Un regalo para Hitler
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Un regalo para Hitler

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Un regalo para Hitler

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Gernika, 26 de abril de 1937. La Legión Cóndor, con la ayuda de la aviación italiana y el beneplácito de Franco, bombardea la villa vizcaína hasta reducirla a cenizas. El principal artífice de la masacre, el teniente coronel y mariscal del Aire Wolfram von Richthofen, el más joven del Reich, ha culminado su monumento a la muerte, su gran obra maestra. Alemania, 1945. Durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, Richthofen agoniza en un hospital militar acompañado por su hija, Hellen, quien lee su diario e intenta comprender quién fue su padre y quién es ella… Alemania, 2001. Hellen, atormentada por sus dilemas morales, confiesa a su hijo el papel que su abuelo desempeñó en la Guerra Civil española. Una novela histórica y bélica que nos habla de hasta qué punto la herencia recibida de los padres puede marcar la vida de los hijos. Una historia de batallas militares, políticas y personales. Una novela que pone de manifiesto que las guerras nunca las gana nadie. Porque la culpabilidad, los remordimientos y los fantasmas convierten a todos en víctimas, incluso a los verdugos.

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Información

Editorial
Alberdania
Año
2022
ISBN
9788498686944
Categoría
Literatura
1
Alemania
26 de abril de 2001
Ellen acababa de colocar los pastelillos que había preparado sobre la mesa. Llenó el hervidor con agua y lo dejó sobre el fuego. Luego esperó unos minutos. El vapor comenzó a fluir precipitadamente a través de la boquilla originando pequeñas espirales de vaho. En contacto con el aire, los remolinos se rompían fundidos en gotas de agua dulce que se deslizaban suavemente por el cuerpo de metal de la vasija hasta caer sobre el fuego del hornillo, y así desaparecían en una instantánea combustión. Todas estas inestabilidades eran generadas por ese mismo fuego, aquel que se había fundido con la gota en un último beso. El mismo fuego que forzaba al vapor de agua a golpear la boquilla y que había provocado, como un director de orquesta, el pulso de presión que producía esas olas de sonido tan agradables a sus oídos. Ella había aprendido a dar tiempo al fuego y a esperar su silbido. Era aquel un momento que aguardaba a diario con devoción, como un ritual.
Era una liturgia de invitación y de bienvenida a alguien que en ese momento se acercaba para ser abrazado junto a ella bajo un mismo techo. La soledad había hecho mella en su carácter y cada día que pasaba se reencontraba más intensamente con su pasado, con los años de su infancia y con el fuego que a todo da forma. Cada día miraba más y más dentro de sí misma, y cada día tenía más tiempo para meditar sobre lo que era, y sobre lo que había sido y, especialmente, cada día que transcurría le traía a la memoria su origen, el origen de su vida.
Pero el día no era cálido, y la combustión no era sino una mera chispa en el contexto de un día húmedo, azul y algo plomizo, pero muy luminoso. Había invitado a comer a su hijo y ahora disfrutaban de una acogedora sobremesa frente a la enorme vidriera desde donde se veía el conjunto de la ciudad. La habitación era muy amplia y estaba sobriamente decorada. El papel de la pared, con estampados de flores y filigranas en diversos tonos de blanco, arropaba una atmósfera decorada con flores de color naranja y muebles de madera natural. Aunque era un día lluvioso, la habitación estaba llena de luz. Había preparado marillenknödels, deliciosas bolitas de albaricoque cubiertas de pan rallado, y un aroma afrutado les envolvía a los dos.
–Sé que te gustan –dijo ella.
–Probablemente, esto es lo mejor que le podía suceder a este albaricoque, madre –respondió el hijo mientras se servía.
–Me gusta mirar por la ventana, hijo. Mira allá abajo. Se ve una ciudad bullente, industrial, en constante movimiento, repleta de vida. Con un gran futuro.
–Tú siempre has sido muy optimista. Ahí afuera hay muchas cosas, y no todas son buenas.
–Lo son hoy, pero estoy de acuerdo contigo, no siempre ha sido así. Precisamente por eso quería verte.
–¿Ha ocurrido algo? –preguntó él levantando la cabeza.
–No, no pasa nada especial. Supongo que tan solo es el paso del tiempo. Me hago vieja, hijo, y cada vez cuesta más arrastrar todos los años que he dejado tras de mí.
–Estás muy bien, madre. No digas eso.
–No me refiero a mi cuerpo, sino al enorme peso del sufrimiento.
Ellen se levantó y se apoyó en el marco de la ventana, con una suave sonrisa en los labios.
–¿Te pasa algo? –preguntó él.
–Sí, hijo, me duelen los recuerdos, y necesito contarte algo. Algo que te va a doler, pero es algo con lo que tienes que aprender a vivir porque forma parte de ti, como ha formado parte de mí durante toda mi vida.
–¿De qué se trata? –volvió a preguntar él con preocupación, dejando los cubiertos sobre la mesa y acercándose a ella.
–No te levantes, por favor.
Él obedeció y ella abrió una caja de mimbre adornada con unas flores de tela verde que tenía a su lado. Tomó de la misma un viejo diario, algunas hojas sueltas profusamente garabateadas, fotografías y recortes de prensa amarillentos por el paso de los años.
–Lo que te voy a contar ocurrió hace mucho tiempo.
–¿Qué guardas en esta caja? –preguntó él.
Ellen tomó uno de los recortes de prensa, se volvió hacia su hijo y leyó en voz alta:
Desde el lugar en que nos hallábamos, vimos caer las bombas. Los aviones daban vueltas y vueltas por encima de nosotros. Parecía que nos buscaban. Y era verdad: buscaban a cuatro mujeres. Había allí cerca una casa. Corrimos hacia la entrada. Estaba cerrada. Entonces nos pegamos materialmente al quicio de la puerta intentando protegernos unas con otras. Yo quedé en medio, abrazando a mis dos hijas. Un avión dio la vuelta a la casa, ametrallando sin cesar. Saltaba la tierra delante de nosotras. De pronto oímos un rugido espantoso: había caído una bomba. La explosión me lanzó al suelo en medio de piedras y ladrillos. Mi hija mayor, que tenía veintisiete años, murió instantáneamente. Había trozos de ella esparcidos por todas partes, delante de mí. La otra, la más joven, que se iba a casar dentro de un mes, tuvo tiempo de cogerme la mano y apretarla suavemente. Dio un suspiro y, con los ojos clavados en mí, murió. No sé cuánto tiempo estuve allí entre mis dos hijas muertas. La sangre me corría por el cuello. Al cabo de un rato me recogieron.
Ellen puso el recorte sobre la mesa y pasó su mano sobre el mismo con suavidad mientras se enjuagaba las lágrimas.
–Perdóname, hijo, no puedo evitar llorar cada vez que lo leo.
–No te preocupes por eso, madre. Es una historia terrible. Pobre mujer… ¿La conocías?
–No, no, ellas murieron en otro lugar, muy lejos de aquí. –Se giró hacia la ventana y dijo en voz baja–: Eran solo dos niñas.
Ellen tomó otros recortes de la caja y leyó para sí misma algunos de ellos. Durante varios minutos guardó silencio mientras pasaba a su hijo algunas de las fotografías:
–Mira, lee esta en voz alta –dijo Ellen a su hijo. Se echó hacia atrás en la silla y miró hacia el ventanal.
Él se puso las gafas y leyó:
Nunca podré olvidar aquel cuadro trágico en el que una mujer llevaba entre sus brazos a un niñito y lo estrechaba contra su pecho. El niño gritaba: «Madre, voy a morir», y la madre, envolviendo a su hijito con sus cabellos desgreñados, mientras corría inconscientemente, al azar, le respondía: «No te asustes, hijo mío, moriremos juntos». Apenas había terminado de hablar la madre, un avión, descendiendo a veinte metros, los ametralló y los mató.
Se quitó las gafas, dejó pasar unos segundos y dijo:
–Todo es terrible, madre. ¿De dónde procede? ¿Qué es lo que quieres contarme?
–Sus voces me persiguen, me acompañan en sueños y me susurran cánticos de ascuas y lumbre. Me transportan a las mismas puertas del infierno, de donde yo procedo. Porque soy hija del demonio, hijo mío. –Se giró hacia él–. Esta es la historia que quiero contar. Siento la necesidad de recordar cómo empecé a ser yo misma y cómo he llegado a ser lo que soy, tu madre. Siento que tengo que transmitirte todo esto, porque también forma parte de ti. No podré estar en paz conmigo misma hasta que no lo haga. La historia de la paz aún no ha brotado en esta casa, no lo hará hasta que todos nos reconciliemos con nuestro pasado.
2
Afueras de Linz, Austria
Viernes, 15 de diciembre de 1944
Soy una anciana que nunca fui niña. ...

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