó a una vida de infamia; y su tío, disfrazado, la buscó y la restituyó con mucho ingenio al claustro y a la castidad más perfecta... Pues nuestra sor no ha caído para que no podamos esperar en la gracia. Bien me duele que todavía tenga gustos del mundo y ponga demasiadas ternuras en lo perecedero. A veces la he sorprendido compadeciéndose más de sus tórtolas que del prójimo: más que de la clavaria. ¡Oh Jesús, y cómo las ama, y las besa, y las acaricia!...
-¿Tórtolas?
-Dos tórtolas que trajo de su casa de Murcia. El padre Bellod nos aconsejó que las hirviésemos, y el señor penitenciario nos dijo que esas aficiones eran un peligro para la vocación. Prometió volver con don Amancio, de quien alaba su doctrina. ¡Ay, yo no sé! ¡Si ahora tuviésemos el relicario donde se guarda el corazón de Nuestro Padre San Francisco para ponérselo a sor en el costado!
-Eso las consolaría mucho; pero recojan el otro y devuélvanselo al señor capitán, ¡y se acabó el arcángel! -Y don Magín encendió un cigarro y fue oprimiéndolo con sus tenacillas de plata. Luego abrió la puerta de la sacristía, y en aquel instante presentose don Jeromillo.
-¡No se lo dije, madre! ¿Ahora sí que ya está?
-Para que así sea te necesito: vete a Palacio y que t...

Índice

  1. El obispo leproso
  2. Copyright
  3. - I -
  4. - II -
  5. - III -
  6. - IV -
  7. - V -
  8. - VI -
  9. - VII -
  10. Sobre El obispo leproso