Casas muertas / Oficina N.º 1
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Casas muertas / Oficina N.º 1

  1. 456 páginas
  2. Spanish
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Casas muertas / Oficina N.º 1

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Antaño conocido como la rosa de los Llanos por su belleza y prosperidad, Ortiz es ahora un pueblo en ruinas, asolado por la guerra y la enfermedad. Entre sus escombros y los ecos de una gloria pasada vive Carmen Rosa, una joven que sueña con un futuro lejos del recuerdo y la muerte, allá en el desierto, donde dicen que la prosperidad brota de la tierra y de la noche a la mañana nacen flamantes pueblos en los que la vida bulle con ardor.Casas muertas y Oficina N.º1 forman un díptico que marcó un hito en la literatura venezolana y fue admirado por escritores como Gabriel García Márquez y Pablo Neruda. Con un lirismo extraordinario, Miguel Otero Silva nos muestra la lenta agonía de un pueblo herido de muerte, y el nacimiento apresurado de los primeros asentamientos petroleros del país.

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Información

Año
2022
ISBN
9789992076231
Edición
1
Categoría
Literatura
EL AUTOR










Miguel Otero Silva, nacido en el estado de Anzoátegui en 1908, fue uno de los escritores más importantes de la literatura venezolana. Cuando estudiaba ingeniería en la Universidad Central de Caracas se unió a la generación del 28, un grupo estudiantil que se rebeló contra el régimen de Juan Vicente Gómez. El fracaso de la insurgencia lo llevó a exiliarse en Curazao, de donde volvió en el vapor estadounidense Maracaibo llevando al gobernador de la región como rehén con la firme intención de derrocar al dictador Gómez, intento nuevamente frustrado por las fuerzas armadas. Esta vez se refugió en la sierra falconiana y desde allí huyó a pie hasta Colombia. En el exilio publicó su primera novela, Fiebre (1939). En 1942 regresó a Venezuela y fundó, junto a su padre, el periódico El Nacional, actualmente el medio de comunicación referente del país. En 1955 publicó su segunda novela, casas muertas, que rápidamente se convirtió en un fenómeno literario, recibió el Premio Nacional de Literatura de Venezuela en 1956 y hoy es considerado un clásico contemporáneo de las letras venezolanas. Tal fue el éxito que seis años después, en 1961, publicó su continuación, oficina n.º 1, ambas novelas presentadas en esta edición en un solo volumen. En 1979 recibió el Premio Lenin de la Paz, galardón soviético equivalente al Premio Nobel de la Paz. Otero Silva murió en 1985 siendo un escritor admirado por autores tan conocidos como Pablo Neruda y Gabriel García Márquez.







CASAS MUERTAS
SEGUIDO DE
OFICINA N.º1
Primera edición: abril de 2022
© Miguel Otero Silva, 1955, 1961
© de la nota del editor: Jan Arimany
© de esta edición:
Trotalibros Editorial
C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª
AD500 Andorra la Vella, Andorra
www.trotalibros.com
Editado con la colaboración del Govern d'Andorra.
ISBN: 978-99920-76-23-1
Depósito legal: AND.8-2022
Maquetación y diseño interior: Klapp
Corrección: Marisa Muñoz
Diseño de la colección y cubierta: Klapp
Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.







MIGUEL OTERO SILVA
CASAS MUERTAS
SEGUIDO DE
OFICINA N.º1
PITEAS · 11







CASAS MUERTAS







CAPÍTULO I UN ENTIERRO
1








Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio, y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero. Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada, fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del acabamiento.
Al frente del cortejo marchaba Nicanor, el monaguillo, sosteniendo el crucifijo en alto, entre dos muchachos más pequeños y armados de elevados candelabros. Luego el padre Pernía, sudando bajo las telas del hábito y el sol del Llano. Enseguida los cuatro hombres que cargaban la urna y, finalmente, treinta o cuarenta vecinos de rostros terrosos. El ritmo pausado del entierro se adaptada fielmente a su caminar de enfermos. Así, paso a paso, arrastrando los pies, encorvando los hombros bajo la presión de un peso inexistente, se les veía transitar a diario por las calles del pueblo, por los campos medio sembrados, por los corredores de las casas.
Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebastián era sabida por todos —ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo no la ignoraba— desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella. Al principio luchó por impedir que llegara hasta sus ojos esa lluvia que le estremecía la garganta. Sabía que Sebastián, como confirmación inapelable de su sentencia de muerte, solo esperaba ver brotar sus lágrimas. Observaba los angustiados ojos febriles espiándole el llanto y ponía toda su voluntad en contenerlo. Y lo lograba, merced a un esfuerzo violento y sostenido para deshacer el nudo que le enturbiaba la voz, mientras se hallaba en la larga sala encalada donde Sebastián se moría. Pero luego, al asomarse a los corredores en busca de una medicina o de un vaso de agua, el llanto le desbordaba los ojos y le corría libremente por el rostro. Más tarde, en la noche, cuando caminaba hacia su casa por las calles penumbrosas y, más aún, cuando se tendía en espera del sueño, Carmen Rosa lloraba inacabablemente y el tanto llorar le serenaba los nervios, le convertía la desesperación en un dolor intenso pero llevadero, casi dolor tierno después, cuando el amanecer comenzaba a enredarse en la ramazón del cotoperí y ella continuaba tendida con los ojos abiertos y anegados, aguardando un sueño que nunca llegaba.
Ahora marchaba sin lágrimas, confundida entre la gente que asistía al entierro. Habían dejado a la espalda las dos últimas casas y remontaban la leve cuesta que conducía a la entrada del cementerio. Ella caminaba arrastrando los pies como todos, en la misma cadencia de todos, pero se sentía tan lejana, tan ausente de aquel desfile cuyo sentido se negaba a aceptar, que a ratos parecíale que ella y la que caminaba con su cuerpo eran dos personas distintas y que bien podía la una seguir con pasos de autómata hasta el cementerio, en tanto que la otra regresaba a la casa en busca del llanto.
Dos mujeres la acompañaban. A un lado su madre, doña Carmelita, con el mohín de niño asustado que la vejez no había logrado borrar, llorando no tanto por Sebastián muerto, como por el dolor que sobre Carmen Rosa pesaba, sintiéndose infinitamente pequeña y miserable por no haber podido evitarle a la hija aquel infortunio. A la izquierda iba Marta, la hermana, preñada como el año pasado, heroicamente fatigada por aquella lenta marcha ba...

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