Vientos bucaneros. Piratas, corsarios y filibusteros en el Golfo de México
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Vientos bucaneros. Piratas, corsarios y filibusteros en el Golfo de México

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Este libro se propone navegar en el inmenso océano de interpretaciones, anécdotas e imágenes románticas acerca de los piratas y su tiempo para arribar a las posibles causas del fenómeno del robo marítimo en el sistema mercantilista que tuvo su última expresión en el Caribe colonial. La piratería estatal y privada fue la estrategia de sus enemigos para debilitar al imperio español y sería la parte más visible del despojo violento que llevó a la configuración de un mercado totalizador, y de una moderna economía mundial que pronto se convertiría en un capitalismo industrial aparentemente "apacible". La piratería debe analizarse en el contexto de la globalización de los mercados, en la medida en que el pillaje marítimo era una parte de la lucha por la expansión y el reacomodo territorial de las grandes potencias. Tratamos aquí de explicar el tránsito de una confrontación encarnizada y feroz –basada en el saqueo de las riquezas del imperio español de los siglos XVI y XVII–, hacia una economía moderna de corte capitalista, que pasa antes por el contrabando y la formación de los mercados internos y alcanza su mejor expresión en la revolución industrial inglesa de los siglos XVIII y XIX.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2015
ISBN
9786074453836
Categoría
History
Categoría
Mexican History
1
EL ANCHO MUNDO
La piratería
y el imperio colonial español
Música de fondo
A decir de Francisco de Zárate, prisionero deslumbrado en 1579 por la astucia del inglés Francis Drake y por los detalles de su vida aventurera, en carta al virrey de Nueva España pergeñada desde El Realejo:
Este general de los ingleses es sobrino de Juan de Aquines, es el mismo que tomó, habrá cinco años, el puerto de Nombre de Dios. Este Francisco Drac será hombre de treinta y cinco años, es pequeño de cuerpo, barbirrubio y uno de los mayores marineros que hay en la mar. Trae consigo nueve o diez caballeros, hijos segundos de hombres principales de Inglaterra: a éstos sienta a su mesa, y a un piloto portugués, Nuno da Silva, que trae desde Plymouth. Sírvese con mucha plata, con una vajilla de bordos y coronas dorados, y en ellas figuradas sus armas. Trae todos los regalos y aguas de olores posibles (y muchos de ellos decía que se los había dado la reina). Su comer y cenar es con música de violones, recreando en cubierta los fastos de un salón principesco. Trae pintores que le pintan toda la costa con las mismas colores de ella, porque va tan natural cada cosa, que aquí la naturaleza parece remedar al artificio.
La música levanta los ánimos y muchas veces el golpe de los atabales y trompetas no resulta suficiente para encender las voluntades y orientarlas hacia el combate. En esas circunstancias, endulzar el fragor de la batalla resulta difícil y riesgoso, así que es preferible, cuando se puede, reproducir a bordo los regalos de una vida elegante como si se estuviera en los salones de la reina y no en las inquietudes de la vida en alta mar. Y si en la placidez de los momentos de paz el corsario fija sus ojos extasiados en la belleza de las mujeres que trae a bordo o en la contemplación de los tesoros arrebatados, su corazón confuso cambia modulando su voz, sobre todo si recuerda de repente las afrentas de sus enemigos españoles. Los dulces manjares del festín, destinados al rey a bordo, despiertan la gula y alimentan a un perro cruel y feroz que yace en las entrañas de aquel que se hace llamar El Dragón, demonio calmado de las islas y la Tierra Firme.
Cosas de este tiempo, en el que el refinamiento de las costumbres se abre paso por sobre una vida de crueldades y actos inhumanos, así como suelen crecer los más bellos hongos sobre la suciedad abandonada de los establos. Y si Drake se extasiaba con música de cuerdas, violines, violas da gamba y chelos, casi un siglo después, el Lorencillo –se decía– prefería los timbres metálicos de una orquesta de trompetas, fagots, trompas, tubas y timbales, cuyo estruendo debía competir con el ruido de las espadas y cañones en el momento mismo de la batalla. Cada quien sus gustos… Y si la áspera trompeta hiende la oscuridad de la noche y un grito ataca el aire helado, el oro de las torres asaltadas se derrama y se extiende en el sueño del corsario, llamando al esplendor de todos deseado.
Las transiciones
La piratería está íntimamente ligada a la crisis y la decadencia del imperio español, al mismo tiempo que acompaña como ruido de fondo a una larga lucha por el establecimiento del libre comercio y las formas de intercambio que darán paso franco al desarrollo del capitalismo en Europa y en el resto del planeta: un sistema mundial que excluyó de principio a ese imperio de sus principales beneficios. En ese sentido, la piratería vendría siendo el ariete inicial que fue abriendo de manera violenta la aceptación cada vez mayor del libre comercio y el fin del monopolio español, una actividad que se desarrolló paralelamente y en los márgenes del conflicto armado internacional de la época. Aunque el “libre comercio” por sí solo, como noción económica aceptada y sin necesidad de demasiada violencia paralela, alcanzará su mayor expresión y conciencia de sí mismo hasta bien entrado el siglo XVIII.
En el inicio de la colonización del Nuevo Mundo esto no fue así, pues los primeros emplazamientos vivieron en relativa paz y tendían en lo general a constituirse como sistemas cerrados autosuficientes, sistemas aparentemente “acabados”, como ocurrió de manera sucesiva en Santo Domingo y Cuba, cuando se creía que éstas eran ya las definitivas áreas del sistema insular, del mundo descubierto por Colón, que para entonces mostraba sus límites y que se hallaba supuestamente legitimado por la Bula papal de Alejandro VI. Los españoles, después de la llegada de Colón, habían ocupado sobre todo las islas más grandes del sistema insular, Trinidad y las Antillas Mayores (Cuba, Jamaica, La Española y Puerto Rico). Se habían dedicado –después de haber agotado el oro de superficie e implantado un sistema que diezmó a la población nativa– al cultivo de algunas plantas alimenticias, a la producción de tabaco y caña de azúcar, así como a la cría de ganado mayor. Poco a poco, y conforme el sistema se iba complicando, preocupaba a las autoridades españolas el control de las nuevas rutas comerciales que la sola colonización había naturalmente desatado. Pero después del descubrimiento y la conquista de las regiones interiores del continente, y de que en las vastas extensiones de México y Perú se establecieran virreinatos cada vez más consolidados –que empezaron a alimentar una vasta y regular corriente de tráfico de riquezas, desplazando y subordinando al Caribe insular–, la protección monopolista de la Carrera de Indias empezó a ser cada vez más difícil de mantener y la sola presencia de una poderosa flota que atravesaba regularmente el Atlántico atrajo la atención de marineros y mercaderes de varias partes de Europa, de imperios rivales y de regiones y ciudades-Estado no necesariamente sujetas al control del monarca español. Este interés se convirtió paulatinamente en una amenaza palpable. Desde 1507, y ante el temor de un ataque, el rey de Castilla tuvo que despachar dos carabelas con el objeto de escoltar a los navíos que regresaban a Sevilla. Fue entonces cuando se desató poco a poco una escalada de ataques, principalmente de corsarios franceses, que recordaba en mucho las experiencias anteriores en el Mediterráneo y que puso en guardia al poderío imperial hispano. En 1521, el mismo año de la caída de la ciudad de Mexico-Tenochtitlan, la capital azteca, a manos de Hernán Cortés y sus hombres –y justo cuando se iniciaba una de tantas guerras europeas–, los mercaderes de Sevilla, que empezaban a ejercer un control particular sobre este tráfico, se sintieron lo suficientemente alarmados por una posible acometida pirata como para financiar una pequeña escuadra que iniciaría las labores de protección del comercio trasatlántico. Como bien se sabe, parte del botín de la conquista del imperio azteca y de lo que sería la Nueva España fue capturado por los enemigos del mar en 1522, cuando viajaba directamente a Sevilla, por un corsario francés, Jean Fleury –“Juan Florín” o “Florentín”– en las aguas próximas a las islas Azores.20
Una vez establecida la gran arteria de tráfico de riquezas que enlazaba la América con Europa, la red del monopolio castellano centrada en Sevilla, varios grupos de comerciantes, tratantes y aventureros europeos de varias nacionalidades empezaron a interesarse en obstaculizar su curso, poniendo en peligro el monopolio hispano casi desde el inicio de su funcionamiento. Los muchos peligros que esto representaba se mantendrán de allí en adelante, conformando una variada expresión de causas. Todo comercio que no fuera controlado por el monopolio y que no fuera realizado por súbditos autorizados de la Corona de Castilla fue declarado ilegal. El natural deseo de marineros y comerciantes extranjeros de penetrar los nuevos mercados americanos en expansión, sobre los cuales existía también una prohibición de enlazarse libremente entre sí, dio entonces lugar al contrabando, exacerbado en la medida en que estos mercados crecían y en ellos la demanda exponencial de mercancías no era muchas veces cubierta por las lentas y limitadas redes del monopolio castellano. Es así como la historia de la piratería, la de los siglos XVI y XVII, es absolutamente inseparable de la de la Carrera de Indias: una especie de animal parasitario que nunca pondrá en peligro real su existencia, pero que morirá con ella…
La piratería, que en regiones como las del Mediterráneo contaba con más de dos mil años de existencia, se exacerbó entonces, desde la tercera o cuarta década del siglo XVI, obstaculizando algunos aspectos de la empresa castellana en sus dominios de América. La piratería en aguas marinas, contraparte del bandidaje en tierra, mostraba entonces cierta función económica de redistribución de la riqueza, proporcionando a los súbditos de los reinos y tierras más pobres la posibilidad de participar en el disfrute del “excedente” de las tierras más ricas, a través de una operación de despojo que se consideraba legítima por muchas razones de tipo moral, económico y religioso: en especial porque los atacantes no consideraban legítima la repartición del orbe hecha por el papa romano.
En otro sentido, podemos decir también que la piratería se mostró como una actividad de “Antiguo Régimen”, que se exacerbó justamente en el momento en que las anticuadas formas que precedieron al capitalismo tendían a ser desplazadas. La intensificación de varias estructuras medievales en los territorios americanos controlados por España en los siglos XVI y XVII, algo que era muy evidente en los procesos de colonización, en los usos y costumbres y en la vida institucional –en todo lo que se ha llamado la “herencia medieval”–, parecía repetirse también en las superficies marítimas a través del fenómeno de la apropiación violenta de las riquezas expuestas durante su desplazamiento.
Pero en este contexto, ¿qué significa Antiguo Régimen? Básicamente un conjunto de condiciones arraigadas que, en particular en el imperio español, van a sobrevivir incluso a su derrumbe. Las estructuras de Antiguo Régimen son en gran medida la causa del atraso español y tendían a agruparse sobre ciertas áreas de la vida económica y social, conformando un ethos y una mentalidad típicamente asociadas a éste. Significaron también, y sobre todo en la competencia entablada con otras potencias europeas a lo largo del siglo XVII, que el mundo no estaba aún enteramente estructurado por el sistema coherente de una economía industrial dominante que caracterizaría el modo de producción capitalista, aun cuando la demanda creciente de amplias poblaciones del planeta empujaba hacia allá. El lubricante de este arranque de la competencia por el control del mercado mundial arrastraba formas de violencia que se remontaban a la Antigüedad. Esta nueva vida económica que se organizaba en las Indias de manera poco programada y con altos rasgos de improvisación se desarrollaba siguiendo ritmos ondulatorios, y esto explica también el carácter cíclico no solamente de este desarrollo del comercio, sino también de las actividades que en cierto modo lo condicionaban, lo obstaculizaban o lo reorientaban.
Asimismo, los conflictos en Europa, que se relacionaban con el descontento por la original repartición desigual del mundo –y en particular del Nuevo Mundo– entre Castilla y Portugal, empezaron a afectar poco a poco el tráfico en aguas americanas, creando un desequilibrio peculiar o un orden que se desarticulaba recurrentemente. Y si bien hasta finales del siglo XVI ninguna batalla naval importante producto de estos conflictos se dio en América, desde 1530 por lo menos la guerra en Europa se expresó en el Nuevo Mundo a través de la presencia de corsarios ansiosos de servir a su autoridad real, que contaban con el apoyo de sus coronas y formaban parte de las estrategias militares de los enemigos de Castilla, al mismo tiempo que buscaban beneficiarse económicamente a través de los ataques contra costas, puertos y emplazamientos españoles, de los que obtendrían un porcentaje que les permitiría a algunos enriquecerse y emprender empresas piráticas particulares. “Corsarios y piratas fueron en muchos casos los mismos buques y los mismos hombres, consistiendo la diferencia tan sólo en que llevasen patentes de corso o careciesen de ellas.”21 Lo que a grandes rasgos podemos llamar la batalla del Atlántico, si bien no fue decisiva para el desenlace de estos conflictos, sí muestra las ventajas y limitaciones de cada uno de los competidores en la arena internacional de la época. Su resultado final, que implicó el desplazamiento de España del lugar central de la hegemonía de la época fue, eso sí, definitivo al arrebatarle la iniciativa en lo que consideraba “sus” mares.
En el ámbito del Caribe, todo se inició con las actividades corsarias francesas, que empezaron a constituirse, después del robo del “tesoro de Moctezuma”, en algo cada vez más cotidiano. Del ataque a los navíos pasaron poco a poco a efectuar asaltos y descubiertas en algunos puertos de segundo orden. San Germán de Puerto Rico fue saqueado en 1540; La Burburata, en la costa venezolana, un año después. De allí estos primeros corsarios franceses, apoyados por el rey Francisco I, se atrevieron a entrar a emplazamientos cada vez más importantes y fueron aumentando la frecuencia y la magnitud de sus ataques. Fue así como en enero de 1544 algo más de trescientos de ellos entraron a Cartagena de Indias, sometieron las defensas, secuestraron al gobernador y se dedicaron al saqueo de la ciudad. En este asalto log...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Obertura
  4. Vientos y mareasIntroducción
  5. 1. El ancho mundo: La piratería y el imperio
  6. 2. Según el viento, las velas: Corsarios y piratas en el Golfo de México
  7. 3. Relámpagos en el mar,viento al amanecer
  8. Apéndices
  9. Fuentes y bibliografía