Prosas
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Con el propósito de destacar la importancia de las aportaciones de José Díaz Fernández a la literatura de los años veinte del siglo pasado, Nigel Dennis — catedrático de Literatura Contemporánea Española en la Universidad de St. Andrews del Reino Unido— rescata el núcleo esencial de sus escritos. La antología recoge sus mejores novelas (El blocao, La Venus mecánica y Octubre rojo en Asturias), el ensayo El nuevo romanticismo y lo más selecto de su obra periodística.El blocao es una novela compuesta de siete relatos casi independientes que giran en torno a las experiencias del autor en Marruecos y que en conjunto ofrecen una perspectiva amarga y desmitificadora sobre las ambiciones coloniales de España.En La Venus mecánica Díaz Fernández denuncia el absurdo esnobismo de la élite vanguardista de la década de los veinte, aborda el tema del intelectual pequeñoburgués que se esfuerza por convertir su vago inconformismo social en acción revolucionaria y reflexiona sobre la situación de la mujer en la España de entonces.Octubre rojo en Asturias es una curiosa mezcla de reportaje, reflexión crítica y recreación imaginativa. En ella Díaz Fernández narra el movimiento revolucionario producido en Asturias entre el 5 y el 20 de octubre en un intento de explicar el porqué de su fracaso y de desenmascarar las maniobras de sus líderes.El nuevo romanticismo recoge una serie de ensayos en los que propone una literatura centrada en la situación social y comprometida con las dramáticas realidades del momento sin abandonar los avances técnicos y expresivos de la vanguardia.Por último, la selección de artículos periodísticos se ha organizado en tres apartados: Crónicas de la guerra de Marruecos, Críticaliteraria y Escritos políticos, en los que analiza la muerte de Leopoldo Alas, la política de los Frentes Populares y el caso de Annual, entre otras cuestiones.

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Información

Año
2022
ISBN
9788416950232
Edición
1
Categoría
Literature

NARRATIVA

EL BLOCAO NOVELA DE LA GUERRA MARROQUÍ

NOTA PARA LA SEGUNDA EDICIÓN*

A LOS TRES MESES DE PUBLICADA la primera edición de este libro, se imprime la segunda. Muy pocas obras literarias, de autor oscuro, han alcanzado esta fortuna en nuestro país, donde la masa lectora es tan restringida. Esto me hace suponer que El blocao no es absolutamente una equivocación, aunque el propio autor le vea, ahora, defectos de bulto. Pero, al mismo tiempo, esta experiencia me ha servido para comprobar que existe un público dispuesto a leer obras de ficción que no sean el bodrio pornográfico o la ñoñez espolvoreada de azúcar sentimental. Revelación sorprendente, por cuanto, hasta hace poco, algunos de nuestros primeros ingenios no habían logrado agotar tiradas análogas a la mía sino después de transcurridos muchos meses.
El interés del público ha ido esta vez de acuerdo con el de la crítica, suceso que no ocurre todos los días. Con rara unanimidad, los diferentes sectores estéticos han coincidido en otorgar a mi obra un trato excepcional. El hecho de que El blocao haya podido instalarse en esas zonas antípodas me infunde verdadera confianza para el futuro.
Porque —lo digo con absoluta sinceridad— yo no aspiro a ser un escritor de minorías, aunque no me halagaría nada que éstas no simpatizaran con mis libros. Creo que todo escritor que no sienta el narcisismo de su producción, que no construya su obra para un ambiguo y voluptuoso recreo personal, pretenderá hacer partícipe de ella a cuantos espíritus intenten comprenderla. Yo no sé qué otros fines pueda tener el arte.
Claro que quiero llegar hasta el lector por vías diferentes a las que utilizaban los escritores de las últimas generaciones. Soy, antes que nada, hombre de mi tiempo, partidario fervoroso de la época que vivo. El pasado no me preocupa gran cosa, y, desde luego, si en mi mano estuviera, no lo indultaría de la muerte. Sostengo que hay una fórmula eterna de arte: la emoción. Y otra fórmula actual: la síntesis. En la primera edición de mi libro lo decía, dando a entender que ésa es mi estética. Trato de sorprender el variado movimiento del alma humana, trazar su escenario actual con el expresivo rigor de la metáfora; pero sin hacer a ésta aspiración total del arte de escribir, como sucede en algunas tendencias literarias modernas. Ciertos escritores jóvenes, en su afán de cultivar la imagen por la imagen, han creado una retórica peor mil veces que la académica, porque ésta tuvo eficacia alguna vez y aquélla no la ha tenido nunca. Cultiven ellos sus pulidos jardines metafóricos, que yo me lanzo al intrincado bosque humano, donde acechan las más dramáticas peripecias.
Eso no quiere decir que no dé importancia sobresaliente a la forma. Así como creo que es imprescindible hacer literatura vital e interesar en ella a la muchedumbre, estimo que las formas vitales cambian, y a ese cambio hay que sujetar la expresión literaria. Vivimos una vida sintética y veloz, maquinista y democrática. Rechazo por eso la novela tradicional, que transporta pesadamente descripciones e intrigas, e intento un cuerpo diferente para el contenido eterno. Ahí está la explicación del rótulo «novela de la guerra marroquí» que lleva El blocao. En esto no se han puesto de acuerdo los críticos. Mientras unos han hablado de un libro de novelas cortas, otros lo han llamado colección de cuentos y muchos narraciones o relatos. Yo quise hacer una novela sin otra unidad que la atmósfera que sostiene los episodios. El argumento clásico está sustituido por la dramática trayectoria de la guerra, así como el personaje, por su misma impersonalidad, quiere ser el soldado español, llámese Villabona o Carlos Arnedo. De este modo pretendo interesar al lector de modo distinto al conocido; es decir, metiéndolo en un mundo opaco y trágico, sin héroes, sin grandes individualidades, tal como yo sentí el Marruecos de entonces.
Y, para terminar, quiero referirme al sentido político que se ha dado a mi libro, unas veces con aplauso y otras con censura. Sería insensato mezclar la política con la literatura, si no fuera para obtener resultados artísticos. Tratándose de Marruecos, que es un largo y doloroso problema español, pienso que muchos lectores fueron al libro previamente equipados de la opinión que les merecía aquella guerra. Resultó un libro antibélico y civil, y me congratulo de ello, porque soy pacifista por convicciones políticas, y adversario, por tanto, de todo régimen castrense. Pero al escribir El blocao no me propuse ningún fin proselitista: quise convertir en materia de arte mis recuerdos de la campaña marroquí. Yo no tengo la culpa de que haya sido tan brutal, tan áspera o tan gris. Quizá no haya sabido inhibirme bastante de mi personal ideología. ¿Qué escritor, sin embargo, está libre de tales preferencias? El arte más puro se somete a una concepción temperamental de la vida y refleja siempre gustos, inclinaciones y sentimientos del autor.
Lo que sucede es que mi libro llega a las letras castellanas cuando la juventud que escribe no siente otra preocupación fundamental que la de la forma. El blocao tiene que parecer un libro huraño, anarquizante y rebelde, porque bordea un tema político y afirma una preocupación humana. Me siento tan unido a los destinos de mi país, me afectan de tal modo los conflictos de mi tiempo, que será difícil que en mi labor literaria pueda dejar de oírse nunca su latido.

I. EL BLOCAO

LLEVÁBAMOS CINCO MESES en aquel blocao y no teníamos esperanzas de relevo. Nuestros antecesores habían guarnecido la posición año y medio. Los recuerdo feroces y barbudos, con sus uniformes desgarrados, mirando de reojo, con cierto rencor, nuestros rostros limpios y sonrientes. Yo le dije a Pedro Núñez, el cabo:
—Hemos caído en una cueva de Robinsones.
El sargento que me hizo entrega del puesto se despidió de mí con ironías como ésta:
—Buena suerte, compañero. Esto es un poco aburrido, sobre todo para un cuota. Algo así como estar vivo y metido en una caja de muerto.
«¡Qué bárbaro!», pensé. No podía comprender sus palabras. Porque entonces iba yo de Tetuán, ciudad de amor más que de guerra, y llevaba en mi hombro suspiros de las mujeres de tres razas. Los expedicionarios del 78 de Infantería no habíamos sufrido todavía la campaña ni traspasado las puertas de la ciudad. Nuestro heroísmo no había tenido ocasión de manifestarse más que escalando balcones en la Sueca, jaulas de hebreas enamoradas, y acechando las azoteas del barrio moro, por donde al atardecer jugaban las mujeres de los babucheros y los notarios. Cuando a nuestro batallón lo distribuyeron por las avanzadas de Beni Arós, y a mí me destinaron, con veinte hombres, a un blocao, yo me alegré, porque iba, al fin, a vivir la existencia difícil de la guerra.
Confieso que en aquel tiempo mi juventud era un tanto presuntuosa. No me gustaba la milicia; pero mis nervios, ante los actos que juzgaba comprometidos, eran como una traílla de perros difícil de sujetar bajo la voz del cuerno de caza. Me fastidiaban las veladas de la alcazaba, entre cante jondo y mantones de flecos, tanto como la jactancia de algunos alféreces, que hacían sonar sus cruces de guerra en el paseo nocturno de la plaza de España.
Por eso la despedida del sargento me irritó. Se lo dije a Pedro Núñez, futuro ingeniero y goal-keeper de un equipo de fútbol:
—Estos desgraciados creen que nos asustan. A mí me tiene sin cuidado estar aquí seis meses o dos años. Y, además, tengo ganas de andar a tiros.
Pero a los quince días ya no me atrevía a hablar así. Era demasiado aburrido. Los soldados se pasaban las horas sobre las escuálidas colchonetas, jugando a los naipes. Al principio, yo quise evitarlo. Aun careciendo de espíritu militar, no me parecía razonable quebrantar de aquel modo la moral cuartelera. Pedro Núñez, que jugaba más que nadie, se puso de parte de los soldados.
—Chico —me dijo—, ¿qué vamos a hacer si no? Esto es un suplicio. Ni siquiera nos atacan.
Al fin consentí. Paseando por el estrecho recinto sentía el paso lento y penoso de los días, como un desfile de dromedarios. Yo mismo, desde mi catre, lancé un día una moneda entre la alegre estupefacción de la partida:
—Dos pesetas a ese as.
Las perdí, por cierto. Los haberes del destacamento aumentaban cada semana, a medida que llegaban los convoyes; pero iban íntegros de un jugador a otro, según variaba la suerte. Aquello me dio, por primera vez, una idea aproximada de la economía social. Había un soldado vasco que ganaba siempre; pero como hacía préstamos a los restantes, el desequilibrio del azar desaparecía. Pensé entonces que en toda república bien ordenada el prestamista es insustituible. Pero pensé también en la necesidad de engañarle.

El juego no bastaba, sin embargo. Cada día éramos más un rebaño de bestezuelas resignadas en el refugio de una colina. Poco a poco, los soldados se iban olvidando de retozar entre sí, y ya era raro oír allí dentro el cohete de una risa. Llegaba a inquietarme la actitud inmóvil de los centinelas tras la herida de piedra de las aspilleras, porque pensaba en la insurrección de aquellas almas jóvenes recluidas durante meses enteros en unos metros cuadrados de barraca. Cuando llegaban los convoyes, yo tenía que vigilar más los paquetes de correo que los envoltorios de víveres. Los soldados se abalanzaban, hambrientos, sobre mi mano, que empuñaba cartas y periódicos.
—Tienes gesto de domador que reparte comida a los chacales —me decía Pedro Núñez.
Los chacales se humanizaban enseguida con una carta o un rollo de periódicos, devorados después con avidez en un rincón. Los que no recibían correspondencia me miraban recelosamente y escarbaban con los ojos mis periódicos. Tenía que prometerles una revista o un diario para calmar un poco su impaciencia.
Sin darnos cuenta, cada día nos parecíamos más a aquellos peludos a quienes habíamos sustituido. Éramos como una reproducción de ellos mismos, y nuestra semejanza era una semejanza de cadáveres verticales movidos por un oscuro mecanismo. El enemigo no estaba abajo, en la cabila, que parecía una vedija verde entre las calaveras mondadas de dos lomas. El enemigo andaba por entre nosotros, calzado de silencio, envuelto en el velo impalpable del fastidio.
Alguna noche, el proyectil de un paco venía a clavarse en el parapeto. Lo recibíamos con júbilo, como una llamada alegre de tambor, esperando un ataque que hiciera cambiar, aunque fuera trágicamente, nuestra suerte. Pero no pasaba de ahí. Yo distribuía a los soldados por las troneras y me complacía en darles órdenes para una supuesta lucha, una lucha que no llegaba nunca. Dijérase que los moros preferían para nosotros el martirio de la monotonía. A las dos horas de esperarlos, yo me cansaba, y, lleno de rabia, mandaba hacer una descarga cerrada.
Como si quisiera herir, en su vientre sombrío, a la tranquila noche marroquí.

Un domingo se me puso enfermo un soldado. Era rubio y tímido y hablaba siempre en voz baja. Tenía el oficio de aserrador en su montaña gallega. Una tarde, paseando por el recinto, me había hablado de su oficio, de su larga sierra que mutilaba castaños y abedules, del rocío dorado de la madera, que le caía sobre los hombros como un manto. El cabo y yo vimos cómo el termómetro señalaba horas después los 40 grados. En la bolsa de curación no había más que quinina, y le dimos quinina.
Al día siguiente, la fiebre alta continuaba. Era en febrero y llovía mucho. No podíamos, pues, utilizar el heliógrafo para avisar al campamento general. En vano hice funcionar el telégrafo de banderas. Faltaban cinco días para la llegada del convoy, y yo temía que el soldado se me muriese allí, sobre mi catre, entre la niebla del delirio. Me pasaba las horas en la explanada del blocao, buscando entre la espesura de las nubes un poco de sol para mis espejos. En vano sangraban en mis manos las banderas de señales. Pedíamos al cielo un resplandor, un guiño de luz para salvar una vida.
Pero el soldado, en sus momentos de lucidez, sonreía. Sonreía porque Pedro Núñez le anunciaba:
—Pronto te llevarán al hospital.
Otro soldado subrayaba, con envidia:
—¡Al hospital! Allí sí que se está bien.
Preferían la enfermedad; yo creo que preferían la muerte.
Por fin, el jueves, la víspera del convoy, hizo sol. Me apresuré a captarlo en el heliógrafo y escribir con alfabeto de luz un aviso de sombras.
Por la tarde se presentó un convoy con el médico. El enfermo marchó en una artola, sonriendo, hacia el hospital. Creo que salió de allí para el cementerio. Pero en mi blocao no podía morir, porque, aun siendo un ataúd, no era un ataúd de muertos.

Una mujer. Mis veintidós años vociferaban en coro la preciosa ausencia. En mi vida había una breve biografía erótica. Pero aquella soledad del destacamento señalaba mis amores pasados como un campo sin árboles. Mi memoria era una puerta entreabierta por donde yo, con sigilosa complacencia, observaba una cita, una espera, un idilio ilegal. Este hombre voraz que va conmigo, este que conspira contra mi seriedad y me denuncia inopinadamente cuando una mujer pasa por mi lado, era el que paseaba su carne inútil alrededor del blocao. Por ese túnel del recuerdo llegaban las tardes de cinematógrafo, las rutilantes noches de verbena, los alegres mediodías de la playa. Volaban las pamelas en el viento de julio y ardían los disfraces de un baile bajo el esmeril de la helada. Mi huésped subconsciente colocaba a todas horas delante de mis ojos su retablo de delicias, su sensual fantasmagoría, su implacable obsesión. Y no era yo solo. Al atardecer, los soldados, en corro, sostenían diálogos obscenos, que yo sorprendía al pasar, un poco avergonzado de la coincidencia.
—Porque la mujer del teniente…
—Estaba loca, loca…
Sólo la saludable juventud de Pedro Núñez se salvaba allí. Yo iba a curarme en sus anécdotas estudiantiles, en sus nostalgias de gimnasio y alpinismo, como un enfermo urbano que sale al aire de la sierra.
Una de mis distracciones era observar, con el anteojo de campaña, la cabila vecina. La cabila me daba una acentuada sensación de vida en común, de macrocosmos social, que no podía obtener del régimen militar de mi puesto. Desde muy temprano, mi lente acechaba por el párpado abierto de una aspillera. El aduar estaba sumergido en un barranco y tenía que esperar, para verlo, a que el sol quemase las telas de la niebla. Entonces aparecían allá abajo, como en las linternas mágicas de los niños, la mora del pollino y el moro del Rémington, la chumbera y la vaca, el columpio del humo sobre la choza gris.
Buscaba a la mujer. A veces, una silueta blanca que se evaporaba con frecuencia entre las higueras hacía fluir en mí una rara congoja, la tierna congoja del sexo. ¿Qué clase de emoción era aquélla que en medio del campo solitario me ponía en contacto con la inquietud universal? Allí me reconocía. Yo era el mismo que en una calle civilizada, entre la orquesta de los timbres y las bocinas, esperaba a la muchacha del escritorio o del dancing. Yo era el náufrago en el arenal de la acera, con mi alga rubia y escurridiza en el brazo, cogida en el océano de un comedor de hotel. Y aquel sufrimiento de entonces, tras el tubo del anteojo, buscando a cuatro kilómetros de distancia el lienzo tosco de una mora, era el mismo que me había turbado en la selva de una gran ciudad.

Nuestra única visita, aparte del convoy, era una mora de apenas quince años, que nos vendía higos chumbos, huevos y gallinas.
—¿Cómo te llamas, morita?
—Aixa.
Era delgada y menuda, con piernas de galgo. Lo único que tenía hermoso era la boca. Una boca grande, frutal y alegre, siempre con la almendra de una sonrisa entre los labios.
—¡Paisa! ¡Paisa!
Chillaba como un pajarraco cuando, al verla, la tromba de soldados se derrumbaba sobre la alambrada. Yo tenía que detenerlos:
—¡Atrás! ¡Atrás! Todo el mundo adentro.
Ella entonces sacaba de entre la paja de la canasta los huevos y los higos y me los ofrecía en su mano sucia y dura. Yo, en broma, le iba enseñando monedas de cobre; pero ella las rechazaba con un mohín hasta que veía brillar las piezas de plata. A veces, se me quedaba mirando con fijeza, y a mí me parecía ver en aquellos ojos el brillo de un reptil en el fondo de la noche. Pero en alguna ocasión el contacto con la piel áspera de su mano me enardecía, y cierta furia sensual desesperaba mis nervios. Entonces la dejaba marchar y le volvía la espalda para desengancharme definitivamente de su mirada.
Un anochecer, cuando ya habíamos cerrado la alambrada, Pedro Núñez vino a avisarme:
—El centinela dice que ahí está la morita.
—¡A estas horas!
—Yo creo que debemos decirle que se vaya. Porque esta gente…
—¿No ha dicho qué quiere?
—Ha pedido que te avise.
—Voy a ver.
—No salgas, ¿eh? Sería una imprudencia.
—¡Bah! Tendrá falta de dinero.
Salí al recinto. Aixa estaba allí, tras los alambres, sonriente, con su canasta en la mano.
—¿Qué quieres tú a estas horas?
—¡Paisa! Higos.
—No es hora de traerlos.
Le vi un gesto, entre desolado y humilde, que me enterneció. Y sentí como nunca un urgente deseo de mujer, una oscura y voluptuosa desazón. La figura blanca de Aixa estaba como suspendida entre las últimas luces de la tarde y las primeras sombras de la noche. Abrí la alambrada.
—Vamos a ver qué traes.
Aixa dio un grito, no sé si de dolor o de júbilo. Y aquello fue tan rápido que las frases más concisas son demasiado largas para contarlo. Un centinela gritó:
—¡Mi sargento, los moros!
Sonó una descarga a mi izquierda en el momento en que yo me tiraba al suelo, sujetando a la mora por las ropas. La arrastré de un tirón hasta las puertas del blocao, y allí me hirieron. Pedro Núñez nos recogió a los dos cuando ya los moros saltaban la alambrada chillando y haciendo fuego. Fue una lucha a muerte, una lucha de cuatro horas, donde el enemigo llegaba a meter sus fusiles por las aspilleras. Pero eran pocos, no más de cincuenta. Yo mismo até a Aixa y la arrojé a un rincón, mientras Pedro Núñez disponía la defensa.
No me dolía la herida y pude estar mucho tiempo haciendo fuego en el puesto de un soldado muerto.
A medianoche los moros se retiraron. Al parecer, tenían pocas municiones y habían querido ganarnos por sorpresa. Pedro Núñez me vendó cuando ya me faltaban las fuerzas. Había cuatro soldados muertos y otros tres heridos. Casi nos habíamos olvidado de Aixa, que permanecía en un rincón, prisionera. Me acerqué a ella, y a la luz de una cerilla vi sus ojos fríos y tranquilos. Ya no tenía en la boca su sonrisa de almendra. Me dieron ganas de matarla yo mismo allí dentro. Pero llamé a los soldados:
—Que nadie la toque. Es una prisionera y hay que tratarla bien.
Al día siguiente, cuando ya habíamos transmitido al campamento general la noticia del ataque, llamé a Pedro Núñez:
—Debo ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Tras las huellas de José Díaz Fernández, por Nigel Dennis
  6. Bibliografía
  7. Nota sobre esta edición
  8. NARRATIVA
  9. ENSAYO
  10. OBRA PERIODÍSTICA
  11. Notas