PARTE DOS
Segunda vuelta
1
Una noche cálida en Budapest
Por fuera, el edificio se asemejaba bastante a muchas otras moles de Urbanismo Habsburgo. Pero por dentro se expandía hacia el interior, hacia arriba, hacia abajo y en derredor a lo largo de más plantas, rellanos, pasillos, pasarelas y escaleras de lo que podía imaginarse desde la calle. Además, bullía de vida.
Internos y carceleros, parientes y abogados, funcionarios y gente ajena iban de acá para allá con prisas, acelerados tras unas muecas protectoras de profunda concentración. Reconocí la escena de inmediato. ¡La Gran Ciudad! Asentí para mí. Todo pasa por aquí antes o después. Incluso yo. ¿Dónde, oh, dónde estaríamos sin centralización?
Esta línea de pensamiento quedó cortada de raíz cuando el pequeño expediente del que yo formaba parte se vio de pronto absorbido por la corriente general de actividad. Un gallardo uniformado nos guio rápidamente escaleras arriba y abajo, pasillos adentro y afuera, por esquinas, vestíbulos y pasarelas, hasta que de golpe aterrizamos fuera, a plena luz del día. Ejercicio matutino. Habíamos llegado justo a tiempo.
El patio era un triángulo pequeño, metido como con calzador entre unos muros altísimos. Generaciones de pies cautivos habían marchado, pisoteado y arañado los adoquines hasta que estos se habían convertido en un mosaico de huecos, bultos y surcos que provocaban que nuestros ejercicios tuvieran que desarrollarse en ángulos imposibles y posiciones impredecibles, sazonándolos así con una siempre agradable pizca de variedad, por no decir novedad, incluso. Fue en una de esas posiciones impredecibles cuando me vi cara a cara con un singular ejemplo de ese ingenio sofisticado y mordaz por el que Budapest sigue siendo merecidamente famosa.
Mi cabeza rodaba y daba vueltas y vueltas, siguiendo instrucciones y meciendo adelante y atrás un parche de cielo azul como el peso en el extremo de un péndulo. Pasado un rato, la novedad desapareció y mi atención volvió a escurrirse por el túnel de paredes confinantes hasta encajarse en unos objetos que no supe identificar del todo.
Parecían pequeñas figuras de algún tipo. Una bandada entera. Posadas a intervalos irregulares y alturas diversas. En ciertos momentos, casi daban la impresión de estar observándonos. ¿Pájaros? Pero no se movían. Ni se atusaban las plumas, ni hacían mohínes, ni se revolvían. Ni un indicio de pío ni de canto. Ni siquiera el fantasma de un picoteo o un trino.
Cuando estaba a punto de abandonar en mi empeño de adivinar si eran reales o simples visiones provocadas por las revoluciones de mi cabeza, un bramido del guarda nos hizo cambiar de postura para agitar los brazos. Así podría continuar mis observaciones en una posición más estable.
Entonces me di cuenta y mi corazón se abrió de inmediato a la mente que había ideado aquello. Las figuras eran forman humanas, congeladas para siempre en un derroche de posturas grotescas que eran la viva imagen de nosotros mismos. Todas imitaban los rituales diarios que habían estado supervisando tanto tiempo. Tanto escultor como arquitecto llevarían ya muchos años descansando. Aun así, el sentido del humor que aún encerraban aquellos muros era, si no otra cosa, incluso más revelador entonces que cuando esa broma de bromas había visto la luz del día por vez primera.
Pese a que nunca coincidiríamos en lo que se entendía normalmente por vida «real», el contacto entre nosotros era lo bastante real. Los artistas habían dejado atrás, para quien tuviese ojos para ver, unas chispas de entendimiento mutuo que el paso del tiempo no había conseguido apagar y unas buenas risas que ningún régimen había sido capaz de reprimir. Desde donde me encontraba, agitando los brazos, era casi imposible pedir más.
Por todo el mundo, la escasez de viviendas parecía haberse convertido en parte integrante de la vida urbana, y Budapest (tanto fuera como dentro) no era una excepción. Para los estándares normales, nuestra estancia tenía unas dimensiones nobles, aunque al caer la noche daba cobijo a cuarenta y dos de nosotros y no quedaba ni una franja de espacio libre en el suelo. No obstante, nuestro arquitecto guardián no nos había abandonado tampoco ahí, pues el techo era tan alto que cabían no menos de cinco niveles de literas bajo su cubierta.
Los recién llegados empezaban por la cima, con el yeso a apenas treinta centímetros de la nariz cuando se tumbaban bocarriba. Para quien tuviese un ancho superior al de un rastrillo, darse la vuelta era un suplicio, e, incluso para un rastrillo, incorporarse en mitad de la noche para echar una meada suponía un dolor de cabeza instantáneo.
Cuando los predecesores pasaban a otros puertos de escala, los que promocionaban iban bajando. Era la misma estructura jerárquica de siempre que se repetía otra vez, pero en ese caso a la inversa: la cima era el fondo, y el fondo era la cima.
Sin embargo, y por suerte, el reemplazo era rápido y el incesante ir y venir creaba una atmósfera que recordaba más a una estación de trenes que a una prisión estatal. La puerta también era como un regalo caído del cielo. En vez de la típica losa sólida de metal pesado agujereada por una mirilla que solo podía utilizarse desde fuera, no era más que una hilera de barrotes de hierro, de dos metros de alto y encajada en un marco también de hierro.
Eso significaba que podíamos ver a todo el que pasaba por el pasillo de fuera y el tráfico era lo bastante constante para ofrecer un entretenimiento continuo. Además, seguramente por la superpoblación general, la celda hacía también las veces de sala de visitas y las reuniones se mantenían por entre los barrotes de la puerta.
Este hecho suponía una doble bendición. En primer lugar, todo el mundo se llevaba su parte, por pequeña que fuese, de cualquier visita que recibiesen unos u otros. En segundo, el carcelero tenía que vigilar desde fuera, desde el pasillo, donde todas las idas y venidas y tejemanejes distraían constantemente su atención. Lo primero era bueno para la moral. Lo segundo era sin duda magnífico para los negocios.
El resultado neto y bastante predecible de todo ello era que la mejor dirección en nuestra parte de la ciudad correspondía a la de la litera de abajo situada directamente frente a la puerta; pero había algo incluso más predecible: al igual que la mayoría de las residencias deseables de cualquier lugar de la Tierra, esa dirección estaba ocupada.
La propiedad en cuestión no solo ofrecía las mejores vistas, sino que además era el punto central del comercio, la información y la cultura. Si bien la piedra angular de su importancia era la ubicación, la sangre vital la recibía de una permanente y casi ininterrumpida partida de ajedrez.
El dueño de esa atracción era un tipo bajo y fortachón con unos rizos relucientes como un puñado de uvas negras y una mirada lo bastante penetrante para atravesar el cuero de un zapato. La mayoría de la gente cree que el ajedrez es una combinación de concentración y paciencia más o menos a partes iguales. Sin embargo, nuestro campeón apenas se molestaba en mirar el tablero.
Aún más contradictoria era su costumbre de ser el centro de atención constante de todo el mundo, al tiempo que se inmiscuía en todo, desde cotilleos hasta trueques. Al verlo colocar a la ligera una pieza tras otra en los escaques casi antes de que su oponente hubiese acabado de hacer su movimiento, el ajedrez parecía ser lo último que tenía en la mente.
Asimismo, y al contrario que la mayoría de los jugadores de ajedrez ajenos al circuito de los Grandes Maestros, él jugaba estrictamente por dinero. Nuestra moneda, por supuesto, era la moneda típica de los bajos fondos de cualquier sitio: cigarros, tabaco, comida. Con que tuvieses algo, por inútil que ese algo pareciese fuera, allí abajo podías cambiarlo por otra cosa. A lo peor, siempre podías jugártelo por pura emoción.
El Rey del Ajedrez era un ave que había terminado por ser muy rara en el lado equivocado del Telón de Acero: un delincuente profesional hecho y derecho. No el típico político vendido ni un apparatchik del Partido que quisiera llenarse los bolsillos, sino un trabajador honrado del crimen. Yo nunca había oído hablar de ningún otro.
La nacionalización, la uniformidad de los ingresos, la escasez de efectivo y objetos de valor, la sobreabundancia de policía e informantes, la falta de protección bajo la Ley y la competencia desleal de quienes ocupaban altos cargos, todo ello había conspirado para hacer del crimen profesional un negocio moribundo.
Por otro lado, si no te movías en los altos círculos del Partido, no había mucho que pudieras hacer con las ganancias que llegaras a conseguir. Desde luego, no tenías la posibilidad de darte caprichos abiertamente con una vida de lu...