Visibilidad e interferencia en las prácticas espaciales
  1. 492 páginas
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El espacio como signo de contención, movilidad, identidad cultural, expresión corporal, dispositivo mnemónico y de percepción colectiva e individual permite examinar relaciones sociales y de género, circunstancias histórico-mnemónicas y diferencias culturales. La percepción del espacio se convierte en un proceso mediante el cual un individuo es capaz de definir, construir, imaginar o relacionarse con el territorio desde el cual se quiera posicionar. El presente libro reúne una selección de textos y proyectos heterogéneos que reflexionan sobre el espacio material, social y filosófico en torno a diversas expresiones artísticas y culturales. Se trata de prácticas que transitan por circuitos como el urbanismo, la instalación, el teatro callejero, el lenguaje, la literatura, las políticas culturales y la acción política. Entender estos procesos en una dimensión histórica, teórica y performativa es importante para la comprensión del desarrollo interdisciplinario del arte y sus cruces con las Humanidades y las Ciencias Sociales. Partimos de la idea de que el conocimiento está interconectado, y que la división de disciplinas es una impostura que tiende a impedir el desarrollo de relaciones más complejas.

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Información

Año
2022
ISBN
9786079931667
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Bloque I

BLOQUE I
COORDENADAS

EL ESPACIO COMO DISPOSITIVO MNEMÓNICO, HISTÓRICO Y POLÍTICO

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Con mi agradecimiento a todas y todos con quienes he compartido investigación y docencia, pues el conocimiento nunca es propiedad de un individuo, es siempre un logro común, resultado de la suma de muchos esfuerzos singulares.
El título de este texto1 no deja de ser otro modo de referir a la cuestión de la autonomía, en este caso en relación con la ficción, que es uno de los campos de trabajo habitual de los artistas. Lo planteo convencido de que la pregunta por los límites de la ficción se halla íntimamente relacionada con la pregunta por los límites del conocimiento, por más sorprendente que pueda resultar en principio esta ecuación.
La motivación para abordar estas cuestiones surgió durante el proceso de investigación-creación en el que tuve la suerte de participar a lo largo de 2017: la puesta en voz de Palabras ajenas (1967), del artista argentino León Ferrari2. Durante años, la obra de Ferrari se desarrolló en el ámbito de la más estricta autonomía, es decir, preocupado por cuestiones relacionadas con la forma, la materia y el diálogo con la tradición artística3. Sin embargo, las imágenes de las torturas y masacres en Vietnam que a diario se publicaban en la prensa despertaron en él la necesidad de producir una serie de obras que denunciaran explícitamente la brutalidad de la guerra y la arrogancia de lo que él mismo denominó «la civilización occidental y cristiana» en aquel pequeño país asiático.
Palabras ajenas no es propiamente una obra de ficción: todos los textos que la componen fueron extraídos de periódicos, libros de Historia o de la Biblia. ¿En qué consiste entonces la ficción? En la imaginación de un espacio donde hombres de ámbitos y épocas diversas mantienen conversaciones históricamente imposibles. La ficción permite el diálogo entre Adolf Hitler y el presidente Lyndon B. Johnson, de líderes políticos, militares y religiosos de ambos momentos históricos, incluido Pablo VI, así como la intervención de voces trascendentes, como el Dios del Antiguo Testamento o el San Juan del Apocalipsis.
Al concebir su obra como una denuncia, al desear intervenir de manera directa en el debate público, cabría pensar que Ferrari abandonaba el ámbito de la autonomía para entrar en el de la heteronomía. Es decir, abandonaba el ámbito regulado por la ley artística y entraba en el ámbito regulado por otras normas propias del periodismo, la Historia, la religión y la política. Sin embargo, Ferrari nunca imaginó presentar su obra en la calle, o en el parlamento, sino en teatros, galerías y museos. ¿Qué quiere decir esto? Que, a pesar de su explícita voluntad de colocar en el debate público un tema, seguía confiando en la potencia autónoma de la institución artística y, por tanto, en la eficacia estética.
Cuando hablo de eficacia estética me refiero a la capacidad del arte para hacer visible o para instituir espacios o tiempos de visibilidad. Uno de los objetivos de ese hacer visible es producir experiencias estéticas. Pero el arte no se agota en la superficie sensible, pues en ese caso sería decoración o mero entretenimiento. El arte, y en esto coincido con Hannah Arendt (1958)4, consiste en la realización sensible, a veces incluso corporal, del pensamiento; por ello, además de experiencias, puede producir transformaciones perceptivas, intelectuales o políticas.
Theodor Adorno, que escribió parte de su Teoría Estética (1970) en los mismos años en que Ferrari compuso Palabras ajenas, fue más restrictivo en su definición de la autonomía del arte. Estaba convencido de que la función social del arte residía precisamente en su carencia de función. El arte es social y político por el mero hecho de existir como arte. Lo político se inscribe en todo caso en la forma de la obra, se plasma en el modo de tratar la materia o se impregna en los procesos de producción. Esta carga formal y material es más poderosa en términos sociales que cualquier voluntad de intervención directa, que, con el paso del tiempo —advierte Adorno— quedaría inevitablemente neutralizada5. ¿Sirve de algo hoy denunciar la violencia en Vietnam?
Una concepción radical de la autonomía del arte6 nos llevaría a pensar que el contenido de la ficción artística es indiferente, pues lo político se realiza solo en la forma: daría igual representar un paisaje, una escena histórica, una abstracción, una escena religiosa o un cuerpo crítico. El sentido común nos dice que no es cierto. Obviamente, podemos contemplar todas ellas con distancia. Pero si nos dejamos afectar, probablemente nos producirán emociones muy diferentes, y sobre todo activarán en nosotros pensamientos divergentes. Tales emociones y pensamientos no son incompatibles con la autonomía; al contrario, no existirían sin ella del modo en que se dan, pues sin autonomía no se daría la contemplación o la escucha necesarias para la experiencia estética.
José Ortega y Gasset abordó este tema en su célebre «Meditación del marco» (1921). El filósofo se enfrentaba al problema de escribir un artículo con una extensión no superior a un pliego7. Buscó inspiración en los cuadros que colgaban en su estudio: una reproducción de la Mona Lisa, una escena de Don Juan. Pero hasta un paisaje de Darío de Regoyos le inspiraba una reflexión demasiado ambiciosa como para contenerla en el reducido espacio asignado. «El lector no sospecha los apuros que un hombre pasa para escribir un solo pliego»8. De modo que decidió concentrarse en lo más modesto y lo que era común a todos ellos: el marco. Descubrió que la función del marco no es solo la de condensar la mirada sobre el cuadro, sino delimitar una dimensión diferente de la realidad cotidiana: «Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes. Para que se produzca es, pues, necesario que el cuerpo estético quede aislado del contorno vital»9. La misma función tendría el marco de la escena teatral, lo que Ortega llama la «boca del telón». O la pantalla de cine, o cualquier otra pantalla. El marco define el límite entre la realidad y la ficción, crea por tanto el espacio de autonomía de la ficción.
Es cierto que, desde entonces, los artistas se han empeñado en romper una y otra vez los marcos. ¿Por qué quisieron hacerlo? A veces para resistir la mercantilización del arte y recordar que ellos no producen primariamente objetos de especulación económica. A veces para romper la rigidez de las disciplinas tradicionales y ganar libertad en el uso de diferentes medios expresivos. A veces para unir arte y vida, o para que la práctica artística tenga una incidencia inmediata en lo social. Sin embargo, no está claro que lo hayan conseguido.
Ciertamente, los marcos de madera son cada vez menos frecuentes; a cambio, los artistas han descubierto otros marcos, que ya no son rígidos, sino flexibles; no estáticos, sino dinámicos. El marco puede ser más bien un encuadre, es decir, un modo de mirar cargado por la tradición artística, que es lo que hace posible el arte de los objetos encontrados. O el marco puede ser concebido como un espacio físico o social que se rige por normas específicas (el museo, el teatro, la universidad). Después de haber querido desprenderse del marco, los artistas han descubierto su valor. Y es que la autonomía puede ser empobrecedora si la consideramos como aislamiento, como una clausura en los problemas de la propia disciplina, o como un dar la espalda a la sociedad; pero es emancipadora si la concebimos como capacidad de autorregulación10. Y la autorregulación es algo a lo que no puede renunciar la práctica artística, y sin la cual la ficción quedaría disuelta por la norma de la realidad cotidiana.
El concepto de ‘ficción’ que estoy utilizando no se refiere solo a la producción de historias verosímiles, tal como se encuentran en la ficción literaria o audiovisual. Esta sería una de las posibles acepciones de ‘ficción’, que tiene su origen en el latín fingere, y que por tanto podríamos definir como «algo que finge ser real». Sin embargo, hay otras acepciones de ese mismo término que algunos diccionarios recogen en primer lugar: fingere puede tener el sentido de ‘forjar’, y se puede traducir como «formar», «construir», «componer»11. ‘Ficción’ significaría entonces «usar los medios del arte para construir un sistema de acciones representadas, formas compuestas y signos internamente coherentes»12. La coherencia es algo que se exigía a la ficción, no a la realidad en cuanto flujo de acontecimientos. De hecho, Aristóteles escribió que, a diferencia de los sucesos aparentemente caóticos de la realidad, las tragedias mostraban un orden necesario13.
Al mismo tiempo que las ciencias sociales se apropiaban de la coherencia de la ficción, se fue haciendo evidente que la realidad misma se sustentaba sobre una multiplicidad de ficciones. El sociólogo Erving Goffman (1986) recurrió al mismo término que Ortega, el de «marco» (en inglés frame, que puede ser también «encuadre»), para referirse a esa serie de convenciones que nos permiten comprender un fragmento de vida como una «escena» con sentido14. «Escena» se refiere aquí a ‘vida social’, aunque en su análisis —al igual que ya ocurriera en su obra más conocida sobre la teatralidad social— remite continuamente a analogías entre la sociedad y el teatro, y a ejemplos directos de situaciones sociales tomadas del teatro, de la literatura y el cine. Isaac Joseph propone la siguiente definición: un marco «es un dispositivo cognitivo y práctico de atribución de sentidos, que rige la interpretación de una situación y el compromiso en esta situación, ya sea que se trate de la relación con otro o con la acción en sí misma»15. Quienes no son capaces de reconocer el marco, viven fuera de la realidad o no tienen experiencia de ella: los extranjeros, los niños, los locos, las personas en estado de shock.
Sin embargo, no siempre los marcos fueron tan efectivos para convertir el flujo de lo existente en una realidad con sentido unívoco. El filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría explicó de qué modo, tras la Conquista de América, «los indios» aceptaron la cultura, la religión y la organización social que les impusieron los españoles, pero no como realidad, sino como ficción. Fueron capaces de superponer dos marcos de sentido: al tiempo que aparentaban respetar las leyes nuevas y...

Índice

  1. VISIBILIDAD E INTERFERENCIA EN LAS PRÁCTICAS ESPACIALES
  2. BLOQUE I COORDENADAS
  3. BLOQUE II FALLAS
  4. BLOQUE III RUTAS
  5. BIBLIOGRAFÍA