Fuego 20
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Spinoza afirmaba que nadie puede saber lo que puede un cuerpo, Ana García Bergua se pregunta, en cambio, qué es lo que puede un fantasma. Qué puede cuando abandona un cuerpo pero sigue necesitando comunicarse con quienes sí lo tienen, qué sucede si sigue queriendo moverse por la ciudad en la que vivía, qué consecuencias produce su intento de transmitir sus afectos; en suma, qué pasa con su deseo: ése es el fuego que arde en Fuego 20. En el Distrito Federal a principios de la década de 1980, dos historias corren en paralelo. La de Saturnina, una muchacha ingenua y convencional pero que un día decide llamarse Ángela para poder meterse a curiosear en Fuego 20, una mansión del Pedregal que está en venta. Con esa travesura, Saturnina suspende sus temores y sus prejuicios y se convierte en Ángela, una joven atrevida, trepadora y falaz. En contrapunto a esta historia sorprendente y entretenidísima, vamos sabiendo de Arturo, quien ha venido de Xalapa a la capital para estudiar Medicina pero ha abandonado su carrera. Cuando lo conocemos su vida consiste en sacar sangre en un laboratorio, pero su rutina cambia y se complica cuando sospecha que su amigo Rubén puede estar entre las víctimas del incendio de la Cineteca Nacional. Por los días de la nacionalización de la banca, Saturnina y Arturo se encuentran. Pero su encuentro no sucede de la manera en que las comedias románticas nos han habituado a esperar. Antes y después, las sorpresas se suceden sin pausa…

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2020
ISBN
9786074455601
Categoría
Literatura
VIII
Al otro día, las ruinas de la Cineteca amanecen rodeadas de policías, ya nadie se puede acercar. Arturo ya no ve a los empleados del día anterior, ni hay trabajadores entre las piedras. El olor no se quita. Ya no llega tan fuerte hasta los laboratorios Laroche, pero ahí enfrente, sobre Tlalpan, donde está parado Arturo, apesta igual. El periódico de la mañana decía que fueron tres muertos, tres nada más: el jefe de bomberos, una trabajadora de la Cineteca y otro señor. Y ya. Aquí no pasó nada y basta de escándalos. Las películas se recuperarán, todo se olvidará, como siempre ha sucedido en el país desde hace tanto tiempo: lo que el gobierno no quiere que se sepa, no se sabe. Arturo se pregunta si alguna vez fue distinto; durante la Revolución, quizá. Rubén debe saber sobre eso, tendría que preguntarle.
Anoche, cuando Pino y él se preparaban para ir al hospital de quemados en la camioneta de Suzuki --buena onda Pino porque le ofreció acompañarlo--, sonó el teléfono y era Rubén. En efecto, estaba en Cuernavaca. Arturo se enfureció. Me asusté un chingo, le gritó, pensé que estabas en la Cineteca, me habías dicho que tal vez irías, me debiste avisar. ¿Cómo crees?, le contestó su amigo como si nada. No, güey, Burton me invitó a su casa de Cuernavaca y me presentó a una chava, me quedé ahí más de lo que pensaba, hoy me regresé directo a la Facultad. Arturo estaba alterado y no se pudo controlar. Pasé todo el día preocupado, fui dos veces a Xoco, ahora mismo te iba a buscar a Buenavista. Bueno, bueno, cálmate güey, ¿qué te pasa? Rubén parecía extrañado y Arturo se sintió culpable de hablar con tanta vehemencia. A lo mejor estuvo rara su preo­cupación, o Rubén y él no son tan amigos como él se figuró. Estuvo horrible, todo estalló, se rompieron los vidrios del laboratorio. Tranquilo, Arturo, tranquilo, lo bueno es que todos estamos bien, a ti no te pasó nada, ¿no? Arturo trató de calmarse. No, claro, menos mal; nos sacaron un pedo pero aquí estamos. Pinche xalapeño, siempre malhablado, le dijo Rubén, sacándole la risa. Hablaron de lo que pudo haber causa­do el incendio, las noticias contradictorias, los muertos, las películas. Rubén le contó lo que había escuchado, las cintas que se perdieron, las historias posibles. Andan diciendo que fue un atentado, que pusieron una bomba, luego te cuento. Desde luego Rubén tiene todo un mundo que sabe más cosas allá en Ciencias Políticas. Sale, me cuentas qué averiguaste. Quedaron de verse el fin de semana para cotorrear.
Después de la llamada, Arturo se ha quedado deprimidísimo. Siente que vivió un día con la adrenalina a tope y ahora ya se acabó todo. Apareció Rubén, son tres muertos nada más y muchas películas chamuscadas. Aquí no pasó nada. A lo mejor, así como Rubén, encontraron a los demás desparecidos, los que se creía muertos, piensa. Luego se dice: no, sería muy pendejo creer eso. Recuerda la pulserita que recogió ayer. ¿De quién sería? Igual que los zapatos o las credenciales, seguro mucha gente dejó tiradas sus cosas, pero nadie ha regre­sado por ellas, las dan por perdidas. Dejó la pulsera en un cenicero sobre su mesa de noche. Se pregunta cómo una pulsera de cuero sobrevivió a las llamas, quizá salió volando y por haber quedado en la calle no se quemó. O a lo mejor no todo se quemó igual. Quién sabe. En realidad, tampoco entiende por qué la cogió. Cuando era chico coleccionaba piedritas. Si iban a Xico a pasear, recogía algún guijarro en el río y lo guardaba. Igual en la playa o en Tlacotalpan, donde vivía una prima de su papá. Le llegaron a decir Pulgarcito, porque no se podían ir de los lugares hasta que él hubiera encontrado la piedrita que se llevaría en esa ocasión. A veces, incluso, era un fragmento de ladrillo o de mosaico, algo cuya forma le gustara. Durante mucho tiempo juntó piedras, después lo dejó, cuando el cuerpo le empezó a pedir otras cosas y el roce con los vestidos y las piernas de las muchachas le despertaba deseos que acallaba de noche, fantaseando en silencio hasta que explotaba.
Arturo sigue parado en la esquina de Calzada de Tlalpan, ya sin ver la ruina apestosa, ni a los policías, ni el metro que pasa cada tanto como una película naranja. Su cabeza está en Xalapa, con las muchachas de la secundaria y sus desahogos nocturnos. No entiende por qué se acuerda de esas cosas, menos frente a ese horror. Lo que sí tiene claro es que si no se apura a llegar al laboratorio, lo van a correr. Dijo que iba por un refresco y un taco de canasta, pero ya tardó mucho. Y Toñita le encargó unas Sugus de uva. Cuando regresa, ahí está la fila de siempre, todos nerviosos, pues a nadie le gusta que le saquen sangre. Hoy es un día de venas escondidas: señoras con la presión demasiado baja, hombres delgados de venas duras. Hay que picar, buscar bajo la luz de la lámpara el río azul-violeta que se pierde entre la carne prieta que se vuelve blanca. Si se pone tan nerviosa, las venas se adelgazan, le explica a una señora tensa, tensa; haga de cuenta que se esconden y la sangre se mueve más despacio. Como disimulando, dice ella. Sí, le contesta Arturo de broma, anda escondiendo secretos, ¿ya ve? La señora se pone más nerviosa aún. Usted tranquilícese, insiste Arturo, pensando que a lo mejor la cachó en algo sin querer, es sólo un piquetito, no tarda nada. La señora res­pira, parece más calmada aunque ahora está un poco amarilla. Arturo aprieta la liga, da golpecitos en la vena, ésta se hincha un poco y así logra introducir la aguja, pero esta vez la señora se desmaya. Ay, Dios. Cae como costal; con la aguja encajada empieza a convulsionarse. Arturo la detiene para que no se golpee, le pone un esparadrapo en la boca y saca la aguja con el mayor cuidado que puede, pero ya se lastimó, tiene el brazo moreteado y no reacciona. Le pasa alcohol por debajo de la nariz, le siente la presión –por los suelos--, no logra reanimarla, le levanta las piernas. Tienen que ser discretos para no asustar al resto de la gente que espera su turno. Corre a buscar al doctor Bueno, le explica lo que pasó, el doctor ausculta a la señora y le pide que llame a Sánchez. Entre Sánchez y el doctor la logran reanimar por fin, Toñita encuentra el teléfono que la señora dio al pagar y llama para que vengan a buscarla. La señora de momento no recuerda nada, está confundida, pero cuando se recupera mira a Arturo con un odio profundo. Usted me hizo esto, le dice. Arturo le ruega que descanse, ya vienen por usted, tienen que llevarla a un hospital, el doctor Bueno les explicará. Está muy asustado. Cuando por fin recogen a la señora, sale del gabinete a fumarse un cigarro y escucha en el pasillo cómo Sánchez le explica a Lupe que a la señora se la chupó el Vampiro, es decir él. No es verdad, piensa, sólo me di cuenta de que tenía un secreto, una enfermedad, un temor o una vergüenza corriéndole por la sangre. El doctor Bueno entra sin avisar y lo reprende: Otra de éstas y no te quiero aquí. Se le ve furioso.
IX
La Victoria de Samotracia perdió la cabeza; me acordé de la guía del Museo del Louvre, donde la vi en ese viaje con Rafa. Seguramente yo también, pues ¿cómo se me ocurrió darle esa respuesta? Qué idiota. Al día siguiente, me desperté con una cruda horrible y obsesionada por la preocupación de haberle dado esa respuesta tan absurda. También le di unos besos a Rodolfo Prados sin querer hacerlo realmente, mientras bailábamos unas calmaditas. El vino de La Cava y las cubas de la disco se me mezclaron, provocándome una borrachera espantosa, pero por suerte conservé algo de lucidez para reaccionar, justo cuando él empezaba a levantarme la blusa aprovechando la oscuridad y me proponía que nos fuéramos a su depa. En ese momento le contesté que llevaba mi propio coche y debía repartir a mis amigas de regreso. No quise ser demasiado grosera con él, me sentía un poco mal de haberme quedado dormida en el teléfono en nuestro breve noviazgo. Intercambiamos nuestros datos y nos despedimos. Afuera de la disco, el Dani se llevó a Laura; María Rita y yo nos regresamos a la casa, donde ella se quedó a dormir en la cama de Rafa, luego de que bajáramos el colchón apoyado en la pared.
Esa mañana me sentía pésimo, sólo arrastrándome hubiera llegado a la puerta de mi cuarto. Dormité un rato más en lo que escuchaba que mamá se iba a trabajar, soñando en que me levantaba y me volvía a levantar muchas veces, pero María Rita tenía clases en la Facultad y se despertó al escuchar la puerta que se cerraba. Vamos a hacernos algo de desayunar, ándale, me zarandeó. Con enormes trabajos me paré, además de que me daba un poco de vergüenza confesar lo cruda que me sentía. María Rita estaba feliz, casi no había bebido y había conocido a alguien que le interesó. Le pregunté a quién o qué onda, pero sólo levantó las cejas tres veces, como si fuera un secreto. Ni me importó cómo manejaste de regreso, añadió, y eso que casi nos matamos en el cruce con Félix Cuevas. Bueno, pues luego me cuentas, le dije dándole un sorbo al café y sintiendo que la cabeza me estallaba. Y además, añadió mientras sumergía el pan tostado en la yema de un huevo ranchero que se preparó y me dio un asco espantoso, hoy nos toca disección en el anfiteatro; no vieras, esperamos semanas para que nos dejen tocar un cadáver. Ya no quise seguir comiendo. ¿Ah, sí? ¿Y no les da cosa? Ay Nina, si nos diera cosa estudiaríamos Matemáticas o qué se yo, ¿no?, me preguntó, como si yo estuviera en las mismas. Eso sí, no vieras los regalitos que te pueden echar en la bolsa si no te fijas. Y de que huele a cadáver, huele con todo y el formol. Pero te acostumbras, como que el estómago se hace a un lado.
De plano ya no desayuné.
Cuando María Rita se fue por fin, luego de recomendarme que le diera una arreglada a la casa por salud, aunque yo pensaba que la había arreglado, me metí a la regadera a ver si lograba reponerme. Luego de que mamá me cachó, quedé con ella en que pasado el cumpleaños me pondría a buscar un lugar para nosotras; para recordármelo estaba en la mesa de la cocina el Excélsior de mamá con los subrayados del día anterior. Así, entre el vapor y las brumas de la cruda apareció la cámara fotográfica. Tenía el fólder que me habían dado y que abandoné en la cajuela; bajé ya vestida a sacarlo y vi que el Maverick estaba ya muy sucio, unas palomas se habían cagado en el vidrio. ¿Habría llevado a doña Victoria con el coche así? Qué vergüenza. Le pedí al portero del edificio que le diera una buena lavada. Subí a la casa con mi fólder y busqué el teléfono: ¿El señor Modeoni? No ha llegado, me dijo la secretaria. Le expliqué quién era y qué quería, y me dijo que justo estaba en Fuego 20: por fin obtuve el teléfono de la casa, pues el primero que había marcado, el que estaba en el letrero, era de la oficina.
Me respondió la muchacha de la otra vez y de nuevo pregunté por el señor Modeoni. Un momento, me dijo. Por la bocina escuché voces y pasos. Necesitaba regresar una vez más, volver a subir la escalera, conocer a César Augusto, platicar con doña Victoria de la Piedad de Miguel Ángel, por ejemplo, o de pintura, o por lo menos tratar de arreglar quién sabe cómo lo de la Victoria de Samotracia. Necesitaba volver a ser Ángela, aunque fuera una vez. Soñé tanto despierta que no oí cuando me respondió. Ah, ¿eres tú, Ángela?, exclamó como en los anuncios, ¿qué dijo la señora? ¿Se acuerda que usted me sugirió lo de las fotos?, preguntó Ángela a su vez. Por supuesto, respondió, lo que ella desee y tú también. Me empezó a doler el estómago. Sentía una mezcla de miedo y emoción. ¿Cuándo vienes? Puede ser mañana, musité, como a las cinco. Perfecto, me dijo, hasta mañana. Y colgó. Eres tremenda, le dije a Ángela, quién sabe en qué te andas metiendo. Regresé a la mesa del comedor y a los anuncios del Excélsior: había un par de departamentos ahí cerca, quizá podía darme una vuelta o hablar por teléfono, pero no le veía el caso. ¿Sería que en realidad ya no quería vivir con mamá? El fantasma de mi tío parecía saludarme desde las plantas secas del balcón. Decidí ponerme a recoger un poco, como me había dicho María Rita, y según barría y limpiaba el polvo, la cruda se me iba quitando y me sentía mejor. Incluso me puse a arreglar la cama de Rafa, como si fuera él quien metiera sus músculos a las sábanas; cómo me gustaba cuando me abrazaba, Dios mío, con cuánta culpa esperaba que alguna noche me visitara en mi cuarto, pero por suerte nunca sucedió. Luego, tratando de cambiarme de canal porque me estaba poniendo medio rara, corrí al Suburbia a buscarle ropa a Ángela Miranda, ni modo que regresara a Fue...

Índice

  1. I
  2. II
  3. III
  4. IV
  5. V
  6. VI
  7. VII
  8. VIII
  9. X
  10. XI
  11. XII
  12. XIII
  13. XIV
  14. XV
  15. XVI
  16. XVII
  17. XVIII
  18. XIX
  19. XX
  20. XXI
  21. XXII
  22. XXIII
  23. XXIV
  24. XXV
  25. XXVI
  26. XXVII
  27. XXVIII
  28. XXIX
  29. XXX
  30. XXXI
  31. XXXII
  32. XXXIII
  33. XXXIV
  34. XXXV
  35. XXXVI
  36. XXXVII
  37. XXXVIII