Capítulo 1
SIMULACRO
El mundo es una mancha en el espejo.
Todo cabe en la bolsa del día, incluso cuando gotas de azogue
se vuelcan en la boca, hacen enmudecer, aplastan
con finas patas de insecto las palabras del alma humana.
El mundo es una mancha sobre el mar del espejo.
una espiga de cristal arrugado y silencioso,
una aguja basáltica atorada en los ojos de la niña desnuda.
En medio de la calle, con el ruido de la ciudad como otra ciudad conectada en la pantalla de la respiración,
veo en mis manos los restos del espejo: tiro todo a la bolsa y sigo mi camino,
todo cabe en la bolsa del día, incluso la palabra incluso,
un manchón negro en la línea que se va deshojando en la boca.
Si me acercara, con un sonido genital y absolutamente húmedo,
tocando las paredes del miedo con manos espaciosas y una circulación de letras aplastadas contra la linfa color de olvido;
si me acercara, seco y coordinado en los pliegues, oyendo el paso de los otros en el techo,
una legión sorda, un estertor de marabunta, un hueso desmoronándose,
una lluvia caliza por el suelo, en el paladar;
si me acercara, si desmenuzara una figurilla con los dedos que gotean vino;
si me procurara un placer, un desvío, un tocamiento de nubes o un roce plateado,
un manoseo en el oro, un deslizarse en la entrepierna de los muebles para dormir ahí un sueño de saliva y silencio;
si me acercara, dando en el tiempo un acorde caliginoso, un tempo fúnebre de reunión a oscuras…
¿Cómo comprobar entonces que estás ahí,
construido en el plinto de tu ser sujeto, continuo y manifestado como un dato hundido en el fango de la evidencia,
pensando en medio de las cosas, entero y positivo como un número estupendo? ¿Cómo saberlo, cómo sacarte de la multitud
del tiempo, de los apretados espacios, ponerte frente a mis ojos como un discurso impreso,
como una tinta fluvial en las venas del mediodía?
¿Cómo sentir el jugo de tu vuelo, tu anatomía que fluye entre los objetos maltratados,
tu percepción que registra el mundo como lo que es, la mancha en el espejo, el simulacro?
Mundo foliado, espacioso, apretado: riqueza sumergida en la extensión del constante naufragio.
las palabras del alma selladas con un frío fuego, una flama desprendida de las cuerdas del sábado,
un fulgor bruñido y biselado contra el pecho de los recién nacidos.
Mundo de signo y de silencio, mundo manifestado,
con sus seres atados y sus congelamientos al borde, su derramamiento neutro,
su orilla abstracta, su cartílago ciego.
Mundo de ser. de no-olvido, establecimiento de ruina y llamarada.
Mundo de olvido, un revés negro, barnizado con los datos de la proximidad,
temblor del no-ser: cajas transparentes atraviesan las orillas del incendio como almendras cargadas de sentido,
un sentido de mundo en regreso, un retorno enmascarado, perros
en el callejón de la noche muerden las nalgas de los viajeros que se bajaron en la estación equivocada,
la cerrada sala donde te reciben para consagrarte a tu propio fantasma, entre tazas de té, peltre, porcelanas, galletas fúnebres,
la pared que exclama con un ardiente ojo de buzo que en sus piedras puedes ya sumergirte, para descubrir, en los pliegues,
un continente minucioso, atlántidas intramuros, vaticanos espesos de tesoros absurdos,
micenas lastradas por desconsuelos concretos, escrituras arcaicas y jeroglifos velocísimos que
te esperan bajo la piedra serena, gris, política, adverbial.
Larvas o simulacro de Egipto, el mundo es una abertura en el agua del espíritu, muesca
en el tiempo y en el espacio, hendedura sutil o desesperada.
Dominios del vientre de la cosa, la material, reino y pasto del mundo,
yesca dormida en el navio de las palabras.
encendimiento, línea del canto, capitular de las palabras iniciales,
objeto lloroso o consumido, sequedad, baba, veloz certeza y muelle de todos los fantasmas.
Materia del yo, un descenso órfico en el deseo,
un tocamiento de lo que se derrama, sin centro ni asidero,
un pozo limitado por el norte de las palabras y el sur infernal o egipcio
de lo reprimido, postergado, diferido, abandonado en los jardines horrendos del pasado.
Un collar de quietud rodea los espaciosos milímetros del yo,
un silencio blasfemo, un ídolo entre las manchas.
Ah, las cosas y la materia del yo, como un humo paralítico:
charcos, tarjetas perforadas, jazmines, gavetas, ceniceros, gansos, páginas, ferrocarriles
—las teclas, pulsadas con un dedo y otro, el yo encerrado en las caras augustas de la civilidad,
transido y tambaleante. Luego la errancia, el desprendimiento:
un hacia, las varillas del abanico que se abre en los alveolos
para que respires un mar en cada sorbo, una playa en la lengua que tocaba las bordadas comisuras de la muerte o el trabajo,
un rincón para estirar las piernas como un coloso, fumando el azul despliegue de la vida, en la luz que roza las instantáneas babilonias de la vacación.
Anadiomena, niña en harapos, epifanía en la sal de los torrentes, pedazo de Nilo en la tela del mundo: modo del abrazo,
llama en la oscuridad, extravío y dolor estriado de placer.
Lo que en Anadiomena no es persona levanta sus constelaciones rumbo a tus argumentos,
duración en libertad inscrita en el mäelstrom de sus ardientes diferencias.
Cosido a la secreción por los bordes de mi traje-centauro,
avanzo en el chisporroteo de las diferencias, labrado en el segundo y consumido siglos más tarde cuando el minuto acaba,
con mi máquina de sentir edificando partenones a mi paso,
escribiendo en el nomadismo el parche o la sutura de donde surjo,
exhausto en mi boca-mediterráneo y diseminado, tan derramado en la cinta del mundo
que la maleza del yo transpira como una excrecencia en el desierto que dejo atrás,
conjugándome con las estrellas en reposo, expuesto al tiempo y al espacio y a la materia,
como un grano de platino manifestado en las solemnidades del Ente,
como un desperfecto obsceno en una estructura longilínea.
Adivinar en los almacenes de las palabras dónde se esconde el rayo, el escondrijo del mundo en la bolsa del día,
la página mercurial que no ha sido escrita y cuya blancura está recubierta con la tinta de los deseos desalojada por los nombres,
vagabundeo en busca de esa adivinación en la escuálida y pegajosa luz de este almacén,
abandonado por las noches y espolvoreado por el hisopo lejano de un chispazo de fiebre: Este almacén de palabras
donde te sientes el oscurantista, el tuareg, el animal, el monstruo en la laguna de las denominaciones,
el gato negro sobre las piernas de la reina de las palabras,
el intruso sin credenciales, el prófugo, el anegado, el ladrón de instrumentos ortopédicos,
el que traga nueces con cáscaras, el que bebe el menstruo en una copa pompeyana.
el que se asusta con sus propios reflejos, el que pena en la madrugada de las vacaciones afantasmadas, el que se pone verde
cuando piensa en su madre con las piernas abiertas y no precisamente dándolo a luz,
el que tiene una lengua telescópica, el que se duele por ausencias inventadas y por melancolías falsas,
el que baila una danza de gusanos, el que construye murallas chinas en sus labios agujerados,
el que brilla como una brújula rodeada de nortes,
el que se lanza en la corriente para rescatar una dentadura postiza como si fuera una civilización a la deriva,
el que sabe callarse en medio del estruendo, el que se pone las manos en la entrepierna y aúlla como una hidra delirante,
el que se siente un islote y oye el rumor del mar en la profundidad de los rostros.
El almacén de las palabras es un lugar extraño, húmedo, una
galería sigilosa, un hospital dormido. Cardumen candoroso, con su latinidad a cuestas, difícil, fosforescente como una omega “en el pizarrón de las
etimologías”.
Ojiva o multitud, ramo de piedras, rocas, en el oro del nombre.
siemprevivas palabras, “oscura siembra” en la cúspide sorda y monumental del mármol sonoro.
El almacén es un espacio trémulo, una tecla genésica
que el mundo amplifica hasta la magnitud mortuoria del réquiem o la súplica.
El almacén de las palabras: el almacén de las palabras.
Saturado en la diseminación, por los bordes del no, exhibido en las cosechas del silencio,
busco el margen, el medianil, el uranio de un linde, límite para el dinosaurio que invade mis egiptos,
mis instrumentos blancos de tiempo, canosos, del movimiento que me implanta en los espacios interminables.
Un sistema de máquinas horrendas invade el almacén,
un corte aquí, nueve allá: hervor de nombres, el cancerbero de la historia hila con sus ladridos la camisa de los atormentados,
caen los siglos como pedruscos en lo negro de la medida,
en la ceguera de la totalidad: mundos lineales, tejidos al olor de una cercanía, de una multiplicidad,
de un espanto arborescente que se agita en el sonido seco de un chasqui...