V. LO DEMÁS ES SILENCIO (LA VIDA Y LA OBRA DE EDUARDO TORRES)
EPITAFIO *
AQUÍ YACE EDUARDO TORRES
QUIEN A LO LARGO DE SU VIDA
LLEGÓ, VIO Y FUE SIEMPRE VENCIDO
TANTO POR LOS ELEMENTOS
COMO POR LAS NAVES ENEMIGAS
Primera Parte:
Testimonios
UN BREVE INSTANTE EN LA VIDA DE EDUARDO TORRES
por Un Amigo*
Son las once y cincuenta minutos de la mañana de uno de esos días de verano tan abundantes en nuestra región.
En la espaciosa sala-biblioteca de la casa No. 208 de la calle de Mercaderes, de San Blas, S. B., muy al fondo, en un inconfortable sillón de cuero negro más que raído ya por el inexorable paso del tiempo y el incesante uso, pero aún en relativo buen estado de acuerdo con la digna pobreza de su actual poseedor, descansa muellemente sentado un hombre a todas luces incómodo, cuya edad debe de andar con seguridad alrededor de los cincuenta y cinco años, si bien a un observador poco atento podría parecerle quizás más o menos mayor, por la indudable fatiga.
Sólo un extraño tic de claro origen psicosomático que le hace contraer la mejilla izquierda cada quince o veinte segundos; tic, dicho sea de paso y por vía de mera información, popular en San Blas entero por los malévolos chascarrillos que originó en días más felices, pero que este ser ajeno a cualquier clase de envidia era el primero en celebrar; sólo ese tic, decíamos apenas unas líneas antes, interrumpe con intermitencias más bien raras la serena actitud pensante que se adivina en aquel rostro no sólo cetrino sino agitado en lo interior, en números redondos, por mil pasiones.
De cuando en cuando su fría mirada, difícil de resistir como muy pocas entre muchas, deja su acero y se evade del volumen que en ese momento lee, para después de breve instante ir a posarse ya sea vaga o bien meditativamente en un amarillento busto de Cicerón, que a su turno y a través de los siglos domina ahora con los ojos en blanco aquel amplio recinto de paredes cubiertas con libros delicadamente encuadernados en piel, la totalidad de los cuales, según es fama en los mentideros intelectuales de San Blas, ese hombre divagado ha leído por lo menos dos veces.
Su mente reposa entonces durante cortos momentos y un rictus de profunda amargura aflora en sus labios por demás delgados y, si uno se fija bien en las comisuras, tremendamente expresivos.
Por el alto y espacioso ventanal irrumpen en acelerado tropel varios rayos de sol, de los cuales cinco o seis han ido a anidar amorosamente en la altiva cabeza más bien encanecida de nuestro biografiado. Las diminutas partículas de polvo que pueden verse revolar al trasluz nos hablan, recordando a Epicuro, de la pluralidad de los mundos. Por si esto fuera poco, presidiendo ese extraño espectáculo, y enmarcado también por infolios de toda especie, puede contemplarse en la pared que da a uno u otro lado conforme se entra o se sale, un enorme retrato al óleo del objeto de estas líneas, pergeñadas con el temor propio de aquel que, como es mi caso, toma la pluma con el temor propio del caso.
Diez minutos después, la esperada Comisión de Notables de San Blas, compuesta en su mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes, y políticos de todas las capas sociales, hace su sorpresiva aparición justo a la hora convenida: las doce m.
Eduardo Torres (pues para decirlo sin rodeos el personaje que con tan trivial paleta he tratado de figurar a lo largo de estas páginas no es ni podía ser otro que él) los recibe, como es su inveterada costumbre, con afabilidad circunspecta, pensaríase ligeramente solemne. En esta forma abraza y saluda a cada uno por sus nombres de pila, entre los cuales resulta fácil observar que «Pancho» no es el menos común, y a todos ofrece gentilmente una silla, ora con un gesto, ora con otro.
Cuando los elaborados movimientos y ademanes preliminares propios de estas ocasiones han concluido, y cuando ya todos los visitantes descansan en sus asientos mientras acomodan un poco los cuellos con ademán nervioso, Eduardo Torres se dispone a escuchar y adopta una vez más esa actitud sosegada pero expectante que lo ha acompañado a través de su reconocida existencia.
Y en verdad que el momento no es para menos. Los emisarios, representantes de las fuerzas vivas del Estado, se miran casi al soslayo unos a otros, quizá turbados como nunca. Se escucha en el recinto, entre el aclarar de las gargantas y otros ruidos inherentes al caso, el vuelo de una mosca pertinaz que gira inquieta alrededor de la cabeza del marmóreo y difunto tribuno, testigo cercano, aunque ahora por desgracia mudo, de la escena.
En ese instante el Dr. Rivadeneyra, designado por lo visto, aparte de los discretos codazos que visiblemente sus compañeros le daban para animarlo, vocero de la Comisión, pide a Eduardo Torres con claras razones y encendidos elogios a su personalidad, honestidad y sapiencia, lo que San Blas en pleno sabe que va a pedirle en nombre del pueblo entero: que acepte la candidatura a Gobernador de nuestra más que sufrida entidad federativa.
Eduardo Torres escucha impasible su propio encomio. A no ser por el tic de marras conocido ya de nuestros lectores, diríase quizá metafóricamente que se ha vuelto de piedra. La rauda y bonita descripción de sus brillantes cualidades, así como la casi interminable enumeración de los males que desde el inicio de los tiempos aquejan a San Blas debido a la vesania de falsos gobernantes, a las inundaciones y a los caciques que semana a semana han hundido a nuestro Estado en la anarquía y el caos, lo dejan impertérrito, indiferente, sabiendo, como lo sabe por experiencia, que el principal enemigo de los poderosos, aunque oculto como todo lo falso y endeble, no es otro que su propio poder.
Desde atrás de la espesa y pesada cortina de tonos vagamente grisáceos en que me oculto pistola en mano, listo para repeler, antes que otra cosa suceda, cualquier sorpresiva agresión, veo cómo Eduardo Torres, apoyando las palmas de las manos en ambas piernas y ejerciendo con los brazos la necesaria presión sobre éstas para hacer más fácil la sencilla maniobra, en un gesto muy suyo, mirando como distraído al techo y silbando muy suavemente una tonada de moda, se pone de pie con lentitud, mira simultánea y fijamente a los ojos de cada uno de los miembros de la Comisión y, por último, utilizando como es su costumbre las razones más corteses, que ellos, se adivina, están dispuestos a aceptar de antemano con esa resignación que sólo puede dar el previo conocimiento de lo irreparable, les responde sencillamente que no, que su misión es otra, y que ésta no consiste sino en difundir sin descanso las ideas, cualesquiera que éstas sean y dondequiera que se encuentren; en defenderlas como cumple a todo ciudadano, en el campo que a él en lo personal el destino le ha deparado, sin abandonar imprudentemente su legítima trinchera;1
* en atender sin desmayo la sed natural de saber que hasta el hombre o mujer más humildes traen a, y se llevan de, esta vida, pero sin pretender en ningún caso que dicha sed, por insaciable que sea, les otorgue derechos o prerrogativas que vayan más allá de la simple satisfacción de la misma, y barruntando a lo lejos la sospecha de que, ir...