Nunca fuimos modernos
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Nunca fuimos modernos

Ensayos de antropología simétrica

  1. 224 páginas
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Nunca fuimos modernos

Ensayos de antropología simétrica

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Contaminación de los ríos, embriones congelados, coronavirus, sida, agujero de ozono, robots… ¿Cómo comprender estos "objetos" extraños que invaden nuestro mundo? ¿Proceden de la naturaleza o de la cultura? Hasta aquí, las cosas eran simples: para los científicos, la gestión de esta división tradicional del trabajo no puede explicar la proliferación de híbridos. De ahí el sentimiento de pavor que generan y que los filósofos contemporáneos no consiguen disipar.¿Y si hubiéramos tomado el camino errado? De hecho, nuestra sociedad moderna nunca funcionó de acuerdo a la gran división que sustenta su sistema de representación del mundo: la que opone radicalmente la naturaleza a la cultura. En la práctica, los modernos no dejaron de crear objetos híbridos, que proceden tanto de la una como de la otra y que se niegan a pensar. Nunca fuimos verdaderamente modernos, y hoy en día, para comprender nuestro mundo, hay que cuestionar ese paradigma fundador.Traducido a más de veinte lenguas, Nunca fuimos modernos renovó profundamente los debates de la antropología porque modificó por completo la división entre naturaleza en singular y culturas en plural. Al ofrecer una alternativa al posmodernismo, Bruno Latour abrió nuevos campos de investigación y brindó a la ecología posibilidades políticas inéditas.

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Información

Año
2022
ISBN
9789878011677
1. Crisis
La proliferación de los híbridos
En la página 4 del diario leo que este año las mediciones por encima de la Antártida no son buenas: el agujero de la capa de ozono se agranda peligrosamente. Al continuar con la lectura, paso de los químicos de la atmósfera a los ejecutivos de Atochem y de Monsanto, que modifican sus cadenas de producción para remplazar los inocentes clorofluorcarbonos, acusados de crimen contra la ecosfera. Algunos párrafos más adelante tenemos a los jefes de Estado de los grandes países industrializados que hablan de química, heladeras, aerosoles y gases inertes. Pero en la parte inferior de la columna, me encuentro con que los meteorólogos ya no están de acuerdo con los químicos y hablan de fluctuaciones cíclicas. Por si fuera poco, los industriales ya no saben qué hacer. Los capitostes también vacilan. ¿Hay que esperar? ¿Ya es demasiado tarde? Más abajo, los países del tercer mundo y los ecologistas se meten donde no los llaman y hablan de tratados internacionales, de derecho de las generaciones futuras, de derecho al desarrollo y de moratorias.
Así, el artículo mezcla reacciones químicas y políticas. Un mismo hilo relaciona la más esotérica de las ciencias y la política más baja, el cielo más lejano y una fábrica específica en las afueras de Lyon, el peligro más global y las elecciones que vienen, o el próximo consejo de administración. Los tamaños, los desafíos, las duraciones, los actores no son comparables y sin embargo ahí están, comprometidos en la misma historia.
En la página 6 del diario me entero de que el virus del sida de París contaminó al del laboratorio del profesor Gallo, que los señores Chirac y Reagan, sin embargo, habían jurado solemnemente no volver a cuestionar el historial de ese descubrimiento, que las industrias químicas se demoran en poner en el mercado medicamentos reclamados a voz en cuello por enfermos organizados en asociaciones militantes, que la epidemia se extiende en el África negra. Una vez más, capitostes, químicos, biólogos, pacientes desesperados, industriales, se encuentran comprometidos en una misma historia incierta.
En la página 8 se habla de computadoras y de microchips controlados por los japoneses; en la 9, de embriones congelados; en la 10, de bosques que arden arrasando en sus columnas de humo especies en peligro que algunos naturalistas quieren proteger; en la 11, de ballenas provistas de collares con radiobalizas adosadas; también en la 11, un basural del Norte, símbolo de la explotación obrera, que se acaba de clasificar como reserva ecológica a causa de la flora rara que allí se desarrolló. En la 12, el papa, los obispos, Roussel-Uclaf,[1] las trompas de Falopio y los fundamentalistas tejanos se reúnen alrededor del mismo contraceptivo en una extraña cohorte. En la 14, lo que vincula al señor Delors, Thomson, la Comunidad Económica Europea, las comisiones de estandarización, de nuevo los japoneses y los productores de telefilmes. Se cambian algunas líneas en el estándar de la pantalla y los miles de millones de francos, los millones de televisores, los miles de horas de telefilmes, los centenares de ingenieros, las decenas de ejecutivos se ponen a bailar.
Felizmente, en el diario hay algunas páginas tranquilas donde se habla de pura política (una reunión del partido radical), y el suplemento de libros donde las novelas relatan las aventuras exultantes del yo profundo (te amo, ya no te amo). Sin esas páginas despejadas, uno se marearía. Lo que ocurre es que esos artículos híbridos que dibujan madejas de ciencia, de política, de economía, derecho, religión, técnica, ficción, se multiplican. Si la lectura del diario es la oración del hombre moderno, entonces es un hombre muy extraño el que hoy ruega leyendo eso asuntos embrollados. Aquí, la cultura y la naturaleza resultan mezcladas todos los días.
Sin embargo, nadie parece preocuparse por eso. Las páginas de Economía, Política, Ciencias, Libros, Cultura, Religión, Policiales se reparten los proyectos como si tal cosa. El más pequeño virus del sida hace que uno pase del sexo al inconsciente, al África, a los cultivos de células, al ADN, a San Francisco; pero los analistas, los pensadores, los periodistas y los que toman decisiones van a recortar la fina red que dibuja el virus en pequeños compartimientos limpios donde sólo se encontrará ciencia, economía, representaciones sociales, policiales, piedad, sexo. Aprieten el aerosol más inocente y se verán llevados hacia la Antártida, y de ahí hacia la Universidad de California en Irvine, las cadenas de montaje de Lyon, la química de los gases inertes, y de ahí quizás hacia la ONU, pero ese hilo frágil será roto en otros tantos segmentos cuantas disciplinas puras hay: no mezclemos el conocimiento, el interés, la justicia, el poder. No mezclemos el cielo y la tierra, lo global y lo local, lo humano y lo inhumano. “Pero, ¿esas madejas constituyen la mezcla —dirán ustedes—, tejen nuestro mundo?” “Que sea como si no existieran”, responden los analistas. Ellos cortaron el nudo gordiano con una espada bien afilada. El timón se ha roto: a la izquierda el conocimiento de las cosas, a la derecha el interés, el poder y la política de los hombres.
Volviendo a atar el nudo gordiano
Desde hace unos veinte años, mis amigos y yo estudiamos esas situaciones extrañas que la cultura intelectual en la que vivimos no sabe dónde ubicar. A falta de otra cosa, nos llamamos sociólogos, historiadores, economistas, politólogos, filósofos, antropólogos. Pero a esas disciplinas venerables siempre añadimos el genitivo: de las ciencias y las técnicas. Science studies es la fórmula de los ingleses, o ésta, demasiado pesada: “Ciencias, técnicas, sociedades”. Sea cual fuere la etiqueta, siempre se trata de volver a atar el nudo gordiano atravesando, tantas veces como haga falta, el corte que separa los conocimientos exactos y el ejercicio del poder, digamos la naturaleza y la cultura. Híbridos nosotros mismos, instalados de soslayo en el interior de las instituciones científicas, algo ingenieros, algo filósofos, terceros instruidos sin buscarlo, hicimos la elección de describir las madejas dondequiera que nos lleven. Nuestro vehículo es la noción de traducción o de red. Más flexible que la noción de sistema, más histórica que la de estructura, más empírica que la de complejidad, la red es el hilo de Ariadna de esas historias mezcladas.
Sin embargo, esos trabajos siguen siendo incomprensibles porque están recortados en tres según las categorías usuales de las críticas. Forman parte de la naturaleza, de la política o del discurso.
Cuando MacKenzie describe la central de inercia de los misiles intercontinentales (1990);[2] cuando Callon describe los electrodos de las pilas de combustible (1989); cuando Hughes describe el filamento de la lámpara incandescente de Edison (1983a); cuando yo describo la bacteria del ántrax atenuada por Pasteur (1984) o los péptidos del cerebro de Guillemin (1988a), los críticos se imaginan que estamos hablando de técnicas y de ciencias. Como en su opinión estas últimas son marginales o a lo sumo no manifiestan más que el puro pensamiento instrumental y calculador, los que se interesan en la política o en las almas pueden dejarlas a un lado. Sin embargo, esas investigaciones no tratan acerca de la naturaleza o del conocimiento, de las cosas en sí, sino de su inclusión en nuestros colectivos y en los sujetos. No hablamos del pensamiento instrumental sino de la misma materia de nuestras sociedades. MacKenzie despliega toda la Armada norteamericana y hasta a los diputados para hablar de su central de inercia; Callon moviliza a Électricité de France y Renault así como a grandes sectores de la política energética francesa para comprender los intercambios de iones en el extremo de su electrodo; Hughes reconstruye todo Estados Unidos alrededor del hilo incandescente de la lámpara de Edison; si uno tira del hilo de las bacterias de Pasteur lo que viene es toda la sociedad francesa del siglo XIX, y se vuelve imposible comprender los péptidos del cerebro sin adosarles una comunidad científica, los instrumentos, las prácticas, pertrechos que se parecen muy poco a la materia gris y el cálculo.
“Pero, entonces, ¿es política? ¿Usted reduce la verdad científica a intereses y la eficacia técnica a maniobras políticas?” Éste es el segundo malentendido. Si los hechos no ocupan el lugar a la vez marginal y sagrado que les reservan nuestras adoraciones, ahí los tenemos, reducidos de inmediato a meras contingencias locales y a pobres artimañas. Sin embargo, no hablamos del contexto social y de los intereses de poder, sino de su inclusión en las comunidades y los objetos. La organización de la Armada norteamericana se modifica profundamente por la alianza que se hace entre sus oficinas y las bombas; Électricité de France y Renault se vuelven irreconocibles según inviertan en la pila de combustible o en el motor de explosión; los Estados Unidos no son los mismos antes y después de la electricidad; no se trata del mismo contexto social del siglo XIX según esté construido con gente pobre o con pobres infectados de microbios; en cuanto al sujeto inconsciente tendido en su diván, cuán diferente es según su cerebro seco descargue neurotransmisores o su cerebro húmedo segregue hormonas. Ninguno de esos estudios puede volver a emplear lo que los sociólogos, los psicólogos o los economistas nos dicen del contexto social o del sujeto para aplicarlos a las cosas exactas. Cada vez, tanto el contexto como el ser humano resultan redefinidos. Así como los epistemólogos no reconocen ya en las cosas colectivizadas que les ofrecemos las ideas, los conceptos, las teorías de su infancia, de igual modo las ciencias humanas no pueden reconocer en esos colectivos llenos de cosas que desplegamos los juegos de poder de su adolescencia militante. Tanto a la izquierda como a la derecha, las finas redes trazadas por la pequeña mano de Ariadna son más invisibles que las de las arañas.
“Pero si usted no habla ni de las cosas en sí, ni de los humanos entre ellos, es porque no habla más que del discurso, de la representación, del lenguaje, de los textos.” Éste es el tercer malentendido. Los que ponen entre paréntesis el referente exterior —la naturaleza de las cosas— y el locutor —el contexto pragmático o social—, en efecto no pueden hablar más que de los efectos de sentido y de los juegos de lenguaje. Sin embargo, cuando MacKenzie escruta la evolución de la central de inercia, está hablando de disposiciones que pueden matarnos a todos; cuando Callon sigue de cerca los artículos científicos, de lo que está hablando es de estrategia industrial, al mismo tiempo que de retórica (Callon, Law y otros, 1986); cuando Hughes analiza los cuadernos de notas de Edison, el mundo interior de Menlo Park pronto será el mundo exterior de todo Estados Unidos; cuando yo describo la domesticación de los microbios por Pasteur, lo que movilizo es la sociedad del siglo XIX y no sólo la semiótica de los textos de un gran hombre; cuando describo la invención-descubrimiento de los péptidos del cerebro, realmente estoy hablando de los mismos péptidos y no simplemente de su representación en el laboratorio del profesor Guillemin. Sin embargo, en verdad se trata de retórica, de estrategia textual, de escritura, de puesta en escena, de semiótica, pero que de una forma nueva conecta a la vez la naturaleza de las cosas y el contexto social, sin reducirse no obstante ni a una ni a otro.
Es evidente que nuestra vida intelectual está muy mal hecha. La epistemología, las ciencias sociales, las ciencias del texto, cada una tiene su casa propia, pero a condición de ser distintas.
Si los seres que a ustedes les interesan atraviesan las tres, dejan de ser comprendidos. Ofrezcan a las disciplinas establecidas alguna bella red sociotécnica, algunas bellas traducciones, las primeras extraerán los conceptos y arrancarán todas sus raíces que podrían unirlas a lo social o a la retórica; las segundas les cortarán la dimensión social y política y la purificarán de cualquier objeto; las terceras, por último, conservarán el discurso pero lo purgarán de toda adherencia indebida a la realidad —horresco referens— y a los juegos de poder. El agujero de la capa de ozono sobre nuestras cabezas, la ley moral en nuestro corazón, el texto autónomo, por separado, pueden atraer a nuestros críticos. Pero que una delicada lanzadera haya unido el cielo, la industria, los textos, las almas y la ley moral, eso es lo que sigue siendo ignorado, indebido, inaudito.
La crisis de la crítica
Los críticos desarrollaron tres repertorios distintos para hablar de nuestro mundo: la naturalización, la socialización, la deconstrucción. Para no andar con rodeos y con un poco de injusticia, digamos Changeux, Bourdieu, Derrida. Cuando el primero habla de hechos naturalizados, no existe ya ni sociedad ni sujeto ni forma del discurso. Cuando el segundo habla de poder sociologizado, no hay ya ni ciencia ni técnica ni texto ni contenido. Cuando el tercero habla de efectos de verdad, creer en la existencia real de las neuronas del cerebro o de los juegos de poder sería hacer gala de una gran ingenuidad. Cada una de estas formas de crítica es poderosa en sí misma pero imposible de combinar con las otras. ¿Pueden imaginarse por un momento un estudio que haría del agujero de ozono algo naturalizado, sociologizado y deconstruido? La naturaleza de los hechos estaría absolutamente establecida, serían previsibles las estrategias de poder, pero, ¿no se trataría sino de efectos de sentido que proyectan la pobre ilusión de una naturaleza y un locutor? Un patchwork semejante sería algo grotesco. Nuestra vida intelectual sigue siendo reconocible mientras los epistemólogos, los sociólogos y los deconstruccionistas permanezcan a distancia conveniente, nutriendo sus críticas con la debilidad de los otros dos abordajes. Desarrollen las ciencias, desplieguen los juegos de poder, desprecien la creencia en una realidad, pero no mezclen esos tres ácidos cáusticos.
Sin embargo, una de dos: o bien las redes que hemos desplegado no existen realmente, y los críticos tienen buenas razones para marginar los estudios sobre las ciencias o trocearlos en tres conjuntos distintos —hechos, poder, discurso—; o bien las redes son tal y como las hemos descrito y atraviesan las fronteras de los grandes feudos de la crítica, y no son ni objetivas ni sociales ni efectos de discurso al tiempo que son reales, colectivas y discursivas. O bien nosotros, los portadores de malas nuevas, debemos desaparecer, o bien la crítica debe entrar en crisis a causa de esas redes sobre las que se rompe los dientes. Los hechos científicos están construidos pero no pueden reducirse a lo social porque éste se puebla de objetos movilizados para construirlo. El agente de esta doble construcción viene de un conjunto de prácticas que la noción de deconstrucción captura tan mal como le es posible. El agujero de ozono es demasiado social y demasiado narrado para ser realmente natural; la estrategia de las firmas y de los jefes de Estado, demasiado llena de reacciones químicas para ser reducida al poder y al interés; el discurso de la ecosfera demasiado real y demasiado social para reducirse a efectos de sentido. ¿Es nuestra la culpa si las redes son a la vez reales como la naturaleza, narradas como el discurso, colectivas como la sociedad? ¿Debemos seguir abandonándolas a los recursos de la crítica, o abandonarlas adhiriéndonos al sentido común de la tripartición crítica? Nuestras pobres redes son como los kurdos apropiados por los iraníes, los iraquíes y los turcos que, caída la noche, atraviesan las fronteras, se casan entre ellos y sueñan con una patria común extraída de los tres países que los desmembran.
Este dilema carecería de solución si la antropología no nos hubiese habituado desde hace tiempo a tratar sin crisis ni crítica el tejido sin costura de las naturalezas-culturas. Hasta el más racionalista de los etnógrafos, una vez enviado a tierras distantes, es capaz de relacionar en una misma monografía los mitos, las etnociencias, las genealogías, las formas políticas, las técnicas, las religiones, las epopeyas y los ritos de los pueblos que estudia. Envíenlo entre los arapesh o entre los achuar, entre los coreanos o los chinos, y obtendrán un relato que relaciona el cielo, los ancestros, la forma de las casas, los cultivos de ñames, mandioca o arroz, los ritos de iniciación, las formas de gobierno y las cosmologías. Ni un elemento que no sea a la vez real, social y narrado.
Si el analista es sutil, les describirá redes que se parecerán como dos gotas de agua a las madejas sociotécnicas que nosotros dibujamos siguiendo los microbios, los misiles o las pilas de combustible en nuestras propias sociedades. También nosotros tenemos miedo de que el cielo se nos caiga sobre la cabeza. También nosotros vinculamos el gesto ínfimo de apretar un aerosol a prohibiciones que atañen al cielo. También nosotros debemos tener en cuenta las leyes, el poder y la moral para comprender lo que dicen nuestras ciencias sobre la química de la alta atmósfera.
Sí, pero nosotros no somos salvajes, ningún antropólogo nos estudia de tal modo, y justamente es imposible hacer sobre nuestras naturalezas-culturas lo que es posible en otras partes, entre los otros. ¿Por qué? Porque nosotros somos modernos. Nuestro tejido ya no es sin costura.[3] Por ello, la continuidad de los análisis resulta imposible. Para los antropólogos tradicionales, no hay, no puede haber, no debe haber antropología del mundo moderno (Latour, 1988b). Las etnociencias pueden relacionarse en parte con la sociedad y el discurso; la ciencia no puede hacerlo. Incluso se debe al hecho de que somos incapaces de estudiarnos así por lo sutiles y distantes que somos cuando vamos a los trópicos a estudiar a los demás. La tripartición crítica nos protege y autoriza a restablecer la continuidad en todos los premodernos. Nos volvimos capaces de hacer etnografía sólidamente adosados a ella. De allí extrajimos nuestro coraje.
La formulación del dilema ahora se ha modificado: o bien es imposible hacer la antropología del mundo moderno, y existen buenas razones para ignorar a aquellos que pretenden ofrecer una patria a las redes sociotécnicas; o bien es posible hacerla aunque habría que alterar la definición de mundo moderno. Pasamos de un problema limitado —¿por qué las redes son inasibles?— a un problema más amplio y más clásico: ¿qué es un moderno? Al profundizar la incomprensión de nuestros mayores respecto de esas redes que, según pretendemos, tejen nuestro mundo, percibimos sus raíces antropológicas. Felizmente, nos ayudan a ello acontecimientos considerables que entierran al viejo topo crítico en sus propios túneleas. Si el mundo moderno resulta a su vez capaz de ser antropologizado, es porque algo le ocurrió. Desde el salón de Mme. de Guermantes sabemos que se necesita un cataclismo como el de la Primera Guerra Mundial para que la cultura intelectual modifique apenas sus costumbres y por fin reciba en su casa a esos arribistas que nadie invitaba.
El milagroso año 1989
Todas las fechas son convencionales, pero la de 1989 lo es un poco menos que las otras. El derrumbe del Muro de Berlín simboliza par...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Dedicatoria
  6. Agradecimientos
  7. 1. Crisis
  8. 2. Constitución
  9. 3. Revolución
  10. 4. Relativismo
  11. 5. Redistribución
  12. Referencias bibliográficas