Breve historia de la Segunda República española. Nueva edición color
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Breve historia de la Segunda República española. Nueva edición color

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Un repaso por el periodo más emocionante e intenso de la historia de España. Este libro permite descubrir cómo y por qué, sin un solo acto de violencia, un monarca dejó su trono y dio paso a la primera democracia española. Conoce de qué modo unas elecciones municipales decidieron el futuro de un régimen que había perdido la fe en sí mismo. Aprende cómo un gobierno de consenso se desgajó al poco en facciones irreconciliables que terminarían por hacer inviable la República. Descubre cómo se enfrentaron los republicanos de izquierda y los socialistas a grandes problemas que llevaban más de un siglo sin resolver. Averigua de qué modo trataron de reformar el Ejército, tan abundante en oficiales como pobre en medios y formación. Comprende la reforma agraria que pretendió devolver la esperanza a dos millones de jornaleros sin tierra y la reforma educativa que sembró el país de escuelas y maestros. Conoce el Estado integral de la república y compáralo con el actual estado de las autonomías. Descubre la política social de un régimen que se proclamó República de trabajadores de todas las clases. Emociónate con las intensas luchas entre los partidos republicanos y contempla las profundas rencillas que brotaron entre sus líderes. Sigue a los mineros asturianos en su sueño de construir el primer estado proletario de la Europa Occidental. Bucea en las causas de la mayor guerra civil de la historia de España y descubre por qué la República fue incapaz de derrotar a los militares que quisieron derribarla en julio de 1936 y acompáñala en su difícil periplo por el exilio hasta la extinción formal de sus instituciones en 1977.

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Información

Editorial
Nowtilus
Año
2022
ISBN
9788413052502
Categoría
Historia

1

España en la encrucijada. Los difíciles comienzos del siglo XX

La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro.
Antonio Cánovas del Castillo:
Discurso parlamentario.

UNA CALMA APARENTE

A lo largo del espasmódico siglo XIX, pródigo en revoluciones y guerras civiles, en el que cada partido trataba de elevar a rango de constitución su propio programa político, muchos observadores pudieron considerar cierto el famoso adagio en virtud del cual los españoles eran un pueblo ingobernable, tan entregado a sus querellas intestinas que parecía incapaz de progresar. Sin embargo, las cosas parecieron cambiar en el último cuarto de la centuria. Un estadista de primer orden, espécimen bien escaso hasta entonces en la arena política del país, arrostró al fin la tarea de ofrecer a sus compatriotas un régimen capaz de hacer compatibles el orden y el progreso, sirviendo a un tiempo de marco jurídico en el que pudiera desarrollarse sin violencia el juego de los partidos. Ese hombre fue Antonio Cánovas del Castillo, y el régimen que diseñó, una monarquía basada en el turno pacífico entre dos formaciones moderadas de signo contrario, sería conocido como la Restauración.
Durante veinte años, España figuró haber encontrado al fin su propio camino hacia la modernidad. Los problemas más urgentes parecían resueltos. En 1876, una nueva Carta Magna, conservadora, pero flexible, se ofrecía como instrumento capaz de permitir, por vez primera en la agitada historia constitucional del país, que izquierdas y derechas se alternaran en el poder sin necesidad de cambiarla. Ese mismo año, el carlismo, fuerza reaccionaria empeñada en devolver a la sociedad española a su pasado agrario y teocrático, fue derrotado por la fuerza de las armas. Dos años después, la paz del Zanjón, que prometía a los rebeldes la autonomía, el indulto y la abolición de la esclavitud, puso también fin a diez largos años de guerra en Cuba, la más importante de las provincias ultramarinas que aún conservaba el país tras la independencia del grueso de sus territorios americanos sesenta años atrás. El Ejército, apartado al fin de la política, regresó a sus cuarteles y archivó en los atestados cajones de sus despachos de burócrata sus viejas prácticas golpistas. La estabilidad que otras naciones de Europa occidental habían alcanzado tiempo atrás parecía llegar por fin a España.
Los años fueron pasando y en el horizonte no aparecían las negras nubes que anuncian la tormenta. El imponente edificio diseñado por Cánovas no descubría fisuras aparentes. Un sector de la opinión había quedado fuera de sus muros, pero, a juzgar por su atonía, no debía de ser muy numeroso. Las disidencias internas de los partidos fueron reabsorbidas sin problemas. Los intentos de crear fuerzas políticas nuevas dentro del régimen fracasaron, y no porque este lo impidiera, sino por su propia insolvencia. El carlismo languidecía sin el apoyo de la Iglesia, que parecía haber aceptado al fin el liberalismo al que con tanta fuerza se había opuesto. Los republicanos, escasos en número, débiles en organización, divididos y carentes de una estrategia definida, exhibían una total impotencia para constituirse en alternativa real al canovismo. Incluso el propio movimiento obrero, enemigo natural del orden liberal, se mostraba endeble, pues ni los socialistas eran aún lo bastante fuertes para enfrentarse al régimen, ni los anarquistas habían sido subyugados por el culto a la propaganda por el hecho, eufemismo que ocultaba la más pura violencia terrorista, que más tarde deslumbraría a sus dirigentes.
Con todo ello, España pudo por fin concentrar sus energías en la tarea de impulsar su hasta entonces postergada modernización. La población se incrementó. En 1900 el número de habitantes se acercaba ya a los diecinueve millones, dos más que en 1876. Algunas ciudades dejaron atrás por fin su triste aspecto medieval. Madrid, la capital política, y Barcelona, la metrópoli económica, mostraron un notable impulso. Desbordaron sus viejas murallas, proyectaron ensanches y se engalanaron con edificios singulares. Las nuevas fuerzas económicas parecían a la postre instalarse en el país. Aunque la actividad agraria continuaba lastrada por propietarios poco o nada interesados en su mejora, y sus rendimientos, víctimas del escaso progreso de la técnica, no conseguían elevarse, la superficie cultivada se incrementó y algunos productos, en especial el vino, el aceite y los cítricos, empezaron a hallar cierto acomodo en los mercados internacionales. La misma industria exhibió por primera vez un notable ímpetu. La introducción de fuentes de energía nuevas y más baratas, como el petróleo y la electricidad, la liberaron en parte de su dependencia del carbón, que en España era escaso y de mala calidad. Los costes de producción bajaron, arrastrando los precios, lo que favoreció el aumento de la demanda y el consiguiente crecimiento de la industria. El textil catalán y la siderurgia vasca fueron los sectores más beneficiados, aunque otras provincias como Madrid o Valencia mostraron también un cierto despegue industrial. Mientras, en amplias comarcas de Asturias, León, Santander o Ciudad Real, las ayudas públicas y la liberalización de la entrada de capital extranjero daban un impulso decisivo a la extracción de hierro, plomo, cobre, cinc o mercurio. España parecía, al fin, zambullirse con decisión en la corriente del progreso.
Pero el notable crecimiento de la economía, el moderado dinamismo de la vida social y cultural, y la estabilidad política del régimen no eran sino una pantalla que ocultaba la auténtica realidad del país. Los partidos que sostenían la monarquía restaurada, el Liberal, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, y el Conservador, liderado por el propio Cánovas, funcionaban como verdaderos cenáculos de notables a los que unían más sus intereses que sus ideas. Y lo que era mucho más importante: la relación entre ellos y con los electores no se desarrollaba en absoluto de acuerdo con los usos y principios propios del parlamentarismo liberal. El cuerpo electoral, escaso al principio, pero mucho más numeroso a partir de 1890, fecha en la que se introdujo el sufragio universal masculino, en ningún momento pudo ejercer su prerrogativa natural de decidir acerca de la formación que había de disfrutar el poder. Bien al contrario, era el monarca, entonces Alfonso XII, quien escogía el momento de cambiar el Gobierno y la persona llamada a presidirlo, y su decisión obedecía a razones tan poco democráticas como su propia opinión o la de su camarilla, el excesivo desgaste de un gabinete o el simple acuerdo entre los líderes de los partidos.
Sin embargo, lo verdaderamente definitorio del sistema de la Restauración eran los resortes de los que tales gobiernos, ajenos a la voluntad popular, se valían para asegurarse la mayoría parlamentaria que les sostuviera en el poder una vez nombrados por el rey. Dado que el Parlamento heredado no les resultaba propicio, pues había respaldado al gabinete saliente, su primera tarea había de ser convocar nuevas elecciones con el fin de asegurarse unas Cortes favorables. Para lograrlo, el ministro de la Gobernación, responsable de los procesos electorales, fabricaba literalmente el resultado deseado. Bajo su dirección se adjudicaban, uno por uno, según se pactara con la oposición, todos los escaños en juego en una práctica conocida como encasillado. Luego se telegrafiaba al gobernador civil de cada provincia, informándole del contenido del acuerdo, y este contactaba enseguida con los personajes que poseían influencias en ella en virtud de las clientelas que les otorgaba su posición social y económica, y les comunicaba el nombre de los diputados que tenían que salir elegidos en sus respectivos distritos. A cambio, aquellas gentes, los llamados caciques –de los que deriva la práctica conocida con el famoso nombre de caciquismo–, obtenían favores y prebendas para sí mismos, para sus amigos y sus regiones.
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La cuestión del encasillado, una caricatura de Felipe Pérez y Ramón Cilla publicada en la revista semanal Blanco y Negro. Aquí se satiriza sin merced el sistema electoral de la Restauración. Como puede verse, las viñetas realizan una descripción precisa de sus mecanismos ocultos, de sobra conocidos por la escasa opinión culta de la época.
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Mordaz viñeta del semanario La Flaca que ironiza sobre el escaso beneficio que obtuvo el pueblo del establecimiento del sufragio universal masculino por Sagasta, representado sobre el embudo que hace las veces de locomotora. En el cortejo aparecen caciques, jaulas a modo de urnas, esbirros con garrotes, fuerzas de orden público, ayuntamientos sometidos al rodillo centralista, campesinos y obreros prisioneros del caciquismo y, finalmente, el pucherazo electoral mediante el voto de los muertos, al que alude el carricoche con el rótulo «Depósito de votos para Lázaros».
El régimen no era, en consecuencia, una democracia en construcción, como aparentaba, sino una oligarquía disfrazada. Grandes propietarios de tierras, financieros, aristócratas, generales y obispos, que se sentaban en el Senado y en el Congreso, las dos cámaras con que contaba el Parlamento, rodeaban al monarca en la Corte y copaban las carteras del Gobierno y los altos cargos de la Administración, eran los verdaderos amos del país. Poco importaba, por tanto, que el sufragio fuera censitario o universal. No son los electores los que deciden; solo hay un gran elector, el ministro de la Gobernación. En nombre del pueblo no habla voz alguna.
Y lo peor es que al pueblo no parecía importarle. Antes bien, los españoles sesteaban, despreocupados, al suave calorcillo de aquella suerte de verano que la historia graciosamente les concedía, tranquilos con sus corridas de toros y sus procesiones, sus novelitas costumbristas y sus cuadros de paisajes. El destino, o tal vez la mismísima Clío, empero, se mostraban despiadados con las naciones que dormían y habría de tardar poco en procurarle a España un contundente despertar. Por desgracia, como un torero descuidado de los avisos del presidente, el país no fue capaz de reaccionar a tiempo.

JAQUE A UN RÉGIMEN

A mediados de la década de 1890, las brasas de la guerra se reavivaron en Cuba. Los intereses encontrados, las promesas incumplidas y la cerril intransigencia de los peninsulares, cerrados a aceptar la más mínima autonomía para la isla, despertaron, con mayor intensidad ahora, el frenesí independentista de los cubanos. Una nueva insurrección, dirigida por José Martí y Antonio Maceo, estallaba en febrero de 1895. Año y medio después, Filipinas seguía su ejemplo. España, aquella nación dormida, despertaba de su sueño en medio de una guerra.
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El U. S. S. Maine entrando a la bahía de La Habana, 25 de enero de 1898. Tres semanas más tarde, el barco sufriría la explosión que sirvió de pretexto al Gobierno estadounidense para declarar la guerra a España. El buque, botado en 1889, era un acorazado de segunda clase de 6.682 toneladas y 97 metros de eslora, el cual, por lo que parece, presentaba errores en el diseño de su santabárbara, lo que pudo provocar una deflagración de carácter fortuito.
El esfuerzo realizado fue titánico. En los momentos más arduos del conflicto, se acercaron a trescientos mil los hombres en armas que el Gobierno mantenía en ultramar. Pero la decidida intervención de los Estados Unidos hizo imposible la victoria de los españoles. En 1898, la paz de París daba a Cuba una independencia tutelada por los norteamericanos y les entregaba sin disfraces Filipinas, Puerto Rico y otros pequeños archipiélagos del Pacífico. La historia de España como potencia colonial llegaba a su fin. Ya no cabía alimentarse de recuerdos de un pasado glorioso. La realidad del presente se había impuesto con toda crudeza. No existía manera alguna de rehuirla. Tocaba enfrentarse a ella con decisión.
Un aldabonazo terrible sacudió la conciencia colectiva. Y lo hizo con tanta fuerza que su eco retumbó durante un tiempo en cada rincón del país, haciendo brotar una catarata de críticas y propuestas de regeneración nacional. Luego, todo volvió a la normalidad. El turno entre los partidos dinásticos se reanudó sin excesivo trastorno. El nuevo rey, Alfonso XIII, alcanzó la mayoría de edad, y, concluida la regencia de su madre, se aprestó a desempeñar las tareas que le reservaba la Constitución. En apariencia, nada había pasado; en la práctica, el mal llamado Desastre tendría repercusiones mucho más profundas que la simple amputación territorial de las últimas colonias patrias. No derribó al régimen de inmediato, pero actuó por debajo de él, minando sus cimientos, carcomiendo sus apoyos, acelerando la gestación de unas fuerzas ya existentes, que, fortalecidas y enfrentadas a la incapacidad del sistema para dar respuesta eficaz al reto que le planteaban, terminarían por derribarlo. El año 1898 fue tan solo un jaque a la monarquía restaurada; 1931 será el jaque mate.
Las primeras repercusiones se manifestaron en el terreno de las ideas. Las voces críticas contra el régimen, que apenas habían logrado hacerse oír hasta entonces, retumbaron ahora con fuerza mucho mayor. Y toda una generación de intelectuales, que toma su nombre de aquel fatídico año de 1898, entregará sus energías a reflexionar sobre el ser de España, regalando a esta algunas de las mejores páginas de su literatura y su pensamiento. Pero no fue la literatura la piqueta que abatió las instituciones ideadas por Cánovas, sino, paradójicamente, el progreso. Porque la pérdida de las colonias no resultó un desastre para España, sino un revulsivo que tuvo como efecto acelerar el crecimiento de su economía y la modernización de su sociedad. Los capitales huidos de Cuba, ávidos de mercados sucedáneos, desembarcaron en la metrópoli, reavivando su industria, multiplicando sus bancos, fundiendo ambos mundos, el de la producción y el del dinero, con la argamasa del capital financiero. La población empezó a crecer a un ritmo mucho mayor. Frente a un incremento de 2 millones de almas en los veinte años anteriores, entre 1898 y 1930 el crecimiento fue de 5 millones, y ello a pesar de una terrible epidemia de gripe, la de 1918-1919 –incorrectamente llamada, y con muy mala intención, española–, que se llevó por delante más de doscientas mil víctimas, y una masiva emigración hacia las Américas, que superó con creces todas sus marcas anteriores. Además, España iniciaba al fin una verdadera revolución demográfica. No solo descendía con intensidad la mortalidad; la natalidad empezaba a aumentar, se elevaba la esperanza de vida y mejoraban la higiene y la sanidad, mientras nuevas actitudes, mucho más modernas, hacia la familia y la descendencia se aprestaban a abrir brecha en la mentalidad tradicional. Las urbes españolas, que habían comenzad...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo: ¿Por qué?
  5. 1. España en la encrucijada. Los difíciles comienzos del siglo XX
  6. 2. Del mito a la razón. Breve historia de los republicanos españoles
  7. 3. Nos regalaron el poder. La caída de la monarquía
  8. 4. Una efímera luna de miel. El Gobierno Provisional de la República
  9. 5. Azaña. El bienio reformista (1931-1933)
  10. 6. La izquierda se divide. Las contradicciones de una alianza
  11. 7. Lerroux. El centro en el poder
  12. 8. Asturias. La revolución fallida
  13. 9. Gil-Robles. La reacción desmedida
  14. 10. El final de un sueño. La quiebra de la democracia
  15. Epílogo. ¿Por qué?
  16. Bibliografía
  17. Contraportada