Salvador Novo
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Lo marginal en el centro

Monsiváis, Carlos

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Lo marginal en el centro

Monsiváis, Carlos

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Salvador Novo (1904-1974) es uno de los escritores más complejos y contradictorios del siglo XX en el mundo de habla hispana. Prosista admirable, gran cronista, poeta de obra breve y perdurable, director de teatro y dramaturgo, experto en gastronomía, es, entre otras cosas, uno de los testigos principales del auge de la burguesía mexicana luego del gobierno de Lázaro Cárdenas. Esta brillante crónica biográfica de Novo escrita por Carlos Monsiváis permite a los lectores un acercamiento muy documentado a una figura excepcional en su valentía personal y literaria y en su transformación del cinismo y el descaro en defensa inteligente de su derecho a la diferencia.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN
9786074451122
II. El paisaje formativo
Y PUES LA REVOLUCIÓN TODO LO PREMIA
Para la generación de Novo, la experiencia fundamental es la Revolución mexicana. La acepten o se opongan a ella, es su horizonte imprescindible, lo que amolda o desintegra a las personas y las familias. Para Novo, la Revolución es antes que nada la muerte del tío a manos de salvajes, y esto fomenta a grados extremos su conservadurismo; también, la Revolución, origen de las instituciones, es la única salida de los jóvenes escritores. Es la principal fuente de empleo (fuera del gobierno no hay difusión cultural ni mecenazgo) y es, por unos años, la mística genuina que le aporta militantes a las campañas educativas. Novo, muy joven, recorre el país con los ministros de Educación, y escribe discursos a pedido, previo manejo impecable de la retórica oficial. Si escribe sátiras y poemas contra la Revolución y sus ideales, también se somete a su inf lujo en oficios burocráticos y (algunos) artículos del periódico. En última instancia, la Revolución le parece un episodio sangriento y ocasionalmente divertido. En su diálogo con Carballo, Novo anota sus impresiones del movimiento armado:
–¿Qué me dice de Francisco Villa?
–Sus hordas mataron a un tío de mi madre. Ésta fue, en Torreón, a ver a Villa. “Ya lo mataron mis muchachos –le dijo–, ni modo. En compensación, a tu marido le perdonaremos la vida aunque sea gachupín.”
–¿Conoció a Madero?
–A los seis años me llevaron a verlo, como hoy llevan a los niños a contemplar los changos al zoológico de Chapultepec.
–¿Y a Carranza?
–En Torreón, mi padre, y yo con él, fuimos a un desfile en el que participaba Carranza, ese precursor del cine y la televisión. Fue para mis ojos un día de fiesta. ¡Había tan pocas diversiones!
–¿Qué recuerdos guarda de Obregón?
–Al “Caudillo” me lo presentaron, cuando iba a asumir de nuevo la presidencia, en casa del doctor Puig: se celebraba una posada. Como variedad me pidieron que imitase algunas personas conocidas. Imité a Bernardo Gastélum, uno de los íntimos del general. Se puso furioso. Me iba a correr de la burocracia. El día que lo mataron, yo respiré.
–Hábleme del Jefe Máximo.
–A Calles lo conocí en Jalapa durante una comida íntima. Él en su trono, yo en mi silla.
Novo, prolífico y colmado de compromisos, se contradice de modo frecuente. Elogia sin término en una columna las novelas revolucionarias del general Francisco L. Urquizo y es uno de los oradores en el entierro de Mariano Azuela. Sin embargo, en la entrevista con Carballo, es despiadado con los novelistas de la Revolución, para ya no hablar de la opinión que le merecen los caudillos. Los narradores
han querido hacer de un espécimen, un género, lo cual es una aberración zoológica. A estos brutos –los revolucionarios como Zapata y Villa– los escritores los hicieron hombres, figuras: les concedieron la facultad de raciocinio, la conciencia de clase, la posibilidad de la indignación y del amor ante determinadas circunstancias sociales. En otras palabras, los inventaron.
En determinados casos, Novo simplemente se niega a comprender, y a los revolucionarios que en su memoria aún devastan el escenario de su infancia, siempre tan viva a sus ojos, les adjudica a manera de juicio histórico los efectos de su violenta repugnancia. Por lo demás, sólo a partir del presidente Miguel Alemán desiste de su credo: los poderosos “huelen a revolución” y él detesta los malos olores.
LA PROPIA NOTA INEXPRESADA DE LA MISMA CANCIÓN
En 1917 Novo ingresa a la Escuela Nacional Preparatoria, en ese momento además de institución de enseñanza un extraordinario centro cultural. El director es Moisés Sáenz, afiliado a la corriente filosófica del pragmatismo, hay maestros afamados como Erasmo Castellanos Quinto y Carlos González Peña, y dan clase “por el honor de impartirlas” médicos, matemáticos, químicos, abogados prestigiosos. Novo conoce a Carlos Pellicer que declama en el Anfiteatro Bolívar, y a Jaime Torres Bodet que, muy joven, es secretario del plantel, y ya en 1921 es secretario del ministro de Educación Pública José Vasconcelos. Torres Bodet le presenta a Novo a sus amigos, todos poetas: Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo y José Gorostiza. Y Villaurrutia añade a dos escritores brillantes, Gilberto Owen y Jorge Cuesta. El común denominador es la poesía y el espacio del desenvolvimiento es el Centro (todavía no Centro Histórico), con su red institucional de cafés, cantinas, edificios virreinales, departamentos y cuartos de azoteas, librerías, seres excéntricos, tertulias literarias. Novo se pone al día cultural y sexualmente y su amigo primordial es Xavier Villaurrutia, nacido en 1903 y al que conoce en 1918. En un poema de Espejo Novo recrea el vínculo:
XV
No podemos abandonarnos,
nos aburrimos mucho juntos,
tenemos la misma edad,
gustos semejantes,
opiniones diversas por sistema.
Muchas horas, juntos,
apenas nos oíamos respirar
rumiando la misma paradoja
o a veces nos arrebatábamos
la propia nota inexpresada de la misma canción.
Ninguno de los dos, empero,
aceptaría los dudosos honores del proselitismo.
Xavier Villaurrutia da su versión del encuentro:
Era el tiempo de las frases largas y de los pantalones cortos. Salíamos de la Escuela Preparatoria para entrar sin entusiasmo en la Escuela de Jurisprudencia y seguir la carrera de abogado. Malos corredores, distraídos por mil cosas vivientes, a la segunda vuelta suspendimos la carrera. A él se le acusaba de ser muy alto, y era tan fino que parecía un corzo. Yo estaba condenado entonces a una delgadez crónica. Vivíamos y leíamos furiosamente. Las noches se alargaban para nosotros a fin de darnos tiempo de morir y resucitar en ellas cada uno y todos los días. El tedio nos acechaba. Pero sabíamos que el tedio se cura con la más perfecta droga: la curiosidad. A ella nos entregábamos en cuerpo y alma. Y como la curiosidad es madre de todos los descubrimientos, de todas las aventuras y de todas las artes, descubríamos el mundo, caíamos en la aventura peligrosa e imprevista, y, además, escribíamos. La vida era para nosotros –precisa confesarlo– un poco literatura. Pero también la literatura era, para nosotros, vida. Leíamos para dialogar con desconocidos inteligentes. Vivíamos para entablar diálogos inteligentes con desconocidos. Escribíamos para callar o, al menos, para hilar entre sueños o entre insomnios la seda de nuestro monólogo. Éramos inseparables, un poco fatalmente, como los dióscuros. Él era, lo habréis adivinado, Salvador Novo. Yo era un retrato mío de hace diez años (En “Seis personajes”, Obras, FCE, 1953).
En la Ciudad de México todavía pequeña, Novo y Villaurrutia caminan, conversan infatigablemente, se muestran sus escritos, intercambian entusiasmos de lector. En su conferencia del ciclo El trato con escritores, Novo evoca a su hermano espiritual: “Xavier Villaurrutia era bajito de cuerpo, de espléndidas manos blancas, tersas, expresivas, de grandes ojos alertas, de boca gruesa, endeble sin embargo, delgado, débil, enfermizo”. Esta criatura de la fragilidad es también muy hábil y promueve la carrera periodística de ambos. Y mantiene con Novo una relación, la más profunda para ambos, que termina en el desencuentro y la ruptura. En una carta desde New Haven el 15 de abril de 1936, Villaurrutia explica la relación y previene a Novo sobre su manía freudiana:
Pero nuestra amistad no se ha basado nunca en la razón ni en la inteligencia –la primera nos habría apartado ya, por muchas razones, la segunda nos habría vuelto a juntar forzada y artísticamente–, sino en cosas más inasibles y misteriosas, más oscuras y profundas. Pensarás que con ayuda del psicoanálisis todas esas cosas pueden ponerse en claro... y tendrás razón. Pero en nuestro caso ¿no te parece que más vale atizar su fuego oscuro y recóndito que sacarlas a la luz? Si nos subentendemos, si nos sobrentendemos a tientas ¿vale acaso la pena de encender la luz –la luz que, a lo peor, sería en nuestro caso, una impenetrable sombra espesa? (En Cartas de Villaurrutia a Novo (1935-1936), Instituto Nacional de Bellas Artes, 1966. La edición está censurada por razones de “discreción moral”.)
Villaurrutia es muy claro: ¿para qué indagar si en el trato tan íntimo hubo o no enamoramiento? Lo que haya sido se resuelve en la existencia de un ser contiguo a la vez idéntico y muy diferente. No tiene caso escudriñar lo que ya es para siempre conjunción.
LAS CIRCUNSTANCIAS DEL PAÍS
En 1921 el vértigo se va aquietando. En la capital de la República las sacudidas políticas y religiosas no modifican el control de los revolucionarios, y es tiempo de que los intelectuales pacten con lo inamovible. Un miembro de la generación anterior a la de Novo, la llamada del Ateneo de la Juventud, José Vasconcelos, cercano por un tiempo a Pancho Villa y rector de la Universidad Nacional de México (1920), no vacila en aliarse con el presidente Álvaro Obregón, que lo nombra secretario de Educación Pública. Vasconcelos construye su programa sobre una idea: la entraña de una revolución verdadera es el humanismo, y eso lo conduce a exaltar la utopía de la patria nueva, mezcla de los impulsos de “lo íntimo” (Ramón López Velarde) y de lo público (Diego Rivera). El proyecto es y quiere ser renacentista: se recupera y difunde la cultura clásica, se subraya la concepción apostólica o misionera de la enseñanza, se ensalzan la lectura y los clásicos occidentales, se efectúa un primer inventario de los bienes artísticos del pueblo, se cree en la unidad iberoamericana. No importa que los gobernantes sean antiintelectuales, la educación nos hará libres.
Vasconcelos representa la alianza un tanto forzada de la energía revolucionaria y la cultura humanista, de la impaciencia por imprimirle otro rumbo a la nación y la urgencia de centralizar el mando. Para ganar la confianza de la nueva casta gobernante, y persuadirse a sí mismo, Vasconcelos profundiza en su vitalismo (y eso lo lleva a ser antiintelectual), pero también, glorias de la paradoja, con tal de sustentar el vitalismo, Vasconcelos busca a los jóvenes escritores y los convoca a una empresa de dimensiones hazañosas, donde la tarea educativa forja el temperamento colectivo y estimula la creación de obras personales.
Si ya no es fácil captar el sentido de esa lucha, es porque en lo básico aquel sueño cultural se ha cumplido, entre otras cosas porque sólo proclamaba los derechos de las minorías ilustradas. Un sector creciente tiene acceso a la gran cultura universal, se multiplican revistas y ediciones, e Internet prodiga las posibilidades informativas. Pero en 1921 todo está por hacerse, escribir es disipar fronteras, romper el cerco, evitar que lo nacional se convierta en lo fatal. El verdadero tiempo perdido es el que lo desvincula de la cultura primordial, cuando se le cede a lo que ocurre allá afuera el lugar intransferible de la imaginación. Hay que sobrevivir, desde luego, pero la sobrevivencia no exige disolver la exigencia crítica.
Saltar etapas: en unos cuantos años la energía de unos cuantos quiere resolver el postergamiento cultural, la desvinculación con lo más vivo de Occidente. Vasconcelos promueve a los muralistas que son a México lo que, según el persuasivo alegato de Miloscz, fue Maiakovsky a la URSS, la interacción de dos mesianismos: la clase obrera como redentora y la nación como redentora. Se extiende el triunfalismo y se recibe con alborozo otra idea de la revolución, no lo ocurrido en los campos de batalla, sino el anhelo de cambio espiritual en escuelas, comunidades rurales, ministerios, oficinas, redacciones.
Temor de la violencia, diversiones, espectáculos, conciencia inescapable de la nación. Detrás de las respuestas culturales se mueven miedos de clase, asomos a lo inesperado, vislumbres renacentistas, fascinación inevitable por las imágenes revolucionarias... y desdén y encono hacia los gobernantes nuevos, los generalotes y licenciados cuya patanería ratifica la ausencia del Espíritu, y cuyo punto de acuerdo con los gobernados es el culto al machismo, que antes de ser artificio escénico para los desposeídos, es requerimiento vital: “Si me han de matar mañana, que me maten de una vez”. Se muere con gracia y elegancia ante el pelotón de fusilamiento, sin derramar la ceniza de un puro; se mata en plena convicción resarcidora. La cultura es lo prescindible (lo ornamental) y los cultos, a no ser que demuestren lo contrario, son enemigos emboscados, traidores naturales a su sexo y su país. Los rituales de la Masculinidad sin Tacha, y la identificación del fenómeno revolucionario con el arrojo suicida, hacen del machismo el primer requisito de adaptabilidad. El segundo, considerablemente más recompensado, es el oportunismo.
A los culturati sólo les quedan dos salidas: el exilio interno (“vivo aquí pero pienso y escribo con ánimo internacional”) y la fe en el “saber de salvación”: para todos a condición de que todos sean unos cuantos. Entonces, mientras la sociedad nada más reconoce como lectura “provechosa” la que se presta a la identificación sentimental y la memorización, los nuevos escritores carecen de inf luencia perceptible y su público es previsiblemente limitado. Por eso, en su mayoría se adhieren a la causa del ministro Vasconcelos. Es su oportunidad de volver legible y compartible la revolución que los incita, aterra y deslumbra.
EL MEDIO LITERARIO Y LA PRECOCIDAD EXITOSA
Precocidad inevitable: El Universal Ilustrado y El Heraldo de México dan a conocer en 1919 los textos de Novo. En 1922, Novo traduce para la Editorial Cvltvra un libro de cuentos de Francis Jammes prologado por Villaurrutia. Al medio cultural devastado por la huida o el exilio interno de los que estuvieron con Porfirio Díaz o apoyaron a Victoriano Huerta, se agregan los jóvenes brillantes, y Novo, cuyo “nicho ecológico” es la aceptación casi unánime de su talento, resulta el más destacado.
En el centro de la ciudad, y en la Preparatoria y en la Escuela de Leyes, se desenvuelve, pese y gracias a la Revolución, una cultura muy viva. Novo es alumno de López Velarde y conoce a Pedro Henríquez Ureña (1880-1950), el maestro por excelencia de la generación anterior, que reconoce su valía, lo incorpora a sus paseos intelectuales y quiere encauzar su vocación literaria. “Y me adoptó, podemos decir, me hizo dar clases en la Escuela de Verano; me hizo trabajar en la Universidad a su lado y empezó rígidamente a guiar mis lecturas, a emplear conmigo este método socrático que era tan grato, y tan fácil, de conversar largamente sobre temas que él suscitaba.”
Henríquez Ureña, ensayista notable, es, sobre todo, un incitador cultural. Maestro inevitable de sus propios compañeros del Ateneo de la Juventud o Ateneo de México (Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán y Julio Torri), busca conversos a la disciplina intelectual e incorpora a sus diálogos y exigencias de lectura al poeta nicaragüense Salomón de la Selva, al economista Eduardo Villaseñor, al historiador Daniel Cosío Villegas. No...

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