La vida exagerada de Martín Romaña
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La vida exagerada de Martín Romaña

  1. 584 páginas
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La vida exagerada de Martín Romaña

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Bajo el influjo de Hemingway, Martín Romaña deja el Perú rumbo a París, pero allí nada es como en los libros del norteamericano. Martín se topa con un mundo plagado de porteras y perros perversos, se casa con una militante de extrema izquierda e intenta, sin demasiada suerte, convertirse en un revolucionario modélico, mientras con humor va escribiendo su novela sobre los latinoamericanos que sobreviven en "una Ciudad Luz a la que se le han fundido los plomos".

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Información

Año
2006
ISBN
9788433944900
Categoría
Literatura

Octavia me escuchaba atentamente

HABÍA DESEADO TANTO ESE MATRIMONIO, OCTAVIA
Lo que le conté era ya un recuerdo. Y ahora, como en aquel recuerdo, creo siempre que todo debe empezar aquella tarde veraniega del 67. Las tensiones en el Grupo continuaban, pero yo siempre me las arreglaba para terminar de una manera u otra en el techo, un lugar en el que Inés y yo olvidábamos a menudo el mundo en el que andábamos metidos. Nos metíamos a la cama, eso era todo.
O mejor dicho, casi todo. De eso me enteré una calurosa tarde de julio, en que unos amigos españoles, recién casados, nos habían invitado a tomar una copa en su departamento del Barrio Latino. Fue la primera vez que vi mi sillón Voltaire, y prácticamente no le hice caso alguno, quién iba a imaginar que algún día esa pareja iba a retornar a España y que yo iba a terminar instalado en el departamento que dejaban, con sillón Voltaire y todo, cómo imaginar entonces lo que aquel sillón habría de representar algún día en mi vida. Sin él, por ejemplo, no estaría contando esta historia. Y en él, también, se la fui contando a Octavia, que me escuchaba tan atentamente.
Llegamos Inés y yo muy contentos. Nos encantaba conocer gente de otras nacionalidades, y Carmen y Alberto eran la gente más indicada para enseñarnos mil cosas sobre la España de Franco, de la que todo el mundo maldecía y a la que todo el mundo se iba a pasar sus vacaciones. En todo caso, Carmen y Alberto maldecían mejor que nadie, y con conocimiento de causa, a Franco y al turismo, y eso a Inés y a mí nos resultaba más provechoso que las historias que se contaban por ahí. Pero aquella tarde no salimos nada contentos. Culpa de esta bestia que recuerda, por supuesto, que no entendió a tiempo que la conversación tan en broma que entablamos era, en realidad, una conversación tan en serio. Como todos los recién casados que observan a una pareja aún soltera, Carmen y Alberto nos soltaron la pregunta a bocajarro: ¿Y ustedes, cuándo? Una sonrisa es la respuesta más conocida a esta pregunta, agregándose también muy a menudo un «pronto» que deja a todo el mundo satisfecho.
–Pronto –dije yo, que soñaba con casarme con Inés.
–De acuerdo con que pronto, pero ¿cuándo? –intervino Inés, inesperadamente.
–Claro, Martín: ¿cuándo? –intervino, a su vez, Alberto, muy inesperadamente.
–¿Cuándo, Martín? –remató Carmen, más inesperadamente todavía.
En el Perú se solía responder: Cuando me den naranjas sin pepas Huando. Pero no crean que yo dije eso, no, tan en broma no me lo tomé, aunque parece que lo que dije fue mucho peor que lo de las naranjas Huando. Dije, simple y llanamente, que mi educación y mi respeto por Inés y por mí mismo me impedían casarme antes de tener una refrigeradora y un perro fino, uno como los que había en casa de mis padres. Creo que el sillón Voltaire me debía estar observando, ya entonces. Y creo también que hasta debía estar comprendiéndome y dándome toda la razón. Mi asunto era bastante simbólico, significaba muchas cosas, en todo caso, significaba por ejemplo que yo deseaba darle a Inés algo mejor que un lugar permanente en un cuartucho destartalado. Y qué demonios, aunque solo significara que deseaba una refrigeradora para ella, y un perro para mí, no creo que haya nada de malo en eso. Y tampoco creí entonces que ellos lo hubieran tomado tan a mal. Se habían reído con mi respuesta, seguían riéndose, incluso.
Mas al cabo de un ratito, solo Carmen y Alberto seguían riéndose. Es cierto, yo debí haberme fijado en que Inés no se estaba riendo ya, pero la verdad es que no me di cuenta de nada y me arranqué con una larga descripción de la enorme refrigeradora de casa de mis padres y de lo alegre que era tener un perro que se lanzara del trampolín de la piscina, como en casa de mis padres. Yo quería uno igualito, para sacarlo tres veces al día a cagar en la vereda, delante del edificio, en venganza por la cantidad de veces que un distraído como yo anda pisando caca de perro en París. Yo le daría de comer, yo lo sacaría a pasear, yo lo bañaría todos los sábados (pensé que Enrique podría ayudarme, pero francamente no me atreví a mencionarlo en esa conversación), yo lo abrigaría en los días más fríos del invierno, en París venden unas capitas escocesas que les quedan de lo más graciosas, si el perro es marrón podríamos comprarle una capita a cuadritos verde y...
–¡Vete a la mierda, Martín! –me interrumpió Inés, llorando.
Volteé a mirar la risa de Carmen y Alberto, pero parece que hacía horas que se habían hartado de mi estúpida visión del mundo. Me sentí pésimo, pésimo por Inés y pésimo por mí: no teníamos tanta confianza con aquellos amigos como para soltarles nuestros dramas preconyugales en una de las primeras visitas que les hacíamos. No me quedaba más remedio que arreglar la situación inmediatamente. Renuncio a la refrigeradora, dije, pensando con ternura en el perro.
–¡Vete a la mierda, Martín! –Inés, otra vez.
Renuncié también al perro, en menos de lo que canta un gallo, y con profunda convicción me entregué al tipo de matrimonio que Inés deseara, casi saco lápiz y papel para anotar fecha, hora y lugar. ¡Ah, mi sillón Voltaire! Pensar que desde aquella tarde estuvo allí, pensar que yo ni siquiera me senté en él (Inés se pasó todita la tarde sentada en él), él debería contar estas cosas, aunque también es cierto que me ayuda tanto a contarlas hoy. En fin, la actitud de quien va a sacar lápiz y papel ayudó bastante. Inés paró de llorar, ahora solo sollozaba, dejando cierta distancia entre un sollozo y otro, aunque a juzgar por las miraditas que me estaban cayendo, el score continuaba 3 a 1. Decidido a alterar tan desfavorable estado de cosas, me arranqué a introducir todo tipo de promesas muy prometedoras, muy factibles, muy maduras, y conducentes todas a distanciar más y más los sollozos de Inés, hasta que uno de ellos fuera por fin el último y pudiéramos pasar a lo de la lista de los invitados o algo así. Francamente, al final se podía obtener cualquier cosa de mí, yo lo deseaba, lo deseaba realmente.
Y se obtuvo cualquier cosa de mí, de un mí feliz, además, porque qué lejos sentía ahora a Inés del espíritu del Grupo, del economista brasileño por el que tiempo atrás se había otorgado un verano de reflexión prematrimonial, qué cerca de mí la sentía, cada sollozo había sido una declaración tal de amor, que ahora era yo el que se moría de ganas de arrancarse a sollozar, necesitaba estar a la altura, acababa de encontrar completita a mi Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, tenía que estar a la altura, en qué más podía ceder, me preguntaba, ¿qué tipo de matrimonio quieres, Inés?, yo por mi parte quisiera un tipo de matrimonio única y exclusivamente entre tú y yo, sin Grupo, podríamos transar en que sea sin el Grupo y solo con Carmen y Alberto de testigos, eso a cambio de que yo no vuelva a hablar de refrigeradora, de perros, eso a cambio de lo que quieras, casi le prometo no volver a hablar ni siquiera de mí en la vida, un tipo tan bruto, no valía la pena tomarlo en serio, solo para amar, solo para amarte siempre, Inés.
Carmen y Alberto decidieron que había llegado el momento de volver a empezar a reírse, de servir por fin una copa y brindar, cómo se ve que no conocían a Inés. Ella se lo había tomado todito en serio, hasta lo del lápiz y papel que yo no había sacado, pero que ahora...
–Saca lápiz y papel, Martín.
El primer invitado fue el Grupo entero. Lógico. Aun antes que Carmen y Alberto que estaban ahí con nosotros. El último fue Enrique, con la condición de que no hablara de su bultito. Enrique hablando de su bultito, pensé yo, cuándo se ha visto eso, cuándo en la vida se va a ver eso. Pero no pude protestar, aunque hubiese querido protestar no hubiese podido: desde que Inés habló de Enrique yo ya tenía cinco dedos obsesionados sobre mis cinco bultitos.
–Inés, ¿tú no crees que antes del matrimonio deberíamos consultar con un médico? Yo pienso que estoy moralmente obligado...
–Martín, por favor.
Carmen y Alberto se estaban matando de risa del matrimonio que se iba a armar entre Inés y yo. El asunto, para ellos, me lo dijo un día Alberto, era una especie de boda entre el Gatopardo y la Pasionaria, algo extraordinariamente divertido, salvo que resulte todo lo contrario, claro. Bueno, pero seguíamos con el lápiz y el papel, y las copas que Alberto había servido para brindar continuaban calentándose. Por supuesto, aclaró Inés, nada de matrimonio religioso entre dos marxistas.
–Vas a matar a tu mamá de un disgusto, Inés. Es lo más católico que hay en la tierra. Se entera y se muere.
–La tuya también es católica.
–La mía, con tal de que el matrimonio no sea en Lima y de no tener que hacer partes e invitaciones, feliz; aunque nos case Fidel Castro.
–Matrimonio civil, Martín, y punto.
–Pero nos vamos a quedar sin regalos de la familia; piensa que son los mejores casi siempre, Inés.
–No me digas que vas a empezar otra vez con lo del perro y la refrigeradora.
Casi le digo que no, que por supuesto que no, casi le digo que habría abdicado a un trono por su amor, pero entre que ya me estaba acostumbrando a guardarme el humor para el círculo de mis amistades, como dicen en Lima, y entre que lo del matrimonio civil o religioso me daba exactamente lo mismo, sobre todo ahora que ya habíamos pasado sobre el cadáver de nuestras respectivas madres, opté por renunciar a todo lo que tuviera que ver con la religión y con la familia, lo cual para mí significaba ante todo perderme muy buenos regalos. Y así fue, en efecto, con los siguientes efectos: la madre de Inés casi muere, acompañada por lo menos por la mitad de su familia. Mi madre, en cambio, dijo: Hacen bien, porque a Dios no se le engaña, aliviadísima de pensar que no iba a tener que ocuparse de nada, y según me cuentan, se sirvió otro whisky. Un tío, que yo creí menos bruto siempre, dijo que Martincito no tenía un pelo de tonto, que sin duda había embarazado a Inés, ya ustedes saben lo que es París, y que se casaba solo civilmente, para luego, cuando lo deseara, sacársela de encima, en vista de que Inés era hija de inmigrantes, y casarse con la muchacha que le corresponde, no tiene un pelo de tonto Martincito. Fue la única vez en mi vida que soñé con ser guerrillero, realmente quise integrarme a fondo al Grupo, integrarme hasta llegar a ser Director de Lecturas o algo así, pero no lo logré. Y es que a veces los del Grupo resultaban ser más brutos que mi tío (gatopardo, me decía Alberto, matándose de risa). Dos últimos efectos que recuerdo: una carta de un hermano cura de Inés, dirigida a «la prostituta de Occidente». El único atenuante de Inés era el de haber sido muy probablemente corrompida por uno de esos tipos que, llamándose escritor, camuflan a un comunista, a un ateo y a un pecador. Inés le respondió como es debido, entre mis brazos, y sin soltar una sola lágrima. Del alma mía.
El último efecto, ahora: un gran regalo de mi madre, un fabuloso juego de té comprado en Viena por mi bisabuelo, plata de la que ya no hay, precio de lo que no tiene precio. Me lo regalaba con toda el alma, con la condición de que jamás fuera a vender esa joya familiar, y no me lo enviaba porque sabía muy bien que yo era muy capaz de vender esa joya familiar. Mejor, me dije, pensando que Inés me habría criticado por andar poseyendo podridas antigüedades, como si no me bastara con pertenecer a una familia podrida, y porque en efecto lo habría vendido y me habría gastado la plata en juergas en España o algo por el estilo, era mejor evitarle esa pena a mi madre. Lo poco que conoce uno siempre a su madre, y lo mucho que conocen las madres a sus hijos. La mía, en todo caso, me había conocido siempre una gran generosidad. Por lo menos así lo afirmaba en la carta en que me contó que había vendido mi juego de té porque cada día está más cara la vida en Lima, Martín, el precio del whisky y del champán está realmente por las nubes, hijito. Y te beso con todo mi amor.
Por fin brindamos por la flamante pareja que será, y por fin sonrió Inés. Inés no solía sonreír cuando yo hacía una broma, más bien solía sonreír cuando yo estaba muy serio. Y durante el brindis lo estuve, un poco por emoción, pero también porque solo Carmen y Alberto iban a ser nuestros testigos, lo cual en resumidas cuentas quiere decir que yo había cedido en que Enrique no podía serlo. Fui muy compungido a explicárselo, mi afecto por él y la situación en que se hallaba me obligaban a entrar nuevamente en esos tristes detalles. Enrique me escuchó con una sonrisa bastante irónica, comprendía, comprendía, no tenía por qué preocuparme. Lo que me dio una rabia terrible fue que me hablara todo el tiempo con la cara pegada a su espejito, tocando y mirándose su bultito. No me dejaba sitio para que yo me mirara mis cinco bultitos.
Durante el examen médico que tuvimos que pasar, entre los trámites previos a la boda, aproveché para hablarle al médico de ese problema para mí tan importante. Son cinco bultitos, le dije, delante de Inés, que con un buen guiño de ojos al médico me redujo en edad y estatura. El médico pactó con Inés, pero no tuvo más remedio que comprobar que sí existían, aunque añadiendo que no eran más que unos ganglios ligerísimamente inflamados, nada de cuidado, señora. ¡Existen!, grité yo, feliz, mientras una mirada de Inés reducía al médico a su época de colegial. Pero eso a mí qué diablos me importó. Existían, existían, casi vuelvo a gritar que existían, pero preferí callarme porque a veces callándome lograba recuperar solito mi edad y mi estatura.
La pareja que será fue muy feliz en los días que precedieron a la boda. Una pareja amiga nos iba a ceder un departamento en un lugar privilegiado, bastaba con tener un poquito de cuidado con la dueña porque era un poco rara, bueno, bastante rara, pero con no hacer ruidos latinoamericanos todo iría bien. La pareja que será iba al cine y al teatro todos los días, se amaba en mi techo, reía y se amaba por las calles del Barrio Latino, frecuentaba amigos, asistía a fiestas, la pareja que será se amaba, la pareja que se amaba se amaba, Inés se había convertido en algo así como la mejor mamá que tuve en mi vida, yo en el hijo más travieso y delicioso del mundo, un niñito con algo del Julius de la novela que tiempo después escribiría Alfredo Bryce Echenique. Y por las calles y plazas, yo, que siempre había soñado con casarme con Inés, la observaba por el rabillo del ojo, la observaba preguntándome cómo podía uno casarse con un sueño, ¿no era esta, acaso, otra de esas situaciones exageradas que a mí me tocaba vivir?
EXAGERANDO UN POQUITO SE PODRÍA DECIR QUE EL DÍA DE LA BODA DURÓ HASTA EL DÍA EN QUE SE ROMPIÓ EL MATRIMONIO
Y el haber durado así, de esa manera, fue tal vez lo más alegre y hermoso que tuvo aquella relación destinada a un triste fracaso. Aunque claro, eso, todo eso, solo lo supe al final y aun después del final. Para mí hay una prueba de tipo medio simbólico, medio mágico, de la importancia que le di a ese paso tan importante en la vida de un hombre, para decirlo de alguna manera. En vez de comprarme un terno nuevo, pensé inmediatamente en un viejo termo color plomo, con el que me había enfrentado a otros pasos importantes en la vida de un hombre. Lo había usado en Lima cuando me gradué en Letras y cuando me gradué de abogado. Las dos veces salí airoso y las dos veces sentí que el terno había tenido muchísimo que ver en el asunto. En la graduación de abogado, en todo caso, creo que me salvó la vida, porque la verdad es que yo de Derecho sabía lo que puede saber un terno plomo de Derecho, más o menos. No podía fallarme en esta nueva ocasión, por tercera vez me traería suerte.
Pero no fue así, y examinando las cosas, años más tarde, comprendí dónde estuvo mi error. Una graduación dura algunas horas, es cosa de un día. Mi matrimonio en cambio era para toda la vida, y por consiguiente, si yo deseaba que la suerte durara y durara, habría tenido que usar ese terno siempre, habría tenido que asistir de color plomo y bien encorbatado hasta a las reuniones del Grupo, por ejemplo. Y el pobre andaba bastante viejo ya, no contenía muchas jornadas más de buena suerte. En fin, habría que buscarle alguna explicación a las cosas por ese lado, no sé.
Lo que sí podría jurar es que no me toqué los bultitos a lo largo de toda la ceremonia, y a lo largo de toda nuestra luna de miel en España. Y juro también no haberlos ni siquiera mencionado y haber emprendido una verdadera cura de olvido con respecto a ellos, por cariño a Inés, que realmente me ayudaba mucho porque nuestras noches de amor eran buenas y tiernas y me dejaban lo suficientemente cansado como para quedarme dormido hasta cuando me ponía a pensar en los bultitos en los que no debería pensar jamás. También el hecho de su existencia real, médicamente comprobada, y el de su no gravedad, ayudaron a que poco a poco se fueran convirtiendo en algo tan mío y tan normal como cualquier otra parte de mi cuerpo. Es cierto que yo hubiera deseado que Inés aceptara su existencia, y sobre todo su origen, por ser parte de mi personalidad compleja y profundamente solidaria, pero tampoco se le podía exigir a la pobre cosas que escapaban por completo a su visión nada híper del mundo y del destino del hombre de carne y hueso. Inútil. Inés le llamaba pan al pan, vino al vino, y a mis cinco bultitos les llamaba cojudeces de Martín Romaña.
Yo traté de casarme lo más en serio que pude, pero desgraciadamente el asunto tuvo mucho de absurdo desde el comienzo. No me reía por respeto a Inés, que había aparecido bellísima con un traje de novia civil, m...

Índice

  1. Portada
  2. Punto de partida del cuaderno de navegación en un sillón Voltaire
  3. Octavia me escuchaba atentamente
  4. Octavia me escuchaba atentamente-2
  5. Epílogo
  6. Notas
  7. Créditos