1
—¿A dónde vamos?
La voz pertenecía a mi primer pasajero de la tarde. Lo había recogido en uno de esos edificios gigantescos de oficinas de Wilshire, justo a las afueras de Westwood. Un viaje rápido, unos tres kilómetros, hasta otro edificio impersonal de Century City. Miré al tipo a través del retrovisor. Tenía alrededor de cincuenta años, llevaba un traje marrón de mala calidad y era corpulento, sobre unos ciento veinte kilos y, al igual que yo, no estaba contento con ello. Era uno de esos tipos sudorosos, y no solo cuando las temperaturas rozaban los cuarenta grados acompañadas de una humedad letal.
—Te he preguntado que a dónde vamos.
Su tono denotaba una pizca de agresividad. Uno de esos tipos que se creen que su tiempo es oro, y que quien más grita es quien lleva la razón.
—Vamos a la dirección que me proporcionó —le contesté mientras pensaba que algo que no falla en este trabajo es que, a menudo, llevas a personas que odian su vida.
—Pero sabías de sobra que ir hacia el este en Wilshire, a esta hora, un viernes…
—Según mi GPS, se suponía que Wilshire Boulevard estaba despejado hasta West Pico —respondí preguntándome si justo nos habríamos topado con un accidente—. Déjeme ver si el GPS nos indica cómo salir de aquí.
—Que le den por culo a tu GPS. ¿Acaso no conoces la ciudad? ¿No sabes leer un puto mapa? ¿O acabas de llegar aquí y has conseguido esta mierda de trabajo?
De entrada, quise mandar a don Desagradable por donde no se pone el sol, pero sabía que, en cuanto esas palabras salieran de mi boca, este podría mandar un correo en mi contra… Un correo que podría acabar con mi única posible fuente de ingresos en aquel momento. Me tragué mi furia y mantuve un tono de conversación educado.
—En realidad, nací aquí, señor. Soy angelino de pura cepa y, como tal, he pasado gran parte de mi vida entre atascos.
—Y aun así nos has metido de lleno en un atascazo de tres pares de narices…
—La razón por la que hemos topado con este atasco…
—Es porque no tienes ni idea de cómo hacer tu trabajo porque, como el resto de idiotas al volante, solo haces caso al puto GPS.
Silencio. Me puse tenso en cuanto dijo en dos ocasiones seguidas «puto»; su tono de superioridad era su forma de decirme: puede que sea un don nadie, pero al menos estoy por encima de ti.
Conté hasta diez, que es la estrategia que uso a diario para mantener a raya mi ira mientras estoy desempeñando un trabajo que no quiero hacer. Pero, puesto que mis opciones profesionales son prácticamente nulas y las demás posibilidades de trabajo que tengo son pesadillas en las que cobras un salario mínimo (como reponedor en Walmart o haciendo turnos de ocho horas en un almacén de Amazon), sentarme al volante de un coche se me antojaba la opción menos mala. Incluso si tenía que llevar a tipos como el que iba sentado en mi asiento trasero.
—Como puede ver a su derecha, señor, la razón por la que nos hemos topado con un tráfico tan denso es porque esa motocicleta Triumph ha acabado debajo de las ruedas del Jeep Cherokee y, me da la sensación, de que el motociclista está muerto.
El hombretón levantó la vista de su teléfono y miró al cuerpo inerte que yacía bajo las ruedas del todoterreno. Tras un momento de reflexión en silencio, finalmente dijo:
—Ya no va a llegar a donde quiera que fuera.
—El tiempo nunca está de nuestra parte —contesté.
—Así que no eres solo un incompetente de Uber, sino que también eres filósofo.
—¿En qué trabaja usted?
—¿Y a ti qué te importa?
—Era solo para entablar conversación.
—¿Y qué pasa si no quiero mantener una conversación?
Se hizo el silencio de nuevo. Pasamos lentamente al lado de la escena del crimen. Había policía por todas partes. Dos trabajadores de la ambulancia estaban cubriendo el cuerpo del motorista muerto con una sábana cuando un tercero llegó con una camilla plegable de metal. Mientras tanto, el conductor del Cherokee último modelo, de unos veinte años, delgado, con un bronceado salido del dinero de papá, acababa de soplar en el alcoholímetro que sujetaba una policía. El chaval tenía pinta de estar asimilando que acababa de jodérsele el futuro.
—Soy vendedor —contestó el tipo.
Me lo imaginaba.
—¿En qué campo?
—Fibra óptica.
—Anda, ¿en serio?
—¿En serio qué?
—¿Se dedica al transporte óptico? ¿Vídeo en banda base?
—¿Y tú cómo sabes de eso?
—¿Ha oído hablar de Auerbach?
—Eran nuestra competencia —dijo el tipo, ahora sin un atisbo de agresión en su voz—. ¿Los conoces?
—Sí, los conocí… durante veintisiete años. Era el director de ventas regionales del sur de California. Me dedicaba a la producción y distribución petroquímica. Sensores de llamas, transductores y transmisores. Electrotermopares diseñados a medida.
—Joder, qué raro. Me dedico prácticamente a lo mismo, solo que mi zona de actuación cubre Nevada, Idaho, Wyoming y Montana.
—¿Para quién trabaja?
—Para Crandall Industries.
—Ah, sí, ustedes tenían prácticamente la misma clientela que nosotros.
—Y dices que veintisiete años… —prosiguió.
—Veintisiete años.
—¿Y qué pasó?
—Recesión. Una mala racha. A la calle.
—¿Y así sin más te despidieron?
Eché un vistazo por el retrovisor. Vi que apretaba los labios. Se me pasó por la cabeza preguntarle: ¿por eso eres tan gilipollas, porque, igual que yo hace diecisiete meses, también estás pasando por una mala racha? Pero, de puertas para afuera, me muestro fiel a las normas; una fachada impuesta por mis padres y los curas a una tierna edad que aún mantengo en mis interacciones en público, en especial en las que tienen lugar en mi Prius de color crema de ocho años de antigüedad. En el mundo de Uber, una vez que alguien interpone una queja contra ti, tú pierdes la razón. Así que, en los momentos en que podría dejarme dominar por mis pensamientos más oscuros, como en ese preciso instante, intento guardármelos en lo más profundo y, en cambio, decir:
—Sí, simplemente me despidieron.
—Lo siento —contestó.
Bueno, bueno, un atisbo de humanidad compartida, que no provenía de una compasión real, sino derivado de su propio miedo a acabar al volante como yo.
El tráfico empezó a moverse.
—¿Voy a llegar a tiempo? —preguntó.
—Según el GPS… Dos minutos antes de su cita.
—Antes dijiste cuatro.
—Las cosas cambian —repuse.
—Ni que lo digas.
No volvió a pronunciar ni una sola palabra durante el resto del trayecto. Cuando salió tampoco dijo nada. Cuando más tarde miré la aplicación para ver si el tipo me había dejado una propina, vi que no me había dado nada, niente.
Regla de oro en mi profesión: los tipos que odian su vida nunca dejan propina.
2
La segunda persona que recogí esa tarde no paraba de hablar. Entró en el coche en mitad de una conversación. Su discurso telefónico fue entrecortado, a toda velocidad. Un intercambio que finalizó antes de que transcurriesen los diez segundos que a ella le llevó cerrar la puerta del pasajero y a mí adentrarme en el tráfico. Hablaba como una ametralladora: «No estamos acostumbraos a perder». Fin de la llamada. Marcó otro número. Continuó con un: «No nos han apuntao con una pistola a la cabeza, pero a ti sí».
Miré por el retrovisor. La parlanchina tenía cuarenta y tantos años, cara seria y pelo negro azabache con mechones canosos. No desprendía ni una pizca de calidez. Estaba cansada, decepcionada por tanto, pero seguía peleando y pronunciando frases como «No he tenío». Mi padre también hablaba de esa forma: «No he tenío tiempo pa eso, muchacho». Nunca me llamaba por el nombre que me puso: Brendan; ni mucho menos por el apelativo cariñoso Brennie que usaba mi madre. Muchacho. Así era papá; siempre manteniéndome a una distancia emocional prudencial. Siempre haciéndome saber: «No estoy pa ti».
Papá… Sin formación académica, aunque se enorgullecía de leer el LA Times de cabo a rabo todos los días. «No soy tan espabilao como para estudiar Ingeniería Eléctrica como este muchacho». Pero era inteligente, aunque la gramática le patinara de vez en cuando. La mujer que iba sentada en el asiento trasero también era inteligente y tenía mucha más formación que mi padre. Sin embargo, por sus deslices gramaticales se intuía que sus orígenes eran tan modestos como los míos.
Todos tenemos nuestra forma particular de sobrevivir al día a día. En la suya no se atisbaba ni una pizca de piedad.
—¿Estás buscando compasión? ¿De verdad? ¿Esa es la palabra que quieres usar: compasión? ¿Tú? ¿Pidiendo clemencia y misericordia? ¿Tú? Tal vez te gustaría que incluyera «merced» y «benevolencia» en el paquete, que, óyeme bien, te voy a entregar cuando ...