Autonomías. Democracia o contrainsurgencia
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Autonomías. Democracia o contrainsurgencia

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En este libro, que reúne ocho estudios, el autor examina la situación que se produjo a raíz del incumplimiento de los acuerdos de San Andrés por parte del Estado y documenta la persistencia de las políticas contrainsurgentes en Chiapas, especialmente la actividad de los grupos paramilitares. Asimismo, en una nueva faceta para los estudios sobre autonomía, presenta los primeros resultados de la experiencia de algunos pueblos de Tlalpan, en la capital del país, y propone un conjunto de elementos teóricos para buscar alternativas políticas nacionales.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN
9786074452600

1. La antropología y los pueblos indígenas de México
Si la antropología como ciencia nace con el pecado original de haber estado estrechamente ligada al colonialismo y a los esfuerzos por imponer en el ámbito mundial las relaciones capitalistas,1 en México la disciplina antropológica surge de su relación fundamental con el llamado indigenismo. El indigenismo tiene sus orígenes más cercanos en los momentos posteriores al movimiento armado revolucionario de 1910 a 1917, cuando la Escuela Mexicana de Antropología, encabezada por Manuel Gamio, comienza a elaborar los marcos de referencia conceptual que permitieran darle contenido a la política del Estado para con los diversos pueblos indígenas que se distribuyen en todo el territorio nacional.
Gamio expresaba los planteamientos ideológicos de una burguesía ya apuntalada como la fuerza hegemónica de ese proceso revolucionario y la necesidad de darle coherencia a un proyecto de nación acorde con los intereses de dicha clase. El tardío desarrollo de la antropología científica en nuestro país hereda los preceptos teóricos que respaldaron el proceso de colonización. Así, lejos de una aceptación tácita de la condición pluricultural de la naciente nación, el proyecto antropológico de Gamio se ciñe sin más al paradigma colonial del “indio atrasado”.
Para este padre fundador de la antropología mexicana, la nación no se consolidaría como tal en tanto siguiera persistiendo el carácter heterogéneo de su composición, expresado en al menos “sesenta pequeñas patrias”, con sus respectivas lenguas y culturas, planteando la necesidad de la incorporación del indígena a la vida nacional.
Para Gamio, la marginalidad de los indígenas se debía al estancamiento provocado por la diferenciación lingüística, por lo que la solución para el problema era la conveniente intervención del Estado a fin de establecer una política que pretendía ir en auxilio del indígena, pero que en los hechos buscó su asimilación a la nacionalidad dominante y la homogeneización cultural y lingüística de la nación mexicana a los criterios burgueses de desarrollo y progreso, para los cuales los territorios mesoamericanos se hallaban vacíos de historia, de comunidades y de vida; carentes de un proyecto de civilización, como atinadamente refiere Bonfil, y de modelos de incorporación al curso de la naturaleza y la historia.
Estas ideas tenían un consenso en el ámbito latinoamericano, como puede inferirse de la siguiente resolución adoptada en la viii Conferencia Panamericana de Educación que tuvo lugar en Lima en 1938, en la que se declaró que los indígenas “tienen un preferente derecho a la protección de las autoridades públicas para suplir la deficiencia de su desarrollo físico y mental”, por lo que los gobiernos debían “desarrollar políticas tendientes a la completa integración de aquéllos en los respectivos medios nacionales”. El objetivo claramente planteado es la integración, de ninguna manera aparece en las propuestas de estos intelectuales la posibilidad del desarrollo autonómico.
Así, a partir del primer Congreso Indigenista Interamericano que tiene lugar en Pátzcuaro, Michoacán, en abril de 1940, el indigenismo integracionista se afianza no sólo como la política del Estado mexicano para con los indios, sino que se extiende a escala latinoamericana a partir de su adopción por muchos países como Perú, Ecuador, Guatemala y Bolivia, con el establecimiento de organismos de asuntos indígenas, llamados desde entonces Institutos Nacionales Indigenistas, que toman la función de idear y poner en práctica las bases para la acción de los Estados. En este Congreso se acuerda la creación del Instituto Indigenista Interamericano, en el cual participan en la actualidad diecisiete Estados (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela).
Cabe destacar el papel protagónico que jugaron los antropólogos en la elaboración de estas políticas, desde el momento en que Gamio definió a la antropología como “la ciencia del buen gobierno”, iniciándose un maridaje entre los antropólogos y el Estado mexicano que no fue roto en parte sino hasta el movimiento estudiantil-popular de 1968, que creó las condiciones para que las corrientes críticas antropológicas se manifestaran y denunciaran el papel de complicidad de nuestros colegas en los procesos etnocidas iniciados hace varias décadas.2
El indigenismo de Estado ha pasado por diversas fases y sus características ideológicas han ido adaptándose a las transformaciones de las sociedades latinoamericanas, persistiendo, sin embargo, la esencia definitoria que le dio vida: el indigenismo es una política de unos para otros; esto es, una política de un Estado criollo-mestizo para con los pueblos o etnias indígenas y, en consecuencia, el indigenismo en todas sus variantes es por naturaleza autoritario y verticalista. Los renovados discursos no logran anular este carácter. El indigenismo constituye un sistema teórico-práctico que se impone a las etnias desde los aparatos burocráticos de los Estados latinoamericanos como una fuerza objetivamente opresiva, manipuladora y disolvente. A pesar del reiterado fracaso que ha significado la puesta en práctica de las políticas indigenistas, que lejos de haber logrado la instauración de un orden armónico en el interior de las comunidades y un desarrollo favorable de las mismas han llevado hacia una agudización de los conflictos y hacia la ruina de sus condiciones de vida –ruina que significa también el fracaso del proyecto modernizador que las sustentaba. A pesar de ello no ha habido la voluntad, hasta la fecha, de asumir un proyecto como el que aquí se propone, fundado en el principio innegociable del reconocimiento de la alteridad, y con ello del respeto a las formas autogestivas de desarrollo de los pueblos indios.
Esto es importante reiterarlo, porque el Estado mexicano –en éste como en otros aspectos– ha sido lo suficientemente hábil en el ámbito internacional como para encubrir su naturaleza real, de forma que muchos antropólogos europeos o estadounidenses no son conscientes del contenido profundamente antindígena de las prácticas del indigenismo.
Desde sus inicios, el indigenismo asumió un relativismo cultural restrictivo, en definitiva racista, como uno de sus componentes; de tal manera que se consideró que en las culturas indígenas había “aspectos” que merecían ser conservados y que merecían respeto y protección por parte de los Estados, y otros “negativos” que debían ser eliminados por no ser compatibles, ya sea con la modernidad o con los sistemas jurídicos vigentes.3
Así, la burocracia indigenista se convertía en “seleccionadora” del destino que tendrían los procesos de “incorporación” del indígena a la sociedad nacional, sin tomar en cuenta los derechos de estos grupos a decidir su propio rumbo. El indigenismo se caracterizó desde entonces por el uso de una retórica de respeto a las lenguas y costumbres indígenas, la cual era acompañada con una práctica de destrucción de las estructuras étnicas de los pueblos indios. Basta mencionar que casi 90 por ciento de las resoluciones de los Congresos Interamericanos no se han cumplido desde la fundación del Instituto Indigenista Interamericano, para darnos cuenta del contraste entre la teoría y la práctica del indigenismo.
Con retóricas de este tipo se ha caído en el ocultamiento de la realidad de los pueblos indios. Por un lado, la exaltación emblemática del “glorioso pasado” indio, con la cual el indio vivo, su realidad cultural de aniquilamiento y su marginación económica, quedan ocultas, y por otro, la negación del indio real, que parece no pertenecer a ese glorioso pasado que se exalta, y la construcción abstracta y falsa de una imagen virtual, a partir de la cual se perpetúan las políticas asistencialistas y de no reconocimiento del indio como actor político y económico del Estado-nación capitalista.
Uno de los argumentos más característicos del indigenismo como política de Estado es precisamente conceptualizar lo “étnico” como parte del “atraso”, por lo que al eliminarlo, de hecho –según este punto de vista– se logra la incorporación del indio a la sociedad nacional y su arribo a la modernidad.
El fundamento de esta posición es una especie de evolucionismo unilineal a partir del cual lo “étnico” es la contrapartida del desarrollo histórico, el “fardo cultural” que impide que los indios pasen de una situación de “casta” con respecto a la sociedad “mayor”, o con respecto a las sociedades “complejas” o “nacionales”, a una situación de “clase”. Esta Última idea fue expresada por un antropólogo mexicano, Gonzalo Aguirre Beltrán, quien fue una personalidad fundamental en la elaboración teórica del indigenismo, y para quien la plena integración de los indígenas al capitalismo constituía la completa realización sociohistórica de sus estructuras étnicas y, en consecuencia, toda acción indigenista se justificaba en aras de alcanzar esa meta culminante.
De esta manera, la política de los Estados hacia las etnias o pueblos indios de América Latina se ha fundamentado en el integracionismo. Sin embargo, ésta no ha sido la Única corriente indigenista. El etnopopulismo tomó su lugar a partir del desgaste del indigenismo integracionista y la necesidad de los Estados por contrarrestar la fuerza del movimiento indígena independiente en favor de sus derechos y reivindicaciones.
Esta perspectiva expresa, en sus inicios, el interés de los intelectuales de la pequeña burguesía indígena y mestiza de contraponerse al integracionismo a partir de una crítica que nunca pudo superar su evidente estadolatría, y su incapacidad para recurrir al marco clasista en el análisis de las relaciones entre los pueblos indios y las sociedades nacionales. Esta inconsistencia metodológica y política en la crítica llevó a muchos de sus principales ideólogos a procesos de cooptación por parte del Estado que, de esa manera, los incorpora a dirigir los aparatos indigenistas, o a servir como asesores para la elaboración de las nuevas políticas de “participación” o “etnodesarrollo”.
El etnopopulismo parte de una concepción de apoyo radical a los grupos étnicos y se representa a sí mismo como el auténtico vocero de sus intereses. Otorga un valor absoluto a lo étnico como una esencia suprahistórica anterior a las clases y a las naciones y, por tanto, sobreviviente a las mismas en el futuro. El etnopopulismo recurre con frecuencia a la idealización de la comunidad étnica, como viviendo en armonía con la naturaleza y en el interior de sus propias estructuras, en las cuales la solidaridad y la ayuda mutua imperan. Esto ha sido muy impactante para algunos sectores intelectuales que a partir del etnicismo han creado un movimiento muy extendido en México llamado de la “mexicanidad”, que plantea la restauración de los preceptos y las creencias que se supone corresponden a la época prehispánica, introduciendo cultos, rituales, indumentarias, cantos y formas de organización muy en boga entre una clase media en busca de soluciones individuales a sus problemáticas existenciales.
Curiosamente este movimiento promueve, en el terreno de lo político, las posiciones de no participar en los partidos u organismos de oposición al gobierno, e incluso, ha sido muy hábil para obtener ayuda estatal para muchos de sus proyectos.
A partir de la idea de lograr la independencia de las luchas indígenas con respecto a movimientos oposicionistas de los pueblos mestizos o ladinos, el etnopopulismo plantea que el proyecto de los indios no se realizará a través de proyectos nacionales contrahegemónicos, sino al margen de los mismos, con el evidente propósito de dividir a los explotados en su conjunto, aislar al movimiento indígena de las luchas populares e introducir la idea del exclusivismo étnico, el dualismo y la pasividad políticas.
De manera paradójica, estas posiciones otorgan gran importancia al papel que el Estado puede jugar en favor del proyecto etnicista, ya que nunca llega a plantearse la naturaleza antindígena del mismo; por el contrario, se considera necesario actuar “desde el Estado” para lograr las modificaciones y los cambios pertinentes en favor de los pueblos indígenas, justificando así la presencia de connotados etnicistas en el gobierno.
En contraste con el discurso y la acción indigenistas en sus diferentes modalidades, los Estados latinoamericanos han hecho uso del genocidio contra los pueblos indígenas cuando ha sido necesario. Es decir que en la retórica oficial se exaltan las virtudes de las grandes civilizaciones indias del pasado, pero en los hechos se les extermina de manera inmisericorde ahí donde las comunidades osan defender sus tierras y territorios, sus costumbres o sus derechos políticos y culturales. No hay que olvidar que en Guatemala se siguió una política de tierra arrasada que incluyó una represión permanente por más de treinta años, la creación de grupos paramilitares con los propios indígenas para controlar desde adentro a los pueblos, los polos de desarrollo o aldeas estratégicas, los bombardeos con napalm y otras bombas incendiarias y desfoliadoras. Estas políticas de exterminio se siguieron también en Perú, con el pretexto de la lucha contra Sendero Luminoso: el propio Sendero practicó una política genocida contra la población indígena que según datos de la Comisión de la Verdad produjo miles de muertos. Lo mismo pasó en algunos lugares de la selva amazónica de Brasil, en los que se pretendía expulsar a las poblaciones indígenas con objeto de apoderarse de sus tierras y recursos naturales.
En los Últimos años, tal como lo testifican numerosas investigaciones llevadas a cabo en el interior de las comunidades, los pueblos indios han sido objeto de prácticas permanentes de violación a los derechos humanos, tanto en lo que se refiere a los individuales como a los que les corresponden como etnias: “El indio es más vulnerable y está expuesto a que sean violados sus derechos, precisamente porque es indígena”, en palabras de Rodolfo Stavenhagen.
Por su parte, los sectores más recalcitrantes del gobierno de Estados Unidos han utilizado variadas estrategias para controlar y mediatizar a los pueblos indios. La principal de éstas en el periodo reciente ha sido la penetración religiosa a través del llamado Instituto Lingüístico de Verano (ilv), desde la década de los treinta, y la actual labor de numerosas denominaciones religiosas entre los pueblos indios.
El Instituto Lingüístico de Verano fue estudiado por antropólogos mexicanos –entre ellos quien esto escribe–, tanto en sus postulados ideológicos como en sus acciones concretas, publicándose un libro del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales de México, La Declaración Mariátegui, y lográndose, a partir de una movilización de más de dos años, la cancelación del convenio entre el Instituto y el gobierno mexicano en 1978.
Este Instituto representa un ejemplo clásico de las estrategias de penetración impulsadas de manera conjunta desde diversos sectores estadounidenses, incluido el gobierno, orientadas a la desarticulación de las comunidades y la ampliación de los mercados. Trabajaba a partir de una organización dividida en tres secciones: una religiosa, encargada de darles ese contenido a las campañas de penetración entre las poblaciones indígenas, así como de conseguir los fondos necesarios entre compañías petroleras, Iglesias fundamentalistas y otros organismos de carácter “gubernamental”; una de lingüistas que tenía en sus manos el aspecto “técnico” de la conversión religiosa en la lengua “nativa”, quienes a su vez eran en realidad misioneros preparados para vivir dentro de las comunidades, aunque con una conveniente modernización de su hábitat, y una tercera sección de aviadores y técnicos de radio que constituían el aparato logístico de comunicación y transporte para facilitar la labor “religiosa”.
La verdadera labor del Instituto Lingüístico de Verano se inscribía en una gran variedad de trabajos de espionaje, contraespionaje, contraguerrilla, control y manipulación ideológicos de poblaciones, todo ello en favor de los intereses del gobierno y las transnacionales estadounidenses. Los sacrificados e inocentes misioneros documentaban las formas locales para sobrevivir en la selva, la etnobotánica, los cruces de ríos en épocas de crecida, las ramificaciones o redes de comunicación entre las comunidades, el liderazgo, los recursos naturales, en particular de los estratégicos. Tenemos, por ejemplo, el traslape casi exacto de los mapas de las zonas petroleras de Colombia y Ecuador, que coincide con los asentamientos ocupados por la acción misionera del Instituto.
Las cartillas de alfabetización de la Biblia del Instituto introducían el individualismo, rompían todo sentimiento de lazos comunales o colectivos, planteaban abiertamente su lucha contra el comunismo, o contra la oposición al gobierno en turno, apoyaban la acción de las autoridades locales, aun cuando éstas actuaran sobre la base de la represión, estimulaban una conciencia pragmática, puritana, de arribismo individual, de ruptura de la familia extensa, proyectando la imagen de un modelo o ideal de sociedad que se concretaba en Estados Unidos.
Se practicaba una política de asistencialismo para los conversos con las sobras de la sociedad de consumo, y la conveniente promoción de los más fanáticos y representativos de los reclutas entre las etnias de América Latina.
En la actualidad, el Instituto Lingüístico de Verano es uno de los centenares de organismos religiosos, científicos, asistencialistas y de ayuda humanitaria que actúan en las etnorregiones de América Latina en forma abierta o encubierta, algunos de los cuales expresan el carácter neocolonial de la política de Estados Unidos. Esta penetración neocolonial es apoyada por los gobiernos de los países respectivos ya que también aquí se expresan las alianzas estratégicas que las clases dominantes mantienen con su contraparte estadounidense.
Lo que se aprecia es, pues, un refinamiento de las prácticas colonizadoras iniciadas hace quinientos años. La expansión de los mercados principalmente, así como las necesidades de control político de los territorios por parte de los Estados latinoamericanos, el gobierno estadounidense y los capitales transnacionales, han vuelto necesarias una vez más las políticas de exterminio, operadas a través de acciones complementarias de genocidio y penetración cultural. El paramilitarismo se vuelve una estrategia recurrente ahí donde comunidades indias y campesinas se levantan en armas, al mismo tiempo que de manera soterrada o abierta se promueve la penetración cultural o comercial.
En la comunidad de antropólogos de los inicios de los años ochenta, si bien había surgido una corriente crítica a la política indigenista de Estado y al etnopopulismo, no había anclado la investigación antropológica desde la perspectiva de la cuestión étnico-nacional, en torno a los problemas teóricos y prácticos de los procesos de libre determinación y autonomía de los pueblos indígenas, y sobre proyectos específicos de carácter jurídico y político orientados a la solución de la cuestión étnica en México. Presa del indigenismo oficialista, la antropología crítica se reduce a la denuncia de las prácticas de exterminio del indigenismo de Estado, contrarias a su retórica de exaltación de los valores suprahistóricos de los pueblos indios, sin lograr aterrizar tal crítica en una propuesta viable conducente a salvaguardar el derecho a la libre determinación de los mismos.
En los inicios de los años ochenta, a partir de un seminario sobre la cuestión nacional que se organizó en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), surge el Consejo Latinoamer...

Índice

  1. Cubrir
  2. Portada
  3. Derechos de Autor
  4. Índice
  5. Introducción
  6. 1. La antropología y los pueblos indígenas de México
  7. 2. Nación y autonomías indígenas
  8. 3. Globalización neoliberal y autonomías étnicas
  9. 4. El deterioro del proceso de paz en Chiapas
  10. 5. Conflictos armados en México: la encrucijada político-militar
  11. 6. Contrainsurgencia y paramilitarismo en el gobierno de Vicente Fox
  12. 7. Los pueblos de Tlalpan: democracia, construcción de sujeto social y autonomía incluyente
  13. 8. Conclusiones y reflexiones finales
  14. Bibliografía