A los 11 años de edad, Laura comenzó a sentir molestias en las rodillas y después de una serie de pruebas los médicos le diagnosticaron una luxación en ambas rótulas. Un año más tarde fue operada, pero la operación no resultó totalmente exitosa. Los padres de Laura se dedicaban casi por completo a su trabajo y la dejaban al cuidado de una nana que no se ocupaba de animarla para trabajar en su rehabilitación.
La niña, desmotivada, se avergonzaba de que sus compañeros vieran que caminaba con dificultad y se rehusaba a asistir a las fiestas y actividades de los chicos de su edad. Seis años después se realizó una segunda cirugía, tras la cual la joven se negó a presentarse a sus sesiones de fisioterapia con la frecuencia necesaria, pues, acostumbrada a estar aislada, no le encontraba sentido y pensaba que no le ayudarían en nada. Así continuó su vida, sin el soporte emocional de su familia y sin conciencia plena de cómo la falta de rehabilitación la perjudicaría en el futuro.
Ahora que tiene 40 años vive con serias dificultades para realizar actividades cotidianas, como subir escaleras o arrodillarse en el piso. Hoy se entristece al no poder correr y brincar con sus hijos. Todo esto a raíz de la falta de conciencia y responsabilidad que tuvo en el pasado hacia su salud, además de la ausencia de apoyo familiar.
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Alejandro nació con parálisis cerebral. En cuanto los médicos se dieron cuenta, solicitaron a los padres que llevaran al pequeño a terapia física; sin embargo, ellos se avergonzaban de la condición de su hijo y evitaban sacarlo de la casa, incluso lo enviaron a vivir con otros familiares para que no les causara molestias. Esto perjudicó mucho a Alejandro, tanto en el ámbito físico como en el emocional, pues no desarrolló capacidades motrices que le ayudaran a cuidar de sí mismo de mejor manera y su autoestima se redujo debido al rechazo de sus padres.
Todo esto le generó un gran rencor que transmitía a aquéllos que le habían negado la posibilidad de una vida mejor y a todos los que lo rodeaban, lo cual dificultaba la convivencia y hacía que, a su vez, se generaran más resentimientos. Estos sentimientos de rencor y rechazo marcaron a Alejandro hasta el día de su muerte.
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Daniel es hijo único y me contactó gracias a un amigo suyo. Llegó a mi consultorio algo nervioso y cabizbajo, no sabía por dónde empezar. Poco a poco me explicó que la consulta en realidad no era para él, sino que el problema era su mamá y no sabía qué hacer. De su papá ni siquiera se acordaba, toda la vida habían sido sólo él y su mamá. En ese momento él tenía 42 años, pero no se había casado; por el contrario, su mamá siempre lo había acompañado a todos lados.
Un par de semanas antes de conocernos, a su viejita, como él la llamaba con cariño, le había dado un derrame cerebral. La recibieron en el hospital, pero luego de un par de días la dieron de alta en un estado de dependencia total, se le entendía muy poco al hablar, no caminaba, necesitaba pañales y había que cargarla para moverla. Además, tenía alucinaciones que la hacían desconocer a su hijo y pasar de ser siempre amorosa a insultarlo y decirle que él era un impostor, que dónde estaba su hijo, que se saliera de la casa y mil cosas más. Los médicos no podían decirle a Daniel cuánto tiempo más viviría su madre, pero sí que el daño al cerebro era prácticamente irreversible; por tanto, si había mejora, sería muy leve.
Así fue como él se enfrentó por primera vez al mundo donde habitan los enfermos y sus familias. Aterrado, mientras su acompañante de toda la vida se transformaba ante sus ojos incrédulos, él seguía con su trabajo y hacía malabares entre las tareas de la oficina, encontrar una enfermera que cuidara a su madre, descubrir que las camas de hospital se pueden rentar y maldecir que su casa tuviera tantas escaleras.
En ese estado fue que yo lo conocí: asustado, enojado, nervioso y sintiéndose muy solo. Era difícil que sus amigos, que nunca habían pasado por una circunstancia similar, lo comprendieran. Ellos tenían hijos, esposas y trabajos que les consumían todo el día y no les quedaba mucho tiempo para acompañarlo. Incluso con aquellos amigos que lo visitaban no se sentía comprendido.
Comenzamos a hablar de lo básico y a resolver la parte práctica de su situación, como ver videos en la computadora para aprender cómo se cambiaba un pañal, cómo se movía a una persona postrada en cama o platicar acerca de diferentes opciones para facilitarle la hora de la comida. Después, nos enfocamos a organizar las cosas de forma que las necesidades de ambos, madre e hijo, fueran satisfechas, y consideramos que somos seres biopsico-sociales-espirituales que buscamos momentos de esparcimiento; además, pusimos orden a la parte social para que Daniel no tuviera días donde las visitas de su mamá inundaran la casa esperando que él las atendiera en lugar de ayudarle y otros días donde se enfrentaba completamente solo a las dificultades naturales de una situación así. Buscamos soluciones para que la relación madre e hijo mantuviera su conexión amorosa y técnicas que le fueran útiles a cada uno para encontrar momentos de paz interior.
Poco a poco, como si desenredáramos una madeja de estambre, fuimos sacando los hilos y Daniel comenzó a tejer una nueva forma de vida, aceptó su realidad, difícil en definitiva, pero donde también podían existir momentos de gozo, de compartir con los amigos, de encontrar nuevas maneras de expresar y de recibir amor.
Después de algunos meses, él me dijo que se sentía listo para seguir adelante solo. En ocasiones me llama y una que otra vez nos hemos vuelto a ver. Su mamá aún se encuentra en casa y, entre Daniel, varias amigas y una señora que algunos días a la semana la cuida, la vida para ellos ha tomado un nuevo cauce, diferente al que hubieran esperado, pero no por ello menos satisfactorio.
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Miguel es un hombre con diabetes; hace cinco años sufrió una grave infección a causa de una lesión en el pie derecho que le provocó gangrena y luego la amputación de la pierna por debajo de la rodilla. En ese entonces, sus dos hijos eran jóvenes y él se angustiaba por no poder sacarlos adelante, ya que no se imaginaba cómo podría continuar con su trabajo de taxista.
Sin embargo, con su compromiso personal por adaptarse a su nueva vida, con la ayuda de su esposa, quien lo llevaba tres veces por semana a terapia física, y con la de sus familiares, que se dedicaron a buscar una asociación civil que pudiera donarle una prótesis, logró reintegrarse a su vida diaria. Regresó a su trabajo y hoy, tras mucho tiempo de arduo trabajo físico y emocional, ha podido incluso cumplir el sueño de bailar con su hija el día de su boda.
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Ana Laura y Jesús esperaban a su segundo bebé; su primer hijo había sido niña, Samantha, a quien amaban profundamente y por eso deseaban darle un hermanito. Además, la familia de Jesús se dedicaba desde hacía tres generaciones a un negocio ferretero, el cual había sido heredado de padre a hijo. Ahora, todos en esta familia de ideas conservadoras, hasta los abuelos y bisabuelos, estaban felices porque este bebé que venía en camino era niño. Ana y Jesús habían ido al ultrasonido a los tres meses de embarazo y ésa había sido la gran noticia que comunicaron a su familia.
Desde el principio llevaron todos los controles normales del embarazo y todo parecía estar bien. Finalmente, llegó el gran día en que nació Chuchito, el heredero. Por lo menos eso pensaban todos hasta que ...