El resplandor de la hoguera
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El resplandor de la hoguera

  1. 120 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El resplandor de la hoguera

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Información del libro

Si la primera novela de la trilogía La Guerra Carlista auguraba un desarrollo idealista y heroico de la contienda, El resplandor de la hoguera presenta la cruel realidad intrahistórica de la tercera guerra carlista. El espacio donde transcurre la narración es el paisaje navarro, una tierra agresiva, expuesta al rigor del invierno, con un constante vaivén de campos encharcados, montañas y pueblos cubiertos de nieve. Tres ejes narrativos van alternándose en la novela: las andanzas de la abadesa María Isabel y sus acompañantes; el contraste entre la nobleza de los partidarios carlistas, con Miquelo Egoscue como héroe guerrillero, y la vileza de los liberales; y la lucha por el poder dentro del bando carlista, en donde se perfila ya la oscura figura del cura Santa Cruz.

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Información

Año
2022
ISBN
9788415378877
Edición
1
Categoría
Literatura
VIII
El Duque de Ordax tomó asiento cerca de una ventana, y como los otros continuaban bajo los porches, tocó en los cristales y los llamó con la mano. El capitán y el alférez entraron. Alaminos tenía un gesto de reserva pueril. Viéndoles llegar, el húsar murmuró con gran sencillez:
—Fuera hace demasiado frío, caballeros.
El capitán arrastró una silla:
—¡Eres un demoledor!
Y dio á sus palabras ese énfasis que dan los predicadores á las sentencias latinas. El Duque murmuró con cierto empaque de antigua nobleza:
—¡Dejemos eso!…
Y puso su mano enguantada sobre el hombro del alférez, que sonrió forzadamente, atusándose el bozo, apenas una sombra de humo sobre su boca que tenía el carmín de una boca de mujer. El capitán hundía las manos en los bolsillos de su pantalón:
—¡Jorge, que los mozos conserven sus ilusiones!
Alaminos los miró fríamente:
—¿No negarán ustedes que hay oficiales valientes y que se baten?
Alzó los hombros el húsar:
—Cierto. Uno soy yo… ¿Pero á qué viene eso?
El capitán reía, soplándose la barba:
—¡Eres un demoledor!
El Duque le miró con lástima:
—¡Pero tú tienes que estar de acuerdo conmigo!
—¡Hombre, tanto como de acuerdo!
—Tienes cien cruces, cien medallas y cien años de capitán. ¿Tú eres capitán desde la guerra de África?
—No, desde antes. Allí gané una laureada. El gibado lo gané por haberme sublevado en Vicálvaro.
El Duque de Ordax y el alférez abanderado rieron ante la buena fe del veterano. En este tiempo se acercó á la mesa una vieja encorvada, vestida con hábito de estameña:
—¿Qué desean, señores militares?
El capitán se volvió al húsar:
—¿Tú convidas, Duque?
El otro afirmó con la cabeza, y la vieja se puso á limpiar el mármol:
—Como se han ido los mutiles, tienen, pues, que dispensar el servicio malo. Somos acá solicas las mujeres.
El capitán interrumpió:
—¿No quedaba ayer, todavía, un mozo?
—Cuando cerramos pidió su cuenta, y en la misma noche se fué.
—¿A los carlistas?
—¡Pues qué hacer! El andaba rehacio, pero desde el caserío vinieron los padres suyos y lo decidieron. Lloraban los pobrecicos porque ya son tres las prendas que tienen en la guerra.
Fruncido el delicado entrecejo de damisela, descargó un puñetazo sobre la mesa el alférez Alaminos:
—¡Esos padres merecían ser fusilados!
Replicó la vieja con gran energía:
—¿Por qué? ¿No sabéis vosotros otra canción mejor que esa? ¡Virgen, que tengo priesa y no mandáis!
El Duque se distraía avizorando la plaza, ocupado en cambiar guiños y sonrisas con una muchacha que, de tiempo en tiempo, asomaba en el gran balcón saledizo que tenía el parador. Al apremio de la vieja, el capitán le tocó con el sable:
—¿Qué tomamos?
El Duque volvió la cabeza, con gesto lleno de indiferencia y luego continuó mirando á la moza. Un momento quedó el capitán en grave meditación:
—¿Señor alférez, qué diría usted si encendiésemos luminarias?
El alférez repitió sin comprender:
—¿Luminarias?
—¡Con ron!
—¡Admirable, mi capitán!
La viejecita correteó por entre las mesas para servirles. El Duque continuaba enviando sonrisas al balcón del parador, y el capitán encargóse de hacer el ponche. Sentado enfrente, el alférez contemplaba aquellas llamas de humorismo y de quimera con una obstinación dolorosa:
—¡Yo había soñado ser general!
El veterano esbozó una sonrisa de león cansado:
—¡Todos, cuando jóvenes, hemos tenido el mismo sueño!
Volvieron á quedar silenciosos, y en el fondo de sus pupilas temblaba la llama azul del ponche como el final de aquellos sueños. El alférez interrogó con un gesto vago:
—¿Usted está resignado, mi capitán?
¡Hace mucho tiempo!
—No lo comprendo… Yo dejaría de batirme.
El Duque de Ordax les dirigió una mirada burlona:
—¿Por qué se baten los carlistas?
Y el alférez respondió secamente:
—No sé. Nunca he sido carlista.
Afirmó el capitán, poniéndose una mano en el pecho, semejante á un santo resplandeciente de candor y de fe:
—Yo me bato como el soldado, por el honor de mi bandera.
Insistió el alférez Alaminos:
—El soldado, si lo dejasen, tiraría el fusil y se volvería á su casa.
El capitán enrojeció:
—No todos. Yo he sido soldado, y también me batí por mi...

Índice

  1. Título
  2. Créditos
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. XXIII
  26. XXIV