Salimos de la oficina a eso de las nueve.
Baja las escaleras a lo loco —«un poco más y se cae rodando», pienso mientras la miro desde mi sitio al otro lado del mostrador—, cruza la recepción y lanza por encima del hombro un grito en dirección al primer piso:
—¡Señor Uuuuursu, que nos vaaaaamos!
Me ha prometido que esta vez iría con ellos. Llevo ocho meses deseando pasarme por la obra y, entretanto, ya casi han terminado el complejo. De vez en cuando pincho en el enlace de la cámara de seguridad para ver cómo marcha la construcción.
Me ha enviado un mensaje a las siete de la mañana: Cristina, si quieres venir a la obra, abrígate bien y tráete unas botas.
En cuanto empuja la puerta noto el frío que me sube por las piernas.
—¿Voy yo también? —le pregunto.
—¡Sí, sí, vamos!
Justo entonces le suena el móvil y, al responder, se queda sin manos con que volver a cerrar. La capa de frío va ganando altura.
Está ya en plena calle cuando digo:
—Deme un minuto, que tengo que ir al servicio.
Y al segundo:
—Timea, me marcho a la obra, ocúpate tú del teléfono.
—Vale —responde su voz desde el otro lado del biombo.
—Y tú cierra esa puerta de una vez —oigo que suelta mi compañero Paul Dobre.
Pero en esas yo ya he entrado en el servicio. Cubro la tapa del retrete con larguísimas tiras de papel higiénico, y al acabar abro el grifo del lavabo y dejo correr el agua caliente. La caldera se enciende con un golpe seco que retumba muy cerca de mi oído. Termino a toda prisa, recojo el bolso, el abrigo, y para fuera.
El coche ya está en marcha. Me encuentro al señor Ursu en el asiento del copiloto peleándose con el cinturón de seguridad. Me siento en la parte de atrás y tiro de la hebilla del mío para intentar abrochármelo, pero no atino a encajarlo, así que no tardo en dejarlo por imposible.
Ya había escuchado que al volante se acelera tanto como en la oficina y que corre que se las pela. Llevo dos años aquí y me lo han comentado varios compañeros, aunque esta es la primera vez que monto en su coche. Es pararse en el primer semáforo y empezar a llamar estúpidos a los otros conductores. En los siguientes se dedica a hablar por el móvil. Cuando estamos a punto de salir de la ciudad, pregunta:
—¿Qué vamos a hacer con tanto loco, señor Ursu?
Después me clava la mirada a través del retrovisor y anuncia:
—Verás tú ahora el circo que se monta allí. Siempre igual.
Trabajo de secretaria en una empresa de ingeniería civil. Me cogieron por los idiomas, porque por lo demás no doy el perfil. Resulta que la chica que ocupaba mi puesto era una conocida que estuvo de baja por maternidad y luego se marchó al extranjero. A mi jefa no le dio tiempo a poner un anuncio, y como ella me conocía y sabía que estaba buscando algo, antes de marcharse me recomendó. Durante la entrevista, mi jefa me preguntó por los huecos que aparecían en mi currículum. Había ocultado mi segundo máster, el proyecto de tesis doctoral que abandoné al cabo de tres años y mi otra carrera, en la que aguanté dos cursos.
—¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
—Colaborar con algunas editoriales.
Aquello la asustó:
—Espero que seas consciente de que aquí lo que vas a traducir son contratos y pliegos de condiciones, nada de cuentos.
Tardó más de un mes en decidirse.
Al final, me aseguró que le había parecido una persona «positiva» y me llamó para un cursillo de formación de dos semanas. Era diciembre. Nada más terminar el cursillo llegó la Navidad y, de repente, me vi pensando en un disfraz para la fiesta de la empresa.
Hace algo más de un año, cuando firmó su primer proyecto como contratante principal, intuyó que lo que movía dinero era la construcción. «¡Que nos hacemos constructores!», celebraba frotándose las manos cada vez que el cliente le ingresaba un millón. El caso es que siempre que me manda introducir las facturas en el sistema yo voy deslizando la uña por la pantalla del ordenador para dividir las cantidades en grupos de tres cifras, porque de otra forma no me entero bien de si lo que tengo delante son centenas, miles o millones. Cuando me toca lidiar con el dinero, me da vueltas la cabeza.
Los miércoles hay reuniones de obra desde las nueve de la mañana. Los representantes del cliente y de las subcontratas se citan en nuestra caseta, discuten, se gritan los unos a los otros y mi jefa hace lo propio con todos ellos. Está orgullosísima de ser mujer en un mundo de hombres.
—Los tiene a todos acobardados, señora Liliana —le confesó un día Mircea Negoescu, de MirConstruct, y a mi jefa se le hinchó tanto el pecho que olvidó por un momento lo mal que les habían salido los ensayos de hormigón.
Estamos construyendo un centro comercial a las afueras de Bucarest.
Al ver la hilera de todoterrenos aparcados a la entrada de la obra, piensa en voz alta:
—Menudos coches se gastan estos… Los únicos que vamos en un Dacia Duster somos nosotros.
Su marido y ella son propietarios de una cuarta parte de la empresa. El resto pertenece a un grupo español al que tiene que mantener informado de todo, cosa que la vuelve loca.
Aparcamos en medio de un lodazal. Lástima de botas.
Las obras: esos sitios donde una se siente mujer como en ninguna otra parte y por encima de cualquier otra cosa. Todos te miran con tal mezcla de curiosidad, intriga y lascivia que incluso te da por preguntarte si les pasa algo, hasta que recuerdas que solo eres una mera aparición imprevista que despierta cierto interés, aunque casi mejor no saber de qué tipo exactamente. Ah, perdón, que soy una tía… ¡Pues mira tú qué bien! Me horroriza pensar que Mona, la directora de proyecto, se ha tirado todo el verano paseándose por aquí en pantalón corto. De hecho, fue ella la que pidió venir sola a la obra, y la verdad es que aquellos días sin su presencia en la mesa durante la comida me supieron a gloria.
Ya están todos en la caseta de las reuniones. Mi jefa me manda a dar una vuelta por el terreno, pero antes quiere enseñarme dónde puedo hacerme con un casco. Le pide a Mona las llaves de su caseta y, al abrir la puerta, nos llevamos una bofetada de calor. Lo primero que hace nada más entrar es apresurarse en apagar el radiador eléctrico.
—¡Y dale con dejarlo encendido sin necesidad! Mira que le tengo dicho que no hace falta tanto calor aquí.
Encima del escritorio ha dejado un montón de papeles desordenados, una botella de Coca Cola Zero con pinta de estar pasada, y una foto en la que aparece junto a Claudiu montando en elefante, de cuando fueron a Tailandia hace unos meses. Están sentados uno a cada lado del pobre bicho en unos asientos improvisados sujetos a unas cuerdas por debajo de su barrigota, mientras el cornac, un muchacho delgaducho montado a horcajadas en el cuello del animal, se apoya en su inmensa cabeza. A Mona se la ve sonriente, pero Claudiu está exageradamente inclinado hacia un costado con cara de pánico. Por lo que sé, esa manía de cabalgar sobre distintos animales exóticos cuando están de vacaciones por alguna isla es cosa de ella. Él se limita a someterse a su voluntad, aunque esta última vez Mona nos ha reconocido que también tuvo miedo. Por lo visto, el muchacho los estuvo paseando por el bosque durante media hora y, de vez en cuando, el elefante tropezaba. «¿Os dais cuenta?», se indignaba, «si llego a perder el equilibrio y se me cae encima, ¡adiós muy buenas!».
—Menudo desastre de despacho —sentencia mi jefa.
Se ve que han fregado, pero hay rastros de barro en el suelo. Los miércoles viene la señora Oara, la de la limpieza. A la oficina acude dos veces por semana, un par de horas, y le han pedido que se pase otro par por la obra. En cuanto tiene ocasión, la mujer se me queja de lo difícil que le resulta caminar por todo ese barro con las botas puestas y meter las manos en la pila helada, porque allí no hay agua caliente. Además, Mona no le deja la llave del servicio de señoras, así que no le queda otra que entrar en los de los obreros. El de señoras es solo para ella.
El caso es que friega el suelo de los barracones, pero antes de que se seque siempre entra alguien y lo pone todo perdido en un momento. Luego mi jefa la regaña por extender el agua llena de barro, sin reparar en que si la tira tiene que volver a sacar los trozos de hielo de la pila y dejar que se derritan en el cubo para dar otro repaso.
—No te vayas tú a creer que a mí me sale a cuenta —reconoce—. Yo tampoco puedo más, que no está una ya pa estos trotes.
No le queda nada para jubilarse.
Cada dos o tres semanas, Mona le da plantón y la deja tirada en el aparcamiento del supermercado. Pasa de que le apeste el coche a gitana. La señora Oara viene de un pueblo de las afueras, en la otra punta de Bucarest, y como la línea de...