El ovillo y la brisa
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El ovillo y la brisa

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El ovillo y la brisa

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Decía Stéphane Mallarmé que hubo alfabeto e inmediatamente después aparecieron los versos. ¿Y la prosa? Según Mallarmé "no hay prosa", afirmación alarmante ante la realidad tipográfica de tantos libros. Digamos que la prosa quedó sembrada en una comarca fronteriza, en un limbo de ávidas pulsiones; tan insaciables, que desataron, al paso de los siglos, a las criaturas multiformes y locuaces que llamamos novelas. Los cuentos siempre estuvieron allí, es decir: en la mente de la tribu, en la otra avidez, la de los niños y los ancianos que dicen siempre "cuéntamelo otra vez". Los apetitos de la prosa fueron definiéndose contra el fondo oscuro de los ritmos poéticos y nunca los abandonaron del todo; buscaron sus propios horizontes, sus leyes y su modo de asumir una memoria y una tenaz voluntad de forma. Así nacieron la prosa poética y el poema en prosa, a una módica distancia de las narraciones milenarias y emparentados de lejos con las novelas diluviales. Este libro busca insaciablemente el horizonte donde ha de ser leído. Cree encontrarlo para perderlo en el momento siguiente, que puede ser el de un punto y seguido o el de una pausa prosódica; está hecho de pérdidas y ganancias, de intermitencias y cortes, tajos, interrupciones, pero allí nace su extraña coherencia. En ese ritmo entrecortado quiere encontrar su legitimidad, su ley, su música. Quien lo escribió desconfía de la facilidad con la que puede simularse un estilo, porque sabe, quizá, que el estilo es, o debe ser, una plenitud de la agudeza, puro brillo punzante, sin disimulos ni disfraces

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2020
ISBN
9786074455618
Categoría
Literature
Categoría
Poetry

III
Ondulaciones, resonancias,
concavidades

El archivo circular

La matanza de hormigas continúa, incesante, suntuosa, desplegada en las orillas de un mal sueño. Es el sueño de un mastodonte, criatura opuesta, por su morfología y por sus dimensiones, a la hormiga. En este momento de 1914, el mastodonte sueña con pormenores dignos de una doncella neurótica, teórica de todo y practicante de nada.
El horizonte está envuelto en una luz de sangre. Vísceras y cabelleras se distribuyen con deforme armonía en el fondo de hoyancos ya soñados y tocados y vistos en Passchendaele. La bruma se mete en los sobacos y dentro de las uñas de los pies –y en medio de ese paisaje complejo y saturado, un murmullo de valses se difunde con un barniz siniestramente modulado, recuerdo contrahecho de la Belle Époque. Las hormigas se doblan por la cintura micrométrica; gritan dentro del sueño del mastodonte. El sueño va empequeñeciéndolo sin pausa, sin premura, con un paso de paronomasia y lentitud.
El mastodonte se encuentra con las hormigas, y éstas lo miran azoradas mientras agonizan: ¿quién es él, este arcángel enorme, desvencijado, de piel cadente por todos lados, floja, lírica, y cuatro magníficos cuchillos corvos y albos saliéndole por el hocico? El mastodonte lo ha entendido: las hormigas son un engendro de su sueño. Las hormigas han comprendido también: el arcángel mastodóntico proviene de la realidad, una realidad donde se desarrollan otras matanzas y éstas no tienen relación alguna con la extinción metódica de enteras civilizaciones hormiguiles.

Ni el mastodonte ni las hormigas ni los arcángeles evocados en esa comparación creen en los símbolos; estos renglones saben en lo más profundo de su gramática este hecho incontrovertible: aquí no hay seres humanos, mujeres sufrientes, niños desgarrados, adolescentes con la cabeza partida, bebés extasiados, carnívoramente, ante el pulgar de un adulto. No: hay hormigas, hay mastodontes, hay un sueño y unos cuantos elementos escenográficos evocadores de la guerra. Nada más.

La guerra es un género semejante al azar: igual de sanguinario, blanco, supurante. El azar se levanta como un fantasma entre el humo de las trincheras: sabe dónde atacar y dispone sus divisiones hasta reducirlas a una triste versión de suma y resta, sin asomo de multiplicación. Eso les corresponde a los peces y los panes, a los mariscales ansiosos de romper (breakthrough) la línea del frente y de movilizar la caballería como antes, en Crimea, en Sedán. Nada de eso ocurre. Los sucesos son cambiantes, multicolores, pero con una tendencia a mezclarse con las tonalidades más robustas del adelgazamiento debido a una dieta pobre en proteínas.

Un muchacho de Marsella comparte el pan con un soldado colonial venido de las tierras subsaharianas. Un adolescente bávaro se abraza al cadáver increíble de su amigo de tres semanas, suntuosamente vestido de lodo total, destrozado por la metralla mientras dormía.
Un soldado ha estado viendo la televisión durante dos horas seguidas: una película sin cortes comerciales.
El soldado televidente imagina esto: tiene un rifle ametralladora entre las piernas y sostiene el esbelto cañón con las dos manos; rodea el tubo de metal con diez dedos devotos; observa los desplazamientos de los actores y las actrices en un paisaje de cartón-piedra y suspira como quien presencia un drama romántico, testigo incómodo –pero él no está incómodo: únicamente aprende ciertas destrezas del asombro ante un mundo y ante unas historias con las cuales no quiere tener la menor vinculación, el menor encadenamiento, símbolo del oprobio, semejante al encierro de Segismundo, agobiado de prisiones, de pesados hierros –miles in vinculis. El soldado es joven pero quisiera ser más joven todavía: más fornido, con hombros más redondeados, con piernas recias, musculosas, y un torso de practicante de halterofilia, deporte parsimonioso y potente; le gustaría tener un miembro ahusado y no circuncidado, capaz de emisiones sin término, enloquecedoras, y dos testículos barnizados con ungüentos apolíneos.
Las imágenes televisadas cuentan una historia cada vez más absurda. El soldado se va durmiendo con el cañón del fusil ametralladora entre las manos y siente o fantasea una serie de portentos: en la punta de su arma crece una bayoneta de la cual surgen destellos inmensos, cegadores como una mano divina, y anulan el pobre destello de la televisión; debajo de su pie derecho intuye los avances de Jerjes y sus multitudes erizadas; debajo de su pie izquierdo, húsares y cosacos se funden en un delirio azul y escarlata sobre las planicies heladas de Borodinó; un escritor chileno alto, desgarbado y anteojudo, diserta junto a un escritor mexicano sobre los méritos relativos de las diversas estrategias para la destrucción y el arrasamiento. Son dos personajes plácidos y le inspiran al soldado una piedad irritada, a él, tan poco aficionado a la lectura, contaminado por el desprecio de los papeles impresos y las tintas sospechosas.

En lo alto del cráneo se tejen y destejen una serie de relaciones: un vaso con una cara pálida, un puñado de polvo con el pie de una bailarina ciega, una vara de nardo con una mancha de petróleo, un suelo ajedrezado sobre el cual hay un uniforme militar de otras épocas con un vestido de novia tirado junto a un sombrero de palma.
Las historias despuntan y luego avanzan con temblores de potrillo recién nacido: caminan con un aire inseguro y luego trotan, se desplazan sobre la yerba –a la cual unos personajes desdibujados comienzan a llamar “yuyos”– y hablan y hablan. Empiezan con hilillos de baba semántica y siguen con un verdadero torrente de palabrerías desquiciantes, descomedidas: se erigen en oradores desdeñosos de la captatio benevolentiæ; expelen discursos rebosantes de seguridad política y de promesas –nadie está dispuesto a cumplirlas, menos, en primerísimo lugar, “el de la voz”–; acusan y denigran y vociferan, pero luego pasan al arte del susurro, a la socarronería del secreto confiado a una oreja cercana y bien labrada. Es una oreja blanca, blanca: amanece sobre esa oreja como sobre las blancas arenas de Nínive. ¿Son blancas las arenas de Nínive? ¿Hay un albo desierto donde se asientan las ruinas, los edificios, las caprichosas piedras de la Antigüedad?
Los personajes se mueven para acá, para allá, tiran por la borda cristalerías y cortinajes, miman bien perfilados estravagarios, se contemplan en los espejos rajados por la mano torpe del espíritu del fin de siglo.
En lo alto del cráneo cae la noche de la prosodia y se difuminan los miembros del relato. Se duerme una voz y luego otra y otra. Los cuerpos fantasmales habían adquirido una consistencia coloidal y se esfumaban entre el fuego del sueño.

La leyenda de la roca roja se ha dado a conocer entre los seguidores del sadhu de la cabeza pelada, alarmados por la índole apocalíptica de esa historia primigenia.
Algunos de esos seguidores temen un proceso por medio del cual la leyenda desencadene una reacción pavorosa en su guía espiritual. El hombre santo tiene ráfagas de mal humor: acaricia lascivamente a los ancianos destruidos por la neurosis de fin de siglo. Otros murmuran: en una vida anterior fue un poeta experimental y el conocimiento de la leyenda va a lastimarlo y a hacer añicos los últimos restos de su nostalgia; todos sus experimentos terminaron en el bote de la basura y todavía le duele su carrera literaria truncada en la juventud más fresca y sexual. “¡Archivo circular!”, exclama a gritos: así llamado por él, el bote de la basura atesoraba entonces tesoros innombrables, destinados al olvido piadoso: cartas para la bailarina Eduardova, solicitudes de inscripción dirigidas y nunca enviadas al Instituto Benjamenta, copias mal hechas de poemas rusos –ojalá hubier...

Índice

  1. I ENCADENAMIENTOS Y REACCIONES
  2. II ERMITAS ENVUELTASEN MÚSICA ELECTROACÚSTICA
  3. III Ondulaciones, resonancias,concavidades
  4. NOTA ACERCA DE ALGUNOS TEXTOS
  5. Sobre el autor