CAPÍTULO 1
DESAFORTUNADOS ACCIDENTES
Las confusiones que desembocan en accidentes cómicos y en muchos casos letales son una fuente inacabable leyendas urbanas. Situaciones cotidianas que acaban en desastre, bromas pesadas que se saldan con un escarmiento mortal o bochornosas conductas con una humillante resolución son fácilmente creídas y repetidas hasta formar parte de la cultura popular.
Estas leyendas urbanas funcionan porque todos hemos tenido alguna vez algún contratiempo o accidente doméstico fortuito. Pero la gracia de estas historias es que toman un rumbo inesperado y por ello captan nuestra atención. Y, habitualmente, el causante de la molestia es el que acaba saliendo trasquilado.
Otra de las claves es que buena parte de los protagonistas son personas con cierto poder, que abusaban de los demás o que cometen una mala acción. Las leyendas urbanas siguen así la estructura de los cuentos clásicos donde los que se ensañan con los débiles acaban pagando por ello. En general, nos gustan las historias en las que se humilla a los triunfadores. Los bromistas, que pretenden avasallar a alguien, son los que se llevan la peor parte de la historia y en casi todas acaban muriendo. Existen innumerables versiones de burladores burlados que pagan con su vida la broma y que corren como la pólvora porque cuentan con el beneplácito del público.
A continuación repasaremos algunos míticos accidentes, confusiones o meteduras de pata que acabaron en desastre.
Pechos explosivos
Una famosa o una azafata atractiva que se ha pasado por el quirófano para hacerse un implante mamario y así lucir unos pechos que desafíen la ley de la gravedad sube a un avión. Y de repente, cuando el avión alcanza cierta altura, los implantes le explotan por la presión.
Esta historia suele ir acompañada con nombres y apellidos. En España, la protagonizaba Ana Obregón, en Italia le tocó a Brigitte Nielsen, en México la elegida para detonar fue la modelo Sabina Sabrock, en Estados Unidos Pamela Anderson y muchas otras famosas han sido señaladas. En Colombia se llegó a publicar el caso de una azafata que sufrió este humillante estallido pectoral. Habitualmente se aportan datos para dotar a la historia de mayor credibilidad: se concreta el trayecto del vuelo o la razón por la que la «explosiva» víctima se dirigía a su destino.
También se puede aderezar el final de la narración. Desde la reacción de la interfecta hasta las medidas que se tomaron para silenciar lo ocurrido. Y, casualmente, el narrador siempre lo sabe «de buena tinta» por alguien que presenció lo ocurrido.
Esta narración cuenta con una precuela, que se remonta a los años cincuenta, cuando una firma de ropa interior comercializó unos sujetadores hinchables que presentaban una válvula que permitía a la usuaria modelar el volumen de sus curvas. Ahí también se produjeron, según las leyendas urbanas, estallidos bochornosos.
Nada de esto cuenta con una mínima base científica, pese a que la historia a sido un dolor de muelas para los cirujanos estéticos que siguen colgando en sus webs argumentos científicos para convencer a sus futuras pacientes de que los pechos no vuelan por los aires. Basta con echar un vistazo en internet para encontrar un sinfín de médicos argumentando que no es posible, lo que no deja de ser una prueba de que ha calado en el inconsciente colectivo.
Un submarinista aparece muerto en un incendio
Un terrible incendio devasta una zona (la historia se repite en diferentes países, pero siempre se suele aludir a un lugar que el oyente conoce). Cuando por fin los bomberos consiguen doblegar las llamas y se contabilizan las víctimas del siniestro, se encuentra en el monte devastado el cuerpo sin vida de un hombre con un equipo de submarinismo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hacía aquel individuo ataviado así en mitad de la montaña?
La explicación que se da es la siguiente: el buzo estaba bajo las profundidades marinas, cuando un avión cortafuegos de los bomberos recogió agua del mar para apagar el incendio. La mala fortuna hizo que se llevara al desventurado submarinista, que en el caso improbable caso de haber sobrevivido a ser succionado por la cisterna, habría fenecido al ser arrojado por el avión. Y si aún así, no se hubiera resistido a abandonar este mundo, le esperaba un incendio dispuesto a segar la vida que le quedara.
Esta historia, en España, se propagó durante la década de los ochenta de tal manera que en algunos clubs de submarinismo se alertaba a sus socios de este peligro, dando por cierta la historia. En los noventa, algunos diarios franceses lo emplearon como acertijo: «¿Cómo ha llegado el cuerpo de un submarinista calcinado a una montaña?». Parece que esta adivinanza había aparecido tiempo atrás en algunos rotativos del Reino Unido y los Estados Unidos.
Pese a que ha salido en varias películas (Varsovia de Pere Portabella, 1989; Magnolia de Paul Thomas Anderson, 1999 y en un capítulo de CSI Las Vegas), es harto improbable, vamos, totalmente imposible, que un submarinista acabe teniendo un final tan desdichado.
Los aviones cisterna que emplean los cuerpos de bomberos de todo el mundo tienen unas rendijas estrechas a través de las que succionan el agua y que no pueden absorber el volumen de un humano. Así que los submarinistas pueden respirar tranquilos a través de su bombona: ningún avión se los va a llevar en volandas para arrojarlos a las brasas.
El que ríe el último
Esta leyenda se sitúa en entornos rurales y en algunos, incluso, se señala el lugar exacto en el que ocurrió. Un niño, que en la mayoría de las versiones es tímido y miedoso y se ha convertido en el blanco de las críticas de sus compañeros, tiene que recorrer un camino de noche pasando cerca del cementerio. En ocasiones, el propio chaval se lo comenta a sus colegas y en otras esto se enteran de lo que va a hacer y conociéndole deciden gastarle una broma pesada.
El cabecilla, que hoy sería considerado un bully en toda regla, se disfraza de fantasma y se aposta en el cementerio, esperando a que su víctima pase por allá para gritarle y perseguirle haciéndose pasar por un espíritu. Sus compañeros en algunas versiones le arengan a que asuste al incauto.
Y justo cuando lo hace, el chiquillo se gira y le dispara un tiro a bocajarro. Como tenía tanto miedo de hacer aquel recorrido, había tomado prestada (o robado a sus padres, según qué versión) un arma de fuego que no duda en utilizar cuando se ve en peligro. El bromista pasa a mejor vida en el acto.
Esta leyenda, que tiene algo de ajuste de cuentas, también cuenta con otra versión en la que se trata de un hombre adulto al que su jefe martiriza constantemente con bromas de mal gusto porque sabe que tiene un temperamento nervioso. El desenlace es idéntico: el trabajador, convencido de haber dado con un fantasma, dispara al cruel jefe.
Por último, existe otra historia en la que el protagonista es el tonto del pueblo del que todos se ríen. Un grupo de bromistas, encabezados por el que habitualmente más se burla de él, preparan la broma y este le corta el paso vestido de fantasma. Después de disparar, la víctima de la broma corre gritando que ha matado a un fantasma o al diablo, mientras el resto se desternilla de la risa. Sin embargo, minutos después descubren el cadáver de su amigo en el suelo.
Melena al microondas
Los microondas son protagonistas de varias leyendas urbanas, como veremos a lo largo de este libro. Una que circula por diferentes partes del mundo (Estados Unidos, México, Perú…) es ciertamente curiosa. Una chica debe cuidar de su hermana pequeña mientras su madre está fuera. En algunas historias, la joven es estudiante de medicina y se pasa el día ocupándose de la pequeña e hincando los codos. Y ese día, precisamente, decide romper con su vida monacal y pegarse una juerga de órdago.
La joven bebe como si no hubiera un mañana, en algunas versiones incluso se droga y en la mayoría acaba en la cama de un compañero. Con tanto ajetreo es normal que se le haga tarde. Pero como teme la reprimenda de su madre, sale a toda prisa, soborna o amenaza a su hermana para que no hable de su escapada y se mete en la ducha, porque lleva un pedal de los que hacen historia.
Sale justo cuando faltan unos segundos para que su madre regrese. Y con el pelo mojado. Si la pilla de esta guisa no hay duda de que la descubrirá. No hay tiempo para secarse con el secador. Tampoco tiene a bien inventarse cualquier excusa para justificar que se diera una ducha en su propia casa, que tampoco hubiera sido tan raro. Pero las leyendas urbanas nunca optan por las soluciones fáciles.
Así las cosas, a la chica se le enciende la bombilla que le apagará el cerebro. Se le ocurre poner el pelo en el microondas para que se seque rápidamente. Y, extrañamente, lo logra: un peinado de peluquería. Cuando su madre regresa, le dice que hace mala cara y ella teme que se deba a la cogorza que lleva encima. La madre insiste en que está demacrada, que parece que se haya echado años encima.
Ya no hay tiempo de más, porque la joven se desploma en el suelo. La autopsia posterior descubre que se le ha frito el cerebro. Y si no hubiera sido por la hermana pequeña nadie hubiera sabido la razón.
El hecho que se repita en diferentes partes del mundo es sospechoso. Porque no es muy habitual toparse con jóvenes que cuidan de hermanas, se van de juerga, se duchan y meten la cabeza en el microondas. Pero hay más detalles: ¿cómo se puede meter la cabeza en el microondas? ¿Y por qué iba a hacerlo una supuesta estudiante de medicina? ¿No notó ningún síntoma?
Para muchos, esta y otras historias de terror con microondas provienen de una campaña de descrédito que llevaron a cabo los fabricantes de hornos tradicionales. Pero este punto no se puede comprobar y también podría tratarse de una leyenda urbana.
Mecheros asesinos
Ya se sabe que el tabaco mata, pero las leyendas urbanas han llegado más lejos y no se han quedado únicamente con los efectos nocivos de la nicotina. Han trasladado el efecto letal del cigarro a su compañero de baile: el encendedor. Este artilugio ha sido acusado de provocar varias muertes de idéntico modo en diferentes partes del mundo.
La trama es la siguiente: unos trabajadores ferroviarios están soldando las vías del tren con un mechero en el bolsillo. Una chispa del soldador impacta contra el encendedor, alcanza el combustible, que explota causando la muerte de su propietario.
Según recoge Jan Harold Brunvand en Tened miedo… mucho miedo. El libro de las leyendas urbanas de terror, esta noticia fue publicada en Estados Unidos en la década de los setenta. En el texto se relataba que un operario había muerto por la explosión del mechero y otro sufrió una amputación antes de abandonar este valle de lágrimas. Esta causa mortal se repite en otros países, aunque donde ha tenido más calado es en diferentes regiones de Estados Unidos.
El artículo que reseña este autor va más allá y advierte de la peligrosidad de llevar un encendedor en el bolsillo porque según aseguran, el combustible que lo nutre es comparable... ¡A tres cartuchos de dinamita! Hay que ver la cantidad de dinero que se podrían haber ahorrado algunos revolucionarios conociendo este dato.
Pero como era de esperar, esta comparación no cuenta con ningún aval científico y los encendedores que explotan haciendo saltar por los aires a sus portadores parece más salido de una historia de El Coyote y el Correcaminos que de un hecho real.
En las teorías más conspiranoicas se absue...