Nuevos cuadernos Anagrama
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  1. 120 páginas
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Los peligros del moralismo y la sentimentalización de las injusticias: la hipocondría moral frente a la ética.

Un fantasma recorre los salones de las clases medias occidentales: el fantasma de la hipocondría moral. Sentir culpa por hechos en los que no participan directamente: esa suele ser la reacción entre gentes bienestantes. Desentrenadas en asumir responsabilidades políticas, lidian con los males del mundo con sentimentalismo, juicios maniqueos y una mezcla de decencia moral y narcisismo.

Este ensayo se adentra en un caso verídico, y en obras de Philip Roth, Joan Didion y Mark Fisher, para reivindicar la ética frente a la hipocondría moral.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433945785
Categoría
Literatura
Escombros
Los ensayos son escombros. No hay buenos ensayos. Tampoco los hay malos. Solo hay escombros.
La marca distintiva del ensayo, si la tiene, no descansa en su valor de verdad, en su potencial para provocar controversia, menos aún en su originalidad, en su supuesta habilidad para descubrir respuestas, en su más acreditada capacidad para formular preguntas o en el hecho, zarrapastroso y ridículo donde los haya cuando del ensayo se trata, de tener propósitos edificantes.
No hay ensayo que no se derrumbe por la puntería de sus críticos o por el paso inmisericorde del tiempo. Si resiste, no es un ensayo, es otra cosa. El ensayo es implausible, inestable y debe venirse abajo como un edificio sometido por un terremoto o por los golpes de la bola de demolición que, como antídoto contra el veneno de la aluminosis, termina derribando el edificio entero.
Lo que hace que un ensayo lo sea es que tras el estruendo y el polvo flotante provocados por su desplome se adivinen unas bellas ruinas. Solo a partir del cascajo brillante y la chatarra reluciente se puede alzar otro ensayo cuyo feliz e ineludible destino sea otro derrumbe. Y es que solo es posible reconstruir a partir de lo bello, no de lo verdadero.
Así que si este ensayo les persuade –¡santo cielo!–, o les parece certero –¡cielo santo!–, es que no es un ensayo, sino una encíclica, un paper académico, el prospecto de un medicamento betabloqueante, una entrada de enciclopedia o cualquier otra cosa escrita para decir verdadero-esto-y-falso-lo-otro. Pero si en cambio les parece un interesante sinsentido, o si les repugna y les provoca ñáñaras al mismo tiempo que en algún momento fugaz les deja pensando, es porque alguien puede ya empezar a escribir otro ensayo a partir de los restos que este deje.
Oh, amigas y amigos, desengáñense: lo que importa a la hora de escribir es lo mismo que lo que importa a la hora de vivir: dejar unas ruinas hermosas, embellecer el mundo con algún puñadito más de escombros.
El caso Boudin
Octubre de 1981. Afueras de Nueva York. Seis militantes del grupo revolucionario Black Liberation Army –una continuación armada de los Black Panthers– roban 1,6 millones de dólares de un furgón de seguridad. En las balaceras durante el asalto y la posterior huida mueren un guardia de seguridad y dos policías.
Dan apoyo a esa acción cuatro miembros blancos de una facción de la Weather Underground (un grupo armado muy activo a finales de los sesenta y principios de los setenta) llamada May 19 Communist Organization. Esas cuatro personas no llevan armas. Se limitan a conducir los vehículos con los que sus camaradas afroamericanos huirán. Se producen arrestos y finalmente el juicio. Tanto los miembros del Black Liberation Army como los de la May 19 son castigados a penas de prisión severísimas.
Kathy Boudin, hija de una acomodada familia de abogados de izquierda de Nueva York y militante de la May 19 involucrada en la acción de octubre de 1981, le contó a la periodista Elizabeth Kolbert veinte años más tarde que no fue informada en detalle de la operación y que solo recibió el aviso el día anterior.1 Así recuerda Boudin el episodio desde la cárcel:
Mi manera de apoyar la lucha es decir que no tengo derecho a saber nada, que no tengo derecho a tener una discusión política, porque esa no es mi lucha. Desde luego no tengo derecho a criticar nada. Cuanto menos supiera y cuanto más me anulara como ser, mejor: más comprometida y más moral estaba siendo.
Boudin solo podía plantearse su contribución de forma pura, irreprochable. Y eso significaba convertirse fugazmente en una autómata sin agencia. Cualquier intervención suya, cualquier intercambio suyo con los compañeros del Black Liberation Army, ya fuera un diálogo acerca de los fines o acerca de los medios estratégicos para conseguir esos fines, la habría manchado.
Boudin consideraba que su vida, como dice Hari Kunzru,2 estaba en un estatus permanente de inocencia culpable por ser quien era. Así que la manera de minimizar su culpa era minimizar su vida: renunciar a su autonomía, convertirse en alguien que meramente recibe y ejecuta órdenes, en un ser heterónomo que no quiere conocer, alguien que no quiere razonar ni poner a prueba otras emociones o sentimientos que no sean los de la culpa, alguien que se abandona, por un rato, a la autonomía y voluntad de otros. Renunciar a su agencia es lo que Boudin concebía como una contribución intachable a esa causa política.
Ante el problema político e histórico que, a sus ojos, supone su propia existencia, el de ser una blanca privilegiada del Greenwich Village, Boudin halla una solución en apariencia impoluta, perfecta, armónica. Boudin invertirá los roles históricos durante una fracción breve de tiempo y se subordinará momentáneamente a sus camaradas afroamericanos.
Se trata, sin embargo, de una solución que arrastra uno de los más grandes privilegios: la posibilidad de elegir con libertad. A diferencia de los afroamericanos, cuya condición social de subordinación es el resultado de un constreñimiento blanco contra el que es casi imposible luchar, Boudin escoge someterse al Black Liberation Army. Nada demuestra más privilegio que prestarse, sin rastro alguno de coacción, a estar subordinada por un ratito, nada rezuma más libertad que renunciar a la libertad de uno mismo por una tarde, nada sugiere un lugar tan aventajado en el mundo como la propia capacidad de determinar, sin interferencias ajenas, de qué manera queremos arruinarnos la vida. Paradójicamente, y en contra de lo que Boudin pretendía, la decisión de anularse es la que está más manchada, es la más inmoral, la más impura, de todas las posibles. Desde luego trasluciría privilegio incluso si esa subordinación careciera de fecha de caducidad preestablecida, pero al menos demostraría un tipo de compromiso que ella no podría decidir unilateralmente cuándo cancelar. Al circunscribir su subordinación a un cortísimo periodo de tiempo, Boudin se convierte en una estrella fugaz –más fugaz que estrella, todo sea dichoen la larga noche de la lucha por la emancipación de los afroamericanos.
Pero ¿por qué Boudin toma esa resolución? ¿Por qué cree Boudin que, al anularse como ser autónomo y convertirse en cómplice de una acción armada cuya naturaleza y objetivo desconoce, está haciendo lo correcto?
La respuesta no puede sino ser que Boudin es una persona decente y noble. Su propia biografía así lo atestigua. Mientras estuvo en la cárcel, Boudin se graduó en un máster de educación y alfabetización para adultos, coescribió un libro destinado a presas con hijos en centros de acogida, ayudó a diseñar un programa de apoyo a reclusos con sida que se usó durante décadas en todo el sistema penitenciario estadounidense, publicó artículos en la Harvard Educational Review y ganó, en 1999, un premio PEN por su poesía (no es obvio que el oficio de poeta convierta a quien lo practica en una persona noble, pero ja ens entenem). En su crónica para The New Yorker, Kolbert reporta las opiniones de algunas de sus ex compañeras de cárcel. Prácticamente todas hablan de ella como una persona generosa, estimable, inteligente y solidaria. Boudin, insistimos, era una persona decente y noble.
Pero era también una persona muy narcisista.
De la peculiar combinación de decencia y narcisismo nace uno de los fenómenos tal vez más definitorios de las clases medias progresistas de las sociedades occidentales a partir de la segunda mitad del siglo XX: la hipocondría moral. Se trata de la idea según la cual si nos sentimos culpables por los males y las enfermedades del mundo social y político es porque son en efecto culpa nuestra, a pesar de que muchas veces esté lejos de ser claro qué significaría tal cosa. La hipocondría moral es, en pocas palabras, creer que sentir culpa nos convierte en culpables. Esta forma de falsa consciencia revela un desconcertante narcisismo patológico que mezcla una desmesurada presencia del yo y una brújula moral bien imantada.
Kathy Boudin es un ejemplo extremo de hipocondría moral, uno de consecuencias ocasionalmente letales. Pero parecen circular por los corazones de las clases medias occidentales, de manera más acentuada entre las clases medias progresistas, versiones más temperadas de la curiosa pareja que componen el narcisismo y la decencia. La hipocondría moral es un fenómeno tan pequeñoburgués como el decoro a la hora de comer, el uso arbitrario de benzodiacepinas o las llamadas a la policía a las dos de la mañana porque hay borrachos cantando en la plaza de debajo de casa.
Narcisismo e hipocondría
En El corazón del hombre (1964), Erich Fromm dedica un capítulo al narcisismo, cuyo descubrimiento, al menos como fenómeno psíquico digno de ser teorizado, atribuye a Freud. Un ejemplo relativamente interesante de narcisismo es el de la hipocondría fisiológica. Una persona hipocondríaca es alguien que interpreta cualquier cambio percibido o imaginado en su cuerpo como un síntoma de enfermedad (por lo general, se trata de una enfermedad grave; si no, ¿qué gracia tendría ser hipocondríaco?).
El concepto de narcisismo nos permite explicar una serie de aspectos psíquicos y es una de las grandes contribuciones del psicoanálisis. El concepto primero se usa para describir la manera en que los niños y niñas pequeños se insertan en el mundo antes de que puedan darse cuenta de que ellos no son el mundo, sino que están en él. En un origen, los bebés no perciben la frontera entre sí mismos y el entorno. Al estado inicial, en que el bebé piensa que es el mundo, Freud lo llamó narcisismo primario. Conforme van desarrollando la capacidad de controlar su cuerpo, aunque no otros objetos, comienza un lento proceso de varios años en que ese narcisismo es apaleado por constantes frustraciones, hasta que la niña o niño logra dejar a un lado el narcisismo primario y aprende a relacionarse con lo otro como objetos externos. De ese narcisismo primario conservamos, en algún grado, la sensación de ser el centro. Dependiendo de qué tanto se retenga de ese narcisismo, las personas desarrollamos, en mayor o menor medida, ciertas capacidades. La capacidad de ser empático, por ejemplo, está bastante alejada del narcisismo, porque requiere entender que hay un objeto (otra persona) que tiene una vida psíquica independiente de la nuestra y siente y percibe cosas diferentes de las que nosotros sentimos y percibimos.
Pero no podemos deshacernos del todo del hecho de que percibimos el mundo desde cierto lugar. Siempre tenemos una perspectiva, y tendemos a apreciar lo particular y especial de esa perspectiva. Nos enamoramos, por así decir, de nuestra perspectiva porque es nuestra. Irracionalmente preferimos nuestra miseria a la del otro, nuestros propios pedos no nos disgustan pero aborrecemos los de los demás –como bien sabía Ferlosio al describir el nacionalismo como «la moral del pedo»–. Actuar como si nuestro punto de vista fuera especial, deseable, es un rasgo que puede ser entendido como un remanente del narcisismo primario.
A veces percibimos un color para luego reconocer que la luz nos lo hacía ver de un tono que no es. En ocasiones sentimos que alguien es arrogante, pero esa sensación puede no ser más que una proyección de nuestra vida psíquica. Ese puede ser el caso, también, de algunos enfermos mentales graves. Para la persona con trastorno paranoide, su sentimiento de persecución indica que en efecto hay alguien tras de ella. No concibe la posibilidad de que sienta que le persigan sin que haya alguien que le persiga. Fromm llamó a eso un narcisismo absoluto. En un extremo, entonces, tenemos la totalidad del narcisismo primario del niño y el narcisismo absoluto de la persona enferma. En el primer caso, el narcisismo forma parte de una etapa del desarrollo, en el segundo es una degeneración provocada por algún tipo de desequilibrio. Pero en ambos casos hay una falta de diferenciación entre la vida interna y el mundo externo. El mundo soy yo.
En el otro extremo estarían quienes logran ...

Índice

  1. Portada
  2. Hipocondría moral
  3. Notas y agradecimientos
  4. Créditos
  5. Notas