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Debía de ser 1963, porque en el Alexandra estaban poniendo el musical Dombey e hijo, y debía de ser otoño, porque sin duda fue en algún momento de octubre cuando una actuación se tuvo que retrasar considerablemente debido a que dos miembros del reparto se habían resbalado y se habían hecho daño en el pasillo de los camerinos B, y es que, al parecer, el suelo estaba inundado con alguna sustancia pegajosa y pringosa. La inundación había sido provocada por uno de los chicos más jóvenes del coro, que había descubierto una manera de modificar el mecanismo de la máquina de café del pasillo B de modo que esta no reaccionara cuando se introducían en ella las siguientes cincuenta monedas de seis peniques. Se informó de este defecto, pero el encargado de seguridad y los responsables del catering estuvieron debatiendo sobre a quién le correspondía asumir la responsabilidad. Cuando alguien introdujo la siguiente moneda, la máquina proporcionó, con un terrible chirrido, cincuenta y un vasos de plástico, y después, entre jadeos, vomitó un montón de líquido lechoso.
Para Mattie, que tenía once años, fue el mejor desenlace posible. El jefe de producción dijo que tenía que marcharse. Esas bromas excéntricas solo se les permitían a los actores principales e, incluso en su caso, solo al final de una buena temporada.
—Es la tercera vez que tenemos problemas con él. Vamos a tener que mandarlo de vuelta.
El director de casting comentó que tan solo le quedaban tres semanas de contrato. La ley, quizá por compasión, solo permitía que los niños aparecieran en producciones comerciales durante tres meses seguidos.
—No, no vamos a esperar tres semanas, lo devolveremos de inmediato y ya está, tendrán que enviarnos a otro. ¿De dónde lo sacaste?
—De donde Freddie.
Ambos vacilaron. El director de casting le dijo a su ayudante que se lo notificara a la Escuela de Actores Temple. El ayudante habló con su segundo.
—Quizá lo mejor sería que fueses a verla.
El ayudante se quedó sorprendido, pues había tratado el asunto como si fuera una trivialidad.
—¿No será suficiente con llamarla por teléfono?
—Tal vez, si lo haces muy bien.
—¿Y dónde puedo encontrarla?
—¿A Freddie? En donde Freddie.
* * *
—Me temo que va a tener que hablar un poco más claro, querido. Es algo que se aprende… No puede ser que me llame para quejarse por una broma, por una broma que ha hecho un actor, no hay nada que les dé más suerte, ¿por qué cree que el señor O’Toole puso hielo en las duchas de los camerinos del Old Vic? Fue cuando estaba haciendo su Hamlet, querido, para que le diera un poco de suerte a su Hamlet. No estoy segura de qué edad tendría O’Toole, pero Mattie va a cumplir doce a finales de noviembre, si quiere grabar su voz, por cierto, debería hacerlo ya, yo noto que se le está poniendo un pelín ronca, esa clase de cosas que tanto temen los directores de coro les da un terror que les afecta hasta el órgano, ya me entiende. Supongo que al niño le parecería divertido ver cómo alguien se resbalaba y caía… Hay dos que están de baja, quiénes serán, John Wilkinson y Ronald Tate, sí, los dos pasaron por aquí, querido, le diré a la señorita Blewett que vaya a verlos si están postrados, que les lleve unas golosinas, les encantan… Supongo que ya andarán cerca de los treinta… Bueno, querido, he disfrutado enormemente charlando con usted, pero ahora tiene que pasarme al director de casting, o espere, primero quiero hablar con el encargado del teatro… dígale que Freddie necesita decirle un par de cosas.
El encargado del teatro llegó casi de inmediato. Tenía la intención de decir —y por algún motivo no dijo— que todo aquello no tenía absolutamente nada que ver con él, pero mostró indignación en lugar de dignidad y empezó a hablar de lo que había llegado a sus oídos y de que no podía ni imaginarse qué pasaría después y también del más que probable daño que habían sufrido unos asientos recién tapizados y la nueva moqueta que se acababa de poner en todo el edificio.
—¿Qué le pasó al tapizado antiguo de los asientos? —lo interrumpió Freddie—. ¿Y a la antigua moqueta?
El encargado dijo que eso era asunto suyo y de su personal. Resultaba, sin embargo, que la Escuela Temple, con sus cuarenta años de formación de actores en la tradición shakespeariana, estaba continuando dicha tradición en un estado próximo a la indigencia: los muebles estaban muy deteriorados, las ventanas carecían de cortinas y el suelo se hallaba descubierto de un modo casi indecente, y no podía creerse que un teatro tan próspero como el Alexandra se quedara de brazos cruzados contemplando cómo sucedían tales cosas sin echar una mano. El encargado se dio cuenta de lo que le estaba pasando, aunque era la primera vez que le pasaba, porque había oído a otros hablar de ello. Le estaban haciendo la de Freddie o, dicho de otro modo: «Shakespeare se habría sentido muy satisfecho con tu contribución, querido», aunque esa expresión no hubiera circulado entre ellos. Treinta y siete minutos más tarde, había aceptado enviar la antigua tapicería y la antigua moqueta a la Escuela Temple como un préstamo indefinido. No se encontraba bien. La ingenuidad hace que uno se sienta tan mal como cualquier otro exceso de autocomplacencia.
Todo el que haya conocido la Escuela Temple recordará el distintivo olor que había en el despacho de Freddie. No era precisamente desagradable y evocaba una sacristía en la que hubiera colgada ropa vieja y unas flores pudriéndose en el lavabo, pero donde, pese a ello, se exige una actitud respetuosa. No era un lugar para ver con claridad, puesto que la luz, por las mañanas, entraba en un ángulo y tenía que atravesar cierta cantidad de polvo. Cuando la lámpara del escritorio al fin se encendía, el círculo de luz, aunque ahuyentaba a los extraños, era muy débil. La propia Freddie, delante de quien hubiera sido llamado a la habitación, parecía un trozo de oscuridad más sólido aún, como la sombra de su sillón. Solo de vez en cuando y por azar se veía un destello procedente de sus gafas o del borde de sus broches semipreciosos, prendidos en cualquier sitio. Incluso su extensión era incierta, ya que el material de sus faldas y el de la silla se parecían mucho. La tapicería del Alexandra, de un carmesí apagado con algunas zonas raídas, pasó a revestir el mobiliario en cuanto llegó, pero en realidad no supuso una gran diferencia. Enfrente había otro sillón, mucho más pequeño, que, aunque Freddie no tenía mascotas, daba la impresión de haber sido arañado por un perro. Situado allí, el visitante tenía que mirar a Freddie a los ojos, que, aunque no brillaban en absoluto —eran de un azul pálido y duro—, expresaban un interés tan grande que producía incredulidad. El rostro, como la amplia camisa, estaba surcado por numerosas líneas, como si ambos hubieran sido arrugados juntos al mismo tiempo. ¿Qué no revelaría un buen planchado?
Aunque Freddie solía empezar diciendo algo amable, el primer instinto que se despertaba en el visitante era el de la autoconservación; incluso era habitual sentir la necesidad de asegurarse de que la puerta, que ahora quedaba a su espalda, podía alcanzarse con rapidez en caso de necesidad. Y, sin embargo, lo cierto es que nadie se marchaba antes de tener que hacerlo. El límite que separaba la alarma y la fascinación se cruzaba muy pronto. Esto se debía en parte a su voz: un graznido que hacía pensar en un largo sufrimiento, graznido que se ajustaba poco a poco y que parecía insinuar que cualquier dificultad valía la pena, hasta convertirse en el tono acariciante que empleaba para adular. La adulación, por lo general, permitía que Freddie ahorrara dinero.
—Espero que no le importe que la habitación esté tan fría. Yo, la verdad, no lo noto mientras hablo con usted.
Freddie sabía que cualquiera podía adivinar sus intenciones cuando hacía estas cosas, pero eso constituía una adulación extra. Lo cierto es que ella era capaz de generar un calor propio, un brillo similar a los primeros efectos del alcohol. En cuanto a qué era lo que quería, no había ningún misterio. Quería sacar provecho, pero, por otra parte, los seres humanos le interesaban tanto que siempre le resultaba beneficioso conocer a uno nuevo. Cuando sonreía, siempre lo hacía de un modo un tanto asimétrico; daba la impresión de tratarse de la sombra de una deformidad o de la consecuencia de una apoplejía leve. Freddie nunca intentaba ocultar esto.
—Miradme bien —aconsejaba a sus alumnos—. No soy tan divertida como vais a serlo vosotros cuando me imitéis.
Pero la sonrisa transmitía una benevolencia inestimable, además de una sensación de sorpresa por el hecho de que siguiera existiendo esa benevolencia. Uno tenía que sonreír con ella, algo de lo que a lo mejor se arrepentiría más tarde.
Su aspecto andrajoso era un reproche extremadamente injusto. Su devoción hacia las cosas que tenían que ver con el espíritu era una amenaza. El problema, por supuesto, radicaba en que nunca pedía nada que, en rigor, fuese para sí misma. ¿Por qué, al fin y al cabo, el Alexandra se había desprendido de tantos metros de tela y de terciopelo? ¿Por qué la Royal Opera House, en cada subasta de final de temporada, se mostraba tan indulgente con las pujas de la Escuela Temple? ¿Por qué Freddie estaba representada —con su aspecto de siempre, incluso con la misma falda y los mismos broches— junto a las Grandes Estrellas de Todos los Tiempos en el telón de seguridad del Palladium? ¿Por qué, sí, a Mattie se le permitía continuar trabajando en Dombey e hijo? Simple y llanamente porque a Freddie le importaba tanto, y tan inexorablemente, el teatro, donde, más allá de los demás mundos, el amor que uno da es el amor que uno recibe. Los directores delirantes, los columnistas pervertidos y fríos, los promotores insolventes, los actores incapacitados por la bebida, todos se han perdonado unos a otros y han sido perdonados, y seguirán siéndolo, hasta que se apaguen las luces en el último teatro, porque amaban su profesión. Y de Freddie se decía —quizá asumiendo más de la cuenta— que su corazón pertenecía al teatro.
Eso debía de venir de alguna parte. Incluso tratándose de Freddie debía de haber alguna explicación. Se suponía que había nacido en 1890. Era la hija de un pastor protestante. Algunas etapas de su vida no estaban nada claras. En la pared había una fotografía descolorida en la que se la veía en las calles de Manchester, aparentemente levantando la bandera del movimiento sufragista. Pero ¿quién era la figura masculina que tenía a su derecha, en actitud medio amenazante, con el pie sobre el pedal de una bicicleta tándem? ¿Fue entonces, tal vez, cuando sufrió la apoplejía? Una foto posterior, en la que Freddie salía con unos pantalones bombachos y unas polainas, era mucho m...