Las cerezas del cementerio
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Las cerezas del cementerio

  1. 101 páginas
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Las cerezas del cementerio

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Información del libro

Las cerezas del cementerio es una obra de corte romántico del autor Gabriel Miró. La historia se articula en torno al personaje de Félix de Valdivia, en perpetuo estado de enamoramiento y en choque constante contra la intolerancia religiosa y la constreñida moral de su época.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726508932
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

- XVIII -

En la «Cumbrera»
La manta, dobladita; el cestillo de la comida, muy lleno, limpio y oloroso; los anteojos, sujetos a la cayada de cuento afilado; la linterna y unas viejas polainas; todo lo puso tía Lutgarda, la primorosa estanciera de Félix, encima de la mesa, mientras el sobrino dormía. Además le dejó escritos muchos avisos maternales y la súplica de que viniese pronto.
Estos cuidados conmovieron a Félix; pero, en seguida, le violentaron, llegando a entristecerle. ¡Jamás los quiso tío Guillermo en sus audaces aventuras! Obermann, los despreciaría. Obermann, abandona en su hospedería los dineros, el reloj, todo lo que pueda recordarle la pobre vida reglada de ciudad, y trepa solo por los Alpes; hambriento, cegado por la nieve, se pierde y se abandona a un alud que cae con trueno de castigo bíblico sobre un torrente...
Félix decidió no llevarse los gemelos. Es que le cansaba encerrar la mirada en esos tubos tan negros y le agobiaba el despedazar las perspectivas.
Todavía de noche vino su guía, que era el sereno de Posuna. Guardó el hombrecito las provisiones en sus bizazas de cuero; y encendidas las linternas, dejaron el casal.
A la izquierda del camino subía la sierra hosca y siniestra; al otro lado estaba el abismo, un infinito pavoroso del que surgían peñascales que negreaban espesamente sobre la negrura.
En un recodo de la senda desapareció el guía. La inmensidad devoraba su voz. Félix se inclinaba para mirar los precipicios. Lejos, descendían los cielos, y hasta en lo hondo se veía temblar las estrellas. Félix se imaginaba extraviado en la orilla del mundo.
Dentro del silencio de la fragosa soledad, se arrastraba el lamento de aves agoreras, y en las aguas remansadas de los barrancos sonaban, como si goteasen su canción, las dulces ocarinas de los sapos...
Traspuesta una cumbre, hallose Félix en un llano, y más sierras anchas, ondulantes sobre la claror del alba, se abrazaban remotamente. El sendero no estaba hendido en el roquedal; era blando, terrizo, fresco, y pasaba entre bancales paniegos, verdes y ruidosos del airecito del amanecer. Surgían de los sembrados las alondras, y desde el cielo desgranaban su cantiga. ¡Eso era un valle alejado, subido a los montes! Félix perdió la sensación de la altura.
Atravesado el terrazgo, presentose la abrupta inmensidad de las montañas, en cuyos hondones húmedos todavía habitaba la noche.
Félix tocaba gozosamente los romeros, alhucemas, sabinas y tomillos, llenos de rocío y de flores; y luego se pasaba las manos por su frente, por sus cabellos, por sus mejillas; tendíase encima de las matas, y al levantarse quedaba incensado de sierra, de alegría, de fortaleza, y antes que sus ropas y su carne perdiesen esa honrada fragancia la recogía de otras plantas nuevas. Todas, todas le tentaban; y acabó padeciendo insanamente, porque codiciaba tenerlas, exprimirlas y gozarlas todas, y se anticipaba el hastío de su delicia...
...Ya recibían las cumbres una tranquila coloración de sol, de ese sol reciente que al llegar a las sierras parece que descansa de su primera jornada y que allí se acuesta en silencio; y como ve que es buena su obra, sigue descendiendo.
Si el sol de la tarde dejaba en Félix resignación y tristezas acendradas, haciéndole imaginar países umbrosos y lejanos, salas desiertas, músicas apagadas, almas desvanecidas, todo el pasado; el sol nuevo era como un goce de huertos frescos y alumbrados, del azul que le penetraba hasta en su alma, de posesión de mujer, de renovados ideales, de respirar, de vivir. ¡Oh, en estos primeros instantes del nuevo sol, la luz es sencilla, leve, y se vierte sobre el silencio y paz; después, su lumbre es ruda, anegadora, y parece llevar el estruendo de las ciudades!
Todas las eminencias se perfilaban encendidas, regocijadas. Un monte lejano, parecía la estatua yacente de un gigante, y su peña color de rosa, como si fuese tierna, de piel, permitía imaginar enteramente el enorme esqueleto.
El guía le dijo a Félix que comiese, pues cerca brotaba una fuentecita.
No había indicio de agua. Les rodeaban masas rocosas, cenicientas y raídas. Félix creía masticar la sequedad del paraje, la misma piedra. Y desde que aquel hombre nombró el agua, tuvo sed.
Ya no había camino. Andaban libremente sobre espaldas de montañas, que eran raíces de nuevos macizos de sierras.
Por una torrentera descendía un hombre. Era guarda de los pozos de nieve, que bajaba a beber; el cañón de su carabina se veía como una barra candente.
Pronto se juntaron; y encima del peñascal, sin verdor, sin abrigo de arboleda, sola, desnudita, desamparada, palpitante, luminosa, encontró Félix el agua. El guarda la estaba sorbiendo despacio, del recio vaso de sus manos. Acostose a su lado el caballero, y bebió con ansiedad, conmoviéndose al deshacer las hondas y burbujas heladas, nuevas, recién nacidas de las generosas entrañas de la sierra. Y contemplando el claro y ancho venero, alabó entusiasmado la madre agua.
Mirábale el guarda reposadamente; eran sus ojos claros, quietos; parecían adormecidos en la visión de la eterna paz de las montañas.
¿Es que no amaba esa agua delgada, fría, fuerte?
-¡Fuerte y bien fuerte! -dijo con pesar el rústico. Y señalaba su boca tumefacta, desgarrada por heridas profundas-. Una pierna de cordero que eche dentro, la descarna en un instante; ¡qué no hará con nosotros, secos ya de estos aires, y de comer melva y melva, que de caliente se pasan meses sin catarlo!
Y plegaba los brazos; meneaba la cabeza, y se reía horriblemente, en silencio.
De tan helado que era el manantial, dijo el guarda que no podían recogerse diez guijas del fondo, teniendo la mano sumergida.
Pues Félix quiso averiguarlo.
Ya tenía seis. Resistiría hasta coger todas las apostadas. Pero vaciló piadosamente. Fingiría flaqueza para no vencer a esa pobre ánima, para no herirla en esa creencia del poderío del agua, dogma agreste, heredado de sus abuelos, también guardadores de la serranía.
Y quejose del frío; y a la vez un irresistible prurito de muchacho le hizo tomar otra piedra. Llegó a la octava; y comenzó a sentir que le faltaba la mano, que se le caía, que se le rompía sin dolor, blandamente, como si fuese de pan mojado. Entonces, Félix miró con miedo y rabia esa ferocísima agua, tan mansa y diáfana.
Los espantosos labios del guarda le colgaban sangrientos al reírse.
Y Félix se confesó su vencimiento, sin haber sido generoso. Dos pedrezuelas menos que tomara, y hubiese creído en su sacrificio.
...Comenzaron lo postrero de la jornada. Subían la vertiente de la «Cumbrera», larga, cenicienta, invasora, como un trozo de mar petrificado.
Trepaban bestialmente, arrastrándose por el cantizal corredizo y agudo.
Las rodillas, las manos, los pies de Félix penetraban dentro de la montaña, empedrándose, desollándose. El viento poderoso y libre de la inmensidad le envolvía como en un manto de frío y le cuajaba el sudor de su espalda. Si hablaba, el jadear le rompía la palabra; en sus oídos, el pulso producía un chasquido metálico, y el corazón se le hinchaba, le subía a la garganta, y creía que al respirar se lo tragaba...
Observábale el guía tercamente.
-¿Me mira porque sudo mucho? ¡Aún resisto!
-No; le miro porque a mí me arde la cara de la fatiga, y usted está blanco como un muerto.
Félix vio la cumbre todavía alejada, fiera; parecía una mole de estaño ardiente. Se angustió con tristezas de enfermo. ¿Es que no podría subir a la eminencia; se moriría hundido entre piedras, bajo la mirada de ese hombre, en esa soledad enemiga?
Desfallecía; se ahogaba...
-¡Arriba! -le gritaba el guía, egoísta y brutal.
Resonó un estruendo de alas; y una nube viva y negra obscureció la acerada relumbre de las rocas; era una espesura de cuervos que se precipitaban en el azul, gañendo desgarradoramente; pasaron tan cerca, que Félix sintió el cálido viento de sus plumas y la bravía mirada de sus ojos redondos de fuego. Lejos, el bando se deshacía, se apretaba cerniéndose sobre la querencia de los muladares de los barrancos...
-¡¡Arriba!! ¡Es lo último, don Félix!
Los guijarros se desgajaban, rodando atronadores.
¡Arriba!... Y al hollar la cumbre quedó Félix postrado, sobrecogido, transido por un beso infinito y voraz que le exprimía la vida. Le sorbía el cielo, las lejanías anegadas de nieblas, los abismos, toda la tierra, que temblaba bajo un vaho azul; sentía deshacerse, fundirse con las inmensidades.
Los berruecos, oteros y gargantas de los cercanos montes hacían umbrías, y su misterio bajaba torvamente sumiendo el principio de los llanos. El riego de sol penetraba en el humo de las nieblas, y bajo la quieta blancura producíase un alborozo de oro que resucitaba el verdor de los árboles y prados; muy remota, brillaba tendida la grandiosa espada del mar.
Félix comenzó a estremecerse de humildad y de alegría. Ese magno horizonte le hacía llorar de inocencia, de bienaventuranza... El sol le contentaba como a un hombre primitivo. Se le figuraba que no caía su luz agostadora y cruda, como se ve desde lo hondo de poblado, sino que se esparcía aladamente como un viento luminoso. ¡Oh, alegría de la luz, de la blancura, del espacio! Dentro de sus venas resplandecía una vía láctea, bañándole en una purísima alba de dicha...
El confín opuesto era todo de montañas, fosco, crespo, despedazado. Las cimas surgían cónicas algunas pasadas de blancos cejos que se derretían y se deshilaban muy despacio con mudanzas fantásticas.
Viajaban los ojos de Félix sin saciarse nunca; su alma desbordaba la recibida emoción; pero este raudal trenzado de dulzura y dolor se perdía estérilmente. Su alma no era de la soledad; estaba necesitada de otra alma que le diera en su vaso la miel y apurada esencia de lo sentido; ansiaba ojos que le ofrecieran en su mirada el desierto de las cumbres, el azul del espacio, la gloria del sol, el reposo y palidez de las nieblas, la humedad de una lágrima hecha y nacida de toda la vida pasada, evocada en este yermo y trono de las montañas. ¡Oh, divino deleite que se alza y magnifica sobre todos los deleites! ¡Ser el centro sensible de un ruedo inmenso de creación; creerse cerca del azul, envuelto de azul, inmediato al sol, y saberse contemplado por ojos amados; porque eso era sentirse amado en las nieblas y en los abismos, y en cada instante y latido de la luz, y en el centro del ámbito del cielo!... ¡Oh, mujer! El mismo Manfredo, reflejo clarísimo del trabajado espíritu de Byron, maldito, siniestro como los pinos descortezados y rígidos que viera en los Alpes, grita delirante de esperanza al encarnarse el séptimo genio en hechura de hermosa mujer: «¡Si no eres una quimera o una burla, aún puedo ser el más venturoso! ¡Quiero abrazarte!».
Pero, ¡válgame el Buen Ángel!; ¿soy yo acaso Manfredo?
No; no era.
Nada más estaba arrepentido de haber desdeñado la dulce compañía de su «madrina» y Julia, que también pudieran subir en pintoresca y bulliciosa cabalgata, siguiendo otro camino más lento y suave, que rodeaba la serranía.
Félix quiso la soledad de las altitudes, para apartarse y mitigarse de las inquietudes de sus amores imprecisos, que iban perdiendo sus velos, quedando en las crudezas de todas las pasiones.
¿Qué mujer era la deseada en las inmensidades? Al lado de la figura de Beatriz surgía la estrecha y ruin del marido, que le miraba irónico señalándole a un muerto, y que lloraba por embriaguez y ternuras de padre. Junto a la hija, aparecía Silvio, y entrambos se contemplaban dichosamente. La sombra enorme de Giner agobiaba la sacrificada belleza de su esposa. Isabel, ni siquiera emergía de las brumas del valle de Posuna.
No; Félix no las codiciaba, y le atraían, quitándole del goce de las altitudes. Y aturdido, pronunció sus nombres, que se desvanecieron en el espacio como un humo.
El guía se le acercaba; mirábale despacio y muy pasmado; y apartábase buscando nidales de gavilán en las hiendas de los peñascos.
Abrigado con la manta, reclinose Félix sobre la ruda pilastra del índice geodésico.
Gustaba de sentirse ceñido blanda y calientemente, y recibir en sus sienes el frío del vendaval. Se había aquietado su pobre ánima; la notaba detenida, parada y dichosa, redundada del sosiego y dicha de su carne. Se le deslizaba la vida como una corriente por llanura; era un sentimiento de la vida de tanta levedad y lentitud que hacía presentir la muerte... ¡Qué sensación tan clara, tan intensa, del olvido!
De los valles y mesetas del horizonte montañoso subieron enjambres de pájaros negros, rápidos y gritadores; se elevaban rectos como flechas, desaparecían entre el azul y el sol; repentinamente bajaban enloquecidos, y sus giros y quejumbres sonaban como veletas oxidadas.
Cuando Félix se fijó en su plumaje y conoció que eran golondrinas, recibió grandísimo enojo y sorpresa. ¿Qué hacían allí estas avecitas tan remontadas y altivas? Él, siempre las viera rasar el suelo, muy humildes, y amigas de los huertos, cuando florecen las acacias.
Dentro del silencio brotó un blando zumbido, y las manos de Félix se estremecieron como si otros dedos fríos y leves hubiesen tocado su piel. ¿Moscas? ¿Moscas allí? Las oseaba exaltado, frenético de odio; su alma se deprimía, rodaba de la altitud a las angostas callejas de ciudad, polvorientas, abrasantes, por donde va una rapaza alta, flaca, despeinada, pobre, que lleva en sus brazos a la hermanita, y le canta para que se duerma, mientras las moscas acuden a las lágrimas; y cruza un abuelo tosiendo y aburrido, en cuyas cejas lacias se le pegan las moscas; y luego pasa un señorito lugareño gordo, sudado, un Silvio; el cuello le gotea, y, al enjugarse, las moscas resuenan tenaces, enfurecidas; y en las casas las moscas rebrillan y zumban entre las hebras de sol que se tienden desde las ventanas y alumbran el olvido de los viejos muebles; y las moscas suben golpeándose por las vidrieras, y algunas pisan y aletean ruidosas encima de las que han muerto en las orillas de los cristales y muestran el palpo torcido, las patas dobladitas y los vientres blancos, secos, rígidos.
Félix había perdido la sensación de la grandeza de las cumbres. Pero cometía injusticia culpando a las moscas. Las pobrecitas moscas nada más representaban lo externo de esa vida agobiosa de contentos y dolores rudos, cuya memoria revuelve su poso y empaña nuestra alma cuando más alta y pulida se considera.
Llegaba la hora meridiana. Era el sol como inmensa pupila del cielo, y su mirada ardía sobre la frente de Félix. El fuego le traspasaba el cráneo. Levantose para hacer sombra y tendal de su manta, colgándola de las grietas de la pilastra. Pero le asaltaron escrúpulos y remordimientos de querer techarse, y siguió acostado, prefiriendo estar inmediatamente bajo el azul, bajo la mañana infinita y luminosa.
El guía le pidió que quisiera retirarse a las umbrías. Asomados a un tajo, le pareció a Félix que temblaban las laderas, en una ondulación parda. Y supo que la hacían los copiosos rebaños, que trashumaban de toda la marina.
Bajaron por un gollizo en cuyas quiebras se retorcían intrépidamente sobre el abismo dos viejos cabrahígos; sus raigambres saledizas, se enroscaban enfurecidas imitando una lucha espantosa de sierpes centenarias. La luz azulada de la eminencia, pasaba las hojas, que se veían como gotas de agua, cuajadas y enormes.
La imagen de la cumbre dejada envolvía y dominaba a Félix. Ya no pisaría nunca ese excelso paraje; y acaso lo había abandonado con íntima sequedad, sin haber sabido recoger toda la emoción de sus soledades. Sobresaltose dudando de sí mismo. Y de pronto,...

Índice

  1. Las cerezas del cementerio
  2. Copyright
  3. - I -
  4. - II -
  5. - III -
  6. - IV -
  7. - V -
  8. - VI -
  9. - VII -
  10. - VIII -
  11. - IX -
  12. - X -
  13. - XI -
  14. - XII -
  15. - XIII -
  16. - XIV -
  17. - XV -
  18. - XVI -
  19. - XVII -
  20. - XVIII -
  21. - XIX -
  22. - XX -
  23. - XXI -
  24. Sobre Las cerezas del cementerio