Impedimenta
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Impedimenta

  1. 352 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

En la primavera de 2020, Macrae recibe una carta que le informa de la existencia de unos cuadernos relacionados con un controvertido psicoterapeuta. Curioso, se sumerge en ellos y descubre la historia de una mujer londinense convencida de que su hermana se suicidó persuadida por este mismo psicoterapeuta que la trató: el famoso A. Collins Braithwaite. En busca de la verdad, la mujer asume una identidad falsa, un nuevo nombre, adopta una nueva personalidad y acude a su consulta. Comienza así una persecución hitchcockiana, punteada de destellos de humor negro en la que doctor y paciente se confunden en una trama propia del noir más clásico.Una novela «enloquecedoramente brillante» en forma de rompecabezas, que profundiza con destreza en la locura, la identidad, la dualidad y el fingimiento.

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Información

Año
2022
ISBN
9788418668579
Edición
1
Categoría
Literatura

El tercer cuaderno

Braithwaite III:
Mata a tu Yo
Llegado el otoño de 1965, cuando la autora de los cuadernos contenidos en este volumen se presentó en Ainger Road, Braithwaite estaba alcanzando la cumbre de su fama, pero su ascenso no había sido ningún camino de rosas.
Tras completar su tesis doctoral, Braithwaite rechazó un puesto de docente en la universidad. Estaba más que harto de Oxford. Desde aquel roce con Colin Wilson tres años antes, tenía la sensación de que la vida estaba en otra parte. En junio de 1959 hizo autoestop hasta Londres, se buscó un cuarto de alquiler en Kentish Town y aceptó una serie de empleos menores. Estos incluían desde trabajar en la construcción hasta acarrear cajas en almacenes, pero Braithwaite ni era capaz de regirse por un horario fijo ni aceptaba que le dieran órdenes, y siempre lo acababan despidiendo tras una semana o dos.
Para finales de año, el carácter novedoso de esta vida sin rumbo había perdido su atractivo, y escribió a R. D. Laing, que por entonces era residente de último año en la Tavistock Clinic, una instalación psicoterapéutica en Beaumont Street. En su carta, Braithwaite describía cómo se había visto inspirado a regresar a Oxford para estudiar psicología después de ver el modo en el que Laing desarrollaba su trabajo en Netley. Le gustaría, decía, formarse bajo su tutelaje. Fue un instante único de deferencia por parte de Braithwaite. Laing respondió recomendándole que, si su interés por dedicarse a la psiquiatría era serio, primero debería estudiar Medicina. La carta de Laing era cortés y su consejo razonable, pero la sensación de Braithwaite fue que lo subestimaba. No estaba acostumbrado a recibir un trato semejante. Había dado por hecho que Laing reconocería su talento y le ofrecería un empleo de inmediato. Escribió de vuelta esbozando algunas de las ideas de su tesis y expresando el punto de vista de que, a fin de entender la mente, no necesitaba saber cómo curar a un niño de diarrea. Laing no contestó.
A principios de 1960, Braithwaite se encontró con Edward Seers, a quien, en su momento, había conocido en compañía de Colin Wilson. Por utilizar la jerga de entonces, Seers era «una loca», un tipo extravagante muy conocido en el Soho. Incluso en pleno verano, vestía como un aristócrata eduardiano de principios de siglo, a veces con pantalones bombachos, nunca sin un pañuelo o una pajarita al cuello. No pasaba del metro setenta y, si estaba lo bastante ebrio (cosa que sucedía a menudo), no tenía inconveniente en hacerle proposiciones deshonestas a cualquier hombre que se encontrase en un bar, a pesar de los riesgos, muy serios y muy reales, que acarreaba semejante conducta. Por lo que cuenta Braithwaite en Mi Yo y otros extraños, fue así cómo Seers se le presentó por segunda vez en un pub de Dean Street. Braithwaite, quien por entonces ganaba una miseria trabajando en el mercado de frutas y verduras de Covent Garden, le dijo que podía hacer lo que quisiera con tal de que lo invitase a una pinta de cerveza. Los dos hombres se retiraron a un rincón del bar y entablaron una charla. Aunque Braithwaite no estaba precisamente a la vanguardia de la corrección política, sí que tenía una mentalidad abierta en lo que atañía a asuntos de sexualidad. «¿Por qué tendría que molestarme lo que otro hombre quiera hacer con su polla? Yo hago lo que me apetece con la mía.» Mientras Seers pagara las bebidas, no pareció que le importase si las manos de aquel se aventuraban por encima de sus muslos o por su entrepierna. No hay motivos para creer que las cosas pudieran llegar mucho más lejos, pero para cuando sonó la campana que avisaba del inminente cierre de la barra, Seers le había ofrecido un empleo en el departamento editorial de Methuen. Braithwaite aceptó y se presentó en las oficinas de la editorial al lunes siguiente. Evaluaba manuscritos, realizaba alguna que otra corrección de pruebas y descubrió que nadie, Seers el que menos, ponía objeción alguna si disfrutaba de largos almuerzos frugales regados de alcohol de los que no regresaba.
Zelda bajaba desde Oxford en autoestop cada dos o tres fines de semana. El cuchitril de Braithwaite era un asco. Como la habitación daba a la muy transitada Kentish Town Road, las ventanas estaban mugrientas, y, durante el día, el estruendo de los autobuses era continuo. Había un lavabo, que además le hacía a Braithwaite las veces de urinario; un hornillo infrautilizado de dos placas; una cama individual con un colchón fino repleto de manchas; una mesa y una silla. El cuarto de baño estaba en la planta de arriba, pero como rara vez había suficiente agua caliente para darse un baño, las abluciones de Braithwaite solían limitarse a un «lavado de gato» en el lavabo. A su llegada, Zelda abría las ventanas de par en par, vaciaba los ceniceros y recogía las botellas que se habían acumulado desde su última visita. No es que fuera de las que se afanan en las tareas domésticas, pero incluso su permisividad con la suciedad tenía un límite.
Zelda recuerda aquellos fines de semana con cariño. Follaban en la cama individual, fumaban porros y daban paseos por Hampstead Heath dándose codazos el uno al otro cada vez que se cruzaban con un hombre solitario merodeando de manera sospechosa. Como legado de la época que siguió a las vendimias en Francia, Braithwaite era un entusiasta practicante del sexo al aire libre, y cuando la pareja era sorprendida en el acto, un día sí y otro también, no se mostraba para nada intimidado.
Según Zelda, nunca vio a Braithwaite más feliz que entonces: «En Oxford no encajaba. Siempre estaba con el gusanillo de marcharse a otro lugar, pero Kentish Town le iba como anillo al dedo. Era un lugar andrajoso, y él era una persona andrajosa». Él tenía un salario decente, podían permitirse comer fuera e ir al teatro de vez en cuando. Daba la impresión de que Braithwaite disfrutaba de aquel papel indefinido que ejercía en Methuen. Tenía buen ojo editorial y, de haberse desarrollado las cosas de otra manera, es posible que hubiera tenido un futuro prometedor en el mundillo.
En abril de 1960, R. D. Laing publicó su influyente El yo dividido. Al contrario de lo que a menudo se piensa, el libro no alcanzó el éxito de un día para otro,[10] pero sí que tuvo un impacto inmediato en Braithwaite, que se hizo con un ejemplar la misma semana de su publicación.
Ronald David Laing nació en el seno de una familia de clase media baja en el barrio de Govanhill, en Glasgow, en 1927. Su padre era electricista y le pegaba con regularidad. Su madre era una mujer posesiva que vivía en semireclusión. Durante los primeros años de su vida, Laing compartiría dormitorio con su madre, mientras que su padre sería desterrado al cuarto trastero del pequeño piso familiar. Laing se refugió en los estudios y consiguió una beca para el prestigioso instituto Hutchesons’ Grammar, antes de estudiar Medicina en la Universidad de Glasgow. Después de cumplir con su destino en las instalaciones del ejército en Netley, Laing consiguió un empleo en el Ganable Royal Mental Hospital de Glasgow, donde trabajó en el pabellón para mujeres. Los comas insulínicos, la terapia electroconvulsiva y la lobotomía eran tratamientos rutinarios, y la mayoría de las pacientes llevaba allí internada más de una década. Laing montó allí el «Cuarto de Juegos», que se trató de un experimento terapéutico en el que se permitía que una docena de pacientes esquizofrénicas se vistiera con su propia ropa e interactuara libremente, proporcionándoles materiales para manualidades. A los dieciocho meses, las pacientes habían experimentado una mejoría lo bastante considerable como para darles el alta, aunque al año estaban todas de vuelta. Con todo, a Laing se lo reconoció como una persona con ideas audaces y con el coraje para llevarlas a la práctica.
A finales de la década de 1950 se trasladó a Londres para estar en el meollo de los últimos avances del mundo de la psiquiatría. Tenía treinta y dos años cuando salió El yo dividido. Braithwaite leyó y releyó con furor el libro (subtitulado «Un estudio existencial sobre la cordura y la locura») en el transcurso de un fin de semana. Ya en las páginas introductorias se reconoció a sí mismo y su forma de pensar cuando Laing describe al individuo «esquizoide» como aquel que «no se experimenta a sí mismo como una persona completa, sino más bien como si estuviese “dividida” de varias maneras». De ahí, Laing procede a explicar cómo esta condición de «inseguridad ontológica» puede conducir al desarrollo de un sistema de falsos yoes: un ensamblaje de máscaras o de personalidades que uno presenta al mundo con el fin de salvaguardar el «yo verdadero» de sentimientos de fagocitación o de implosión.
Fue típico de Braithwaite que, en vez de sentir que había dado con su alma gemela, concluyera que Laing le había robado las ideas que él le había expuesto en su carta a finales del año anterior. Es más, lo mismo Laing había leído y plagiado su tesis doctoral. Como hombre poco dado a la circunspección, Braithwaite redactó una carta llena de rabia en la que llamaba a Laing, entre otras cosas, «mangante escocés» y «charlatán de pacotilla», y lo amenazaba con tomar acciones legales. Sus acusaciones carecían de fundamento. Laing había completado el manuscrito de El yo dividi...

Índice

  1. Portada
  2. Caso clínico
  3. Prólogo
  4. El primer cuaderno
  5. El segundo cuaderno
  6. El tercer cuaderno
  7. El cuarto cuaderno
  8. El quinto cuaderno
  9. Epílogo a la segunda edición
  10. Agradecimientos
  11. Citas
  12. Sobre este libro
  13. Sobre Graeme Macrae Burnet
  14. Créditos
  15. Índice