Serafín
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Serafín

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Serafín es un niño de pueblo que tenazmente viaja a la ciudad de México para buscar y enfrentar a su padre; llevar a cabo esta prueba terrible implica también chocar con la realidad en su manifestación más cruda y descarnada. Ignacio Solares equilibra eficazmente la realidad y la imaginación, lo extraño y lo cotidiano, lo simbólico y lo manifiesto. Ha escrito una novela redonda y unitaria, que contiene los elementos exactos –pequeños monólogos, sueños, diálogo y descripciones de conducta– para que los lectores tengamos la impresión de penetrar en la vastísima complejidad de la mente y el alma del pequeño héroe. Serafín está cargada de una atmósfera oscura, envolvente. Se lee de una sentada y al final nos quedamos con una intrincada red de misterios, referencias, relaciones y significados. José Agustín

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2021
ISBN
9786074455885
Categoría
Literature


1


Serafín vio el cuerpo de la tristeza aposentarse en su casa la noche en que papá se fue. Papá había bebido toda la tarde como lo hacía a últimas fechas y apenas cayó la noche se puso de pie con dificultad, tomó el jorongo de la alcayata que hacía las veces de percha y dijo me voy a la Ciudad de México a ver si allá me va mejor porque aquí ya no me puede ir peor. El beso en la frente de mamá produjo un chasquido más de queja que de amor en el pesado silencio en que lo observaban Serafín y sus hermanos, sentados en unos colchones raídos, con tumores de paja, bajo la luz turbia de una lámpara de queroseno colgada en el techo que, al mecerse, creaba sombras alargadas en las paredes de adobe, como altos fantasmas.
Luego que se fue sólo se oyó el llanto de mamá, hondo, lento, gutural. Acodada a la mesa, la cara desencajándosele en las manos y unos ojos que parecían seguir a papá donde quiera que él fuera.
–Ya se fue tu papá, Serafín –dijo con un hilo de voz que se confundió con el llanto.
–Sí, ya se fue.
–Y ni modo.
–Sí, mamá. Ni modo.
Y con ese ni modo ella reaccionó. Pasó una mano frente a los ojos, como si apartara una sombra, y fue con sus hijos a rezar bajo el cuadro del Jesús con el Corazón en Llamas que heredaron de la abuela, muerta en esa misma casa de una enfermedad llamada espanto.
A Serafín, su abuela le hacía sentir un calor que ni su mamá ni su papá le hicieron sentir nunca. Pero la abuela se murió de espanto y ahora su papá se había marchado. Y afuera había un viento que traía ruidos desde muy lejos y sintió la tristeza dilatarse.
En Agüichapan, el fuerte de la gente era cultivar maíz, pero aquel año la cosecha había sido muy pobre. Comían lo que podían y la malpasaban. El papá de Serafín anduvo buscándole por todos lados hasta que se cansó. Revendió gallinas y sombreros de paja en el mercado, le entró de peón en una presa, de perforista en un túnel, hasta a Tierra Blanca fue a cortar caña. De un lado para otro, detrás de las esperanzas y los rumores de trabajo.
–Por allá dizque hay algo, habría que ir aunque esté lejos.
O:
–Ahí nomasito, en el siguiente pueblo, la pavimentación de unas calles.
Serafín lo acompañaba desde que dejó la escuela (por eso la dejó, para acompañarlo).
Una noche con estrellas en que cruzaban el río en una chalana, sentados en las cajas que debían transportar a la otra orilla, papá le dijo:
–Habría que irse a la Ciudad de México a ver qué hay por allá.
Fue la primera vez que lo oyó decirlo.
–Mucha gente se va y no regresa –le respondió Serafín, cobijándose en el pecho fuerte de su padre, metiéndosele dentro, como escondiéndose de las estrellas que le caían encima.
–Por eso. Porque allá sobra el trabajo. El trabajo y todo.
La chalana avanzaba lentamente en el agua densa. Serafín trató de imaginar la Ciudad de México.
–Yo de aquí, de plano, ya me cansé.
Y con el cansancio le llegó a su papá el gusto por la bebida. Hasta el poco dinero que les prestó su tío Flaviano se lo bebió íntegro. Clavado en la mesa de ocote sin pulir, que prendía astillas en la ropa al rozarla, y mirando cosas que sólo él miraba.


2


Días después –sin papá los días se confundían, la tristeza los volvía todos iguales–, mamá les explicó a él y a sus hermanos que no era cierto que papá se hubiera ido con otra mujer, como se decía en el pueblo. Se fue para mejorar. Allá en la ciudad había mucho trabajo y pronto iba a regresar con un montón de dinero y regalos.
–Está pensando en nosotros –dijo mamá–. Aunque esté lejos, está pensando en nosotros.
Serafín sintió que una oleada de sangre le subía a las mejillas y, aunque no quería decirlo, lo dijo:
–Se llevó a la hija de Cipriano. Al salir rumbo a la carretera pasó por ella y se la llevó. Me lo dijo Leo.
–Son chismes –replicó ella, y no dijo más.
Serafín insistió:
–Dicen que Cipriano ya no sale de su casa ni trabaja de lo triste que está porque se llevaron a su hija.
Pero mamá no dijo más y fue a esconderse al rincón en donde estaba el brasero de barro blanqueado, arrimó la caldera de café y se puso a soplarles a las cenizas para reavivar el rescoldo.
Serafín se salió de su casa a llorar. En la lejanía, el horizonte no era más que una suave línea de alambre de cobre.


3


Se fueron los ventarrones, llovió y hubo una luz irisada, tranquilizadora, con la tierra asentándose, cubriéndose de hojas secas, pero al contrario de lo que supuso mamá, papá no regresó. Y a ellos cada vez les iba peor. Ya nadie quería prestarles. Todos en Agüichapan estaban igual porque nomás se pedían unos a otros, pero nadie se prestaba nada.
Entonces él decidió ir a la ciudad a buscar a su papá. Era el hijo mayor y le correspondía hacerlo.
Al principio mamá no quería.
–Ya perdí a tu padre. Ahora te voy a perder a ti.
Luego accedió porque como que ya todo le daba igual. O quizá porque ella sabía en dónde vivía su marido en la ciudad y tenía la esperanza de que si llegaba su hijo mayor a buscarlo recapacitaría.
–Ten, búscalo con este señor, en este teléfono.
Y le preparó una bolsa con un poco de comida y una carta.
–Se la entregas en propia mano a tu papá.
Serafín casi adivinaba lo que decía la carta de tanto pasarle los ojos por encima al sobre.


4


Una madrugada mamá cruzó la gruesa capa de frío, pisando con firmeza las lajas pulidas y con Serafín de la mano. Los burreros aparejaban sus animales para el acarreo del agua y las ramas cabizbajas esparcían gotas de rocío. El canto de los gallos ahuyentaba las tinieblas. En algunas ventanas mamá presintió los ojos que la espiaban, y en otras los vio claramente, asomándose por un resquicio de las cortinas, avergonzados, fosforescentes en la luz ceniza que nacía. Malditos, pensó. Y siguió pensando malditos hasta que llegaron a la carretera y se pararon cerca de un alto pino que parecía horadar unas nubes transparentes que cabalgaban muy bajas. Serafín apretaba la bolsa de plástico contra el pecho y tenía los ojos adormilados, enrojecidos, que le hacían ver las cosas envueltas en una sustancia gelatinosa, irreal. Con esos ojos vio cómo surgió el sol de un salto entre dos cerros, ya en toda su plenitud, con la huida veloz de la sombra inmensa.
Pasaron dos camiones pero no se detuvieron. Serafín le dijo a su mamá que no iba a detenerse ninguno, pero ahora ella era la que estab...

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