Tiros en el concierto
eBook - ePub

Tiros en el concierto

Literatura mexicana del siglo V

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Tiros en el concierto

Literatura mexicana del siglo V

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

En este libro, Domínguez nos pasea por los clásicos de la literatura mexicana previos a Rulfo y Paz: Reyes huyendo de la Historia, Vasconcelos tratando de domeñarla y Guzmán consignándola; los Contemporáneos y Cuesta empeñados en crear una cultura nacional no nacionalista; Revueltas soñando con la revolución definitiva y redentora. Grandes personajes, grandes fracasos y grandes obras. Y una formidable reconstrucción de los hechos, las ideas y los terribles demonios que encararon esos actores de nuestro primer clasicismo verdadero.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Tiros en el concierto de Domínguez Michael, Christopher en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Ensayos literarios. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN
9786074452754
Categoría
Literatura
II. José Vasconcelos, padre de los bastardos
a Rafael Castanedo
¡Necesito matar a ese muerto!
Eça de Queirós, El mandarín
Las tempestades no me han dejado, con frecuencia, otra mesa para escribir que el escollo de mi naufragio.
Chateaubriand, Memorias de ultratumba
José Vasconcelos es el padre bastardo de la cultura mexicana del siglo XX. Padre, pues su apostolado abarcó desde la imaginación de una nueva raza hasta la aventura política por una sociedad democrática para México. Quiso legitimar una nación mestiza en el tribunal de Occidente. Pero sus hijos le dieron la espalda y no cejó de maldecirlos durante su largo ocaso. México le recordó que el bastardo era él y que los mexicanos repudiaban su apostolado.
Admitimos que la vida de Vasconcelos es una de nuestras grandes aventuras humanas, y los mejores de sus libros, aquellos donde la cuenta: Ulises criollo, La tormenta, El desastre y El proconsulado. A través de las memorias, como advirtió Chateaubriand en las suyas, se escucha la voz de un muerto. Semejante impunidad es tenaz en Vasconcelos. Sus recuerdos fascinan, duelen, maravillan y asquean. Refutar a semejante ególatra es fácil. Olvidarlo, imposible.
José Vasconcelos vivió para ser un educador de multitudes y de naciones. Aspiró al cetro de príncipe filósofo y se concibió como un héroe mitológico, el Ulises criollo que enfrenta la tormenta. El tono memorioso en Vasconcelos recuerda al de Henry Adams en The education of Henry Adams. La comparación hubiera ofuscado a nuestro Ulises pues, hispanista feroz en sus últimas décadas, el protestantismo anglosajón ocupó una vistosa jaula en su zoológico de bestias negras. Pero como Adams y tantos otros hombres educados en el humanismo escolar decimonónico, Vasconcelos trazó su propia educación moral e intelectual como un riesgoso ejemplo a seguir. Parca como es la tradición autobiográfica en la cultura hispanoamericana, Vasconcelos resulta uno de sus más poderosos artífices. Su biografía trasciende sus memorias al mismo tiempo que las vulgariza. Pero es inútil abordar al hombre sin contemplar con azoro lo que dijo de sí mismo en unos libros cuyo estilo sigue una trayectoria similar a la de su vida, de la creación novelesca a la diatriba política y de ésta al libelo.
En la advertencia profética que abre el Ulises criollo están resumidas casi todas las obsesiones vitales de Vasconcelos:
La presente obra no ha menester de prólogo; requiere a lo sumo, la advertencia de que no está escrita –no lo está ningún libro de su género– para caer en manos de inocentes. Contiene la experiencia de un hombre y no aspira a la ejemplaridad, sino al conocimiento […] El nombre que se ha dado a la obra entera se explica por su contenido. Un destino cometa, que de pronto refulge, luego se apaga en largos trechos de sombra, y el ambiente turbio del México actual, justificaba la analogía con la clásica Odisea. Por su parte, el calificativo Criollo lo elegí como símbolo del ideal vencido en nuestra patria desde los días de Poinsett, cuando traicionábamos a Alamán. Mi caso es el de un segundo Alamán hecho a un lado para complacer a un Morrow. El criollismo, o sea la cultura de tipo hispánico, en el fervor de su pelea desigual contra un indigenismo falsificado y un sajonismo que se disfraza con el colorete de la civilización más deficiente que conoce la historia; tales son los elementos que han librado combate en el alma de este Ulises criollo, lo mismo que en la de cada uno de mis compatriotas.1
Aunque la autobiografía moderna proviene del libre examen y de la Reforma, y la de Vasconcelos es tan moderna como las de Rousseau, Chateaubriand o Stendhal, es inevitable que el escritor mexicano requiera del impulso otorgado por San Agustín, no sólo como padre del género, sino como garante retórico. San Agustín parece visar el pasaporte de Vasconcelos hacia su pasado, autorizando la conciliación del egotista con esa Iglesia Católica a la que regresó, y del aventurero revolucionario con el anciano que expurgó sus libros durante las últimas tardes.
1. En el jardín del fin de siglo
José Vasconcelos (1882-1959) nació en Oaxaca, plaza de autócratas y reformadores. Aunque sólo volvió a la vieja Antequera –su nombre colonial– cuando fracasó en su lucha por la gubernatura estatal en 1924, la geografía de ese territorio, hosco e inaccesible, de múltiples climas y cumbres, bien puede retratar a Vasconcelos, siempre y cuando juguemos con Taine y su determinación crítica ambiental.
Su padre era agente aduanal y a poco de nacido la familia partió hacia la frontera norte del país. Años después, don Ignacio Vasconcelos fue trasladado a Campeche, puerto amurallado de cara al golfo de México, en la península de Yucatán. Esa variedad de ambientes hizo de Vasconcelos un ávido viajero, tan audaz como empedernido, y le brindó un conocimiento privilegiado de tierras, paisajes y hombres de México, dato decisivo en la elaboración de un mesianismo mestizo que predicó durante la década de los años veinte.
La narración que Vasconcelos hace de su infancia en la frontera norte (Sasabe y luego Piedras Negras) es una de las partes más notables de su autobiografía. Es allí donde encontramos esa formidable promesa de novela que es el Ulises criollo. En esas páginas el escritor arma el rompecabezas de su origen de una manera tan conmovedora como elocuente. El amor por la madre y la veneración piadosa (“piensa en la Cruz”, le decía ella), la soledad de una parroquia católica en la zona de contacto con el protestantismo, la quema hogareña de obras heréticas, son detalles imborrables para Vasconcelos. Pero más importante aún es su relación primaria con los Estados Unidos –pues el niño estudiaba del otro lado de la frontera, en Eagle Pass– y la preocupación de su familia ante la amenaza de pérdida de sus raíces criollas, hispánicas y católicas. El pequeño Vasconcelos combate a los niños gringos en las reyertas escolares y sueña con vengar a México de la derrota de 1847.
No es extraño que la Nación, tal como la idealizó el romanticismo social del siglo XIX, acabara por convertirse en uno de los elementos centrales del discurso vasconceliano. Inclusive, antes de establecerse en Piedras Negras (1888) la familia sufrió una pequeña humillación imperialista: una insignificante variación limítrofe cedió Sasabe a los Estados Unidos y los Vasconcelos hubieron de emigrar algunos kilómetros al sur. José Joaquín Blanco localiza con precisión la naturaleza del conflicto:
La nacionalidad fue para el niño algo imaginario e idealizado, extremadamente frágil y siempre a punto de verse asaltado y finalmente anulado por indios y norteamericanos. Contra la realidad, había que arraigarse en un México vislumbrado a través de los recuerdos de la madre y de la abuela, de textos y grabados como el Atlas de García Cubas, de la religión y de las anécdotas de la historia nacional. El nacionalismo de la clase media porfiriana a que perteneció Vasconcelos era tan débil como ese grupo minoritario que el maderismo habría de representar.2
Las primeras lecturas profanas del futuro educador fueron La educación de Spencer y el inevitable Emilio de Rousseau. Tras la experiencia infantil en la frontera, que le dio el peso de una religión aventurada lejos de sus catedrales, el viaje al Campeche tropical le brindó la sensualidad y la literatura. En ese puerto Vasconcelos recuerda haber tratado a su primer amor, nada menos que a una Sofía, nombre quizá recompuesto por la memoria, pues a su lado nacen los nombres de Calderón, Lope de Vega, Moratín, Shakespeare, Rider Haggard, Ponson du Terrail y Chateaubriand. De esa Sofía, Vasconcelos dice haber recibido “el morbo romántico que no se cura nunca; de ella aprendí el misterio que hace atractivos los cuerpos, ya sea que anuden o separen almas”.3
El encuentro con El genio del cristianismo de Chateaubriand debió de ser impactante. La prodigiosa síntesis de religión y política, tradición y modernidad, poesía e historia plasmada por el escritor francés impresionó indeleblemente a Vasconcelos. Leyendo al vizconde aprendió que se podía ser aventurero lo mismo que poeta, soldado y estadista, católico ferviente y devoto de la carne.
A la iniciación intelectual y sentimental de la adolescencia siguió una última estancia previa a la educación preparatoria en la ciudad de México. En Toluca –entonces a cuatro horas de la capital– Vasconcelos toma un curso en aquel Instituto Literario que había formado a dos de los grandes maestros nacionales de la Reforma: Ignacio Ramírez, El Nigromante, e Ignacio Manuel Altamirano. Aquellos liberales que combatieron la intervención francoaustriaca y que tras la restauración de la República se entregaron a la formulación militante de una cultura plenamente nacional representan el antecendente natural de la futura misión educativa de Vasconcelos. No deja de ser una simpática paradoja que haya pasado por Toluca, donde el recuerdo de aquellos patriotas pedagogos seguía vigente mediante los desfiles de las logias masónicas que el memorialista católico recordaría como una pesadilla. El odio de Vasconcelos contra Ramírez y Altamirano llegó al extremo de negarse a compartir con ellos el sepulcro en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Pero la Historia, ajena a las veleidades testamentarias de los hombres, ha acabado por establecer un linaje entre los maestros liberales decimonónicos y el apostolado vasconcelista.
Para cerrar el capítulo primero de la educación de José Vasconcelos sólo resta añadir la muerte de su madre y la primera llamarada de la carne. El primer golpe lo arrojó hacia la típica crisis de incredulidad religiosa y lo predispuso hacia el positivismo de la Escuela Nacional Preparatoria. Tras narrar el ridículo yerro que comete al llorar junto a una tumba que no es la de su madre, dice en Ulises criollo: “Ensayé rezar, pero la oración es un ruego y no tenía en aquel momento nada que pedir, puesto que lo más apetecido se me acababa de negar sin remisión”.4
En la página siguiente espeta, con esa violencia arrebatadora propia de sus mejores momentos prosísticos:
Culpo a la maldita literatura romántica, sin excusar a la ingenua iniciadora, la Sofía de Campeche, de aquel yerro que nos habría de pesar a los dos toda la vida. El hecho es que al sentirme desamparado de los poderes celestiales me acogí a la carne que embriaga y hace olvidar, aunque de hecho nos ate a la cadena de la pasión absurda que perpetúa las generaciones.5
Vasconcelos combina el rechazo sentimental de su propia formación católica con el comienzo de una vida erótica marcada por el riesgo moral y la culpa íntima. Mientras que la incredulidad religiosa lo rodeó de un vago deísmo acorde con el clima intelectual de sus días, la confesión arriba citada señala una de las facetas heterodoxas de Vasconcelos. Lector de Bergson en 1910, vitalista mesiánico en los años veinte, el autor de Ulises criollo conservó del decadentismo finisecular aprendido en la bohemia venérea del Porfiriato ese odio baudelairiano por la procreación, la censura maldita del matrimonio y el elogio concupiscente del adulterio. Ante sus azorados lectores de los años treinta, Vasconcelos confesó haber odiado a su esposa y padecido asco ante el nacimiento de sus hijos. A sus amantes las paseó como un romántico de 1830 por la vida y la literatura. Inclusive, siendo ya un católico amargado y ultramontano, continuó alardeando de sus requiebros juveniles decadentistas. Se cuidó, empero, de separar de sus memorias las partes más escabrosas. La herejía bohemia de la esterilidad –que compartió con otro católico, el poeta López Velarde– hizo de Vasconcelos, conservador en las raíces y en el destino de su pensamiento, un hombre para quien el erotismo rebasó la atrición.
La familia Vasconcelos se establece, finalmente, en la capital. El desplazamiento hacia el centro del país, una descripción de la patria como geografía espiritual, ocupa párrafos soberbios en el Ulises criollo. La ciudad de México, a principios del siglo XX, tenía ya medio millón de habitantes y competía con Buenos Aires por la capitanía de la cultura latinoamericana. Junto al modernismo literario, que desde las revistas Azul y Moderna variaba del rosa al negro, diversas coordenadas culturales enriquecían la vida espiritual de la ciudad, desde las calaveras de José Guadalupe Posada hasta las novelas naturalistas de Federico Gamboa. El Porfiriato transcurría en un crepúsculo de fiesta y tedio, ocultando una cultura de la culpa que, al denunciar la putrefacción social y exigir paliativos, documentaba involuntariamente la Revolución por venir.
El sitio más estimulante y firme de la cultura porfiriana era esa Escuela Nacional Preparatoria a la que el joven Vasconcelos llegaba para estudiar. Vale la pena detenerse en su fundador, Gabino Barreda (1818-1881), para muchos el ideólogo precursor del Porfiriato. Positivista, Barreda había rechazado su título de jurisprudencia al negarse a acatar “conocimientos no sujetos a la comprobación”. Estudió química, fue enfermero militar en la guerra de 1847 y en 1851 viajó a París para asistir a las conferencias de Auguste Comte en el Palais Royal. Regresó dos años después con los seis tomos del Cours de Philosophie Positive como único equipaje.
Tras la restauración de la República por Benito Juárez en 1867, éste y su ministro Antonio Martínez de Castro confiaron a Barreda la reorganización de la educación pública, impresionados por una oración cívica pronunciada por el positivista. El 2 de diciembre se promulga la ley que implanta la educación elemental obligatoria y gratuita, elimina la instrucción religiosa e intenta abatir la ignorancia popular mediante la preceptiva del positivismo. El 1o. de febrero de 1868 se funda la Escuela Nacional Preparatoria que Barreda dirige durante una década y donde imparte los cursos de lógica. Organiza, para los iniciados, la Asociación Metodófila y muere en calidad de santón laico del México finisecular.
Varios autores descartan la apreciación consagrada que hace del positivismo la “ideología” oficial del Porfiriato. Aunque el régimen estimuló esta escuela, en México jamás se promovió un Culto Positivo de naturaleza pública como en el Brasil, y la tendencia convivió, no sin tensiones, con el liberalismo tradicional y una cultura católica que, aunque desconocida oficialmente, no dejó de persistir y combatir.
Aunque Leopoldo Zea encuentra en el liberalismo prejuarista de José María Luis Mora (1794-1850) antecedentes nacionales que hacen del positivismo algo más que una importación intelectual, no es fácil aceptar la tesis de una arraigada vocación nacional de la escuela. Para Zea, los discípulos de Barreda, que habrían de ser los profesores de Vasconcelos,
decepcionados de su pasado, sentirán en forma negativa su propia historia. De sus auténticas raíces, las hispanas, no verán estos hombres sino al conquistador y a los clérigos. Tratarán de olvidar a España, volviendo sus ojos a otros países, como Francia. Desechando una cultura de la que eran legítimos herederos, buscarán en la cultura francesa los modelos frente a los cuales no serán sino imitadores serviles.6
Es probable que la originalidad nacional del positivismo mexicano haya sido su vida intelectual al aire libre, discusión en la plaza pública de un grupo que después pretendió ejercer un poder temporal sobre la sociedad. Semejante evolución de la educación a la política se manifiesta con la organización de la Unión Liberal, “el partido científico” de 1892, obra de una nueva generación de políticos y financieros que buscaron servirse del positivismo para lograr la fuerza intelectual necesaria a la hora del inevitable relevo de Porfirio Díaz. Una de las personalidades culturales sobresalientes del movimiento fue Justo Sierra (1848-1912), cuya influencia sobre Vasconcelos fue más cercana y trascendente que la de Barreda, a quien no pudo conocer.
Impresionado por la muerte de su madre, Vasconcelos se aviene al ideal positivista de la Escuela Nacional Preparatoria y se consagra a las ciencias exactas. En Ulises criollo recuerda con sorna aquellos días:
Quien no se entregaba a la Ciencia como pasión exclusiva jamás llegaría a la cumbre en la que irradian Laplace y Newton, Lavoisier y Berthelot… La familia, los amigos, el amor, todo era secundario frente a la epopeya magnífica de nuestro tiempo, la conquista del progreso que levanta al hombre por encima de la bestia y a la altura de los dioses de la antigua edad teológica.7
Más adelante sabremos que, pese a la rebelión vitalista de 1910, Vasconcelos nunca olvidó la organicidad positiva a la hora de elaborar sus propias teorías filosóficas y pedagógicas. El estudiante adivinaba la posibilidad de unir la Ciencia con el Destino, creyendo que
las leyes allí descubiertas interesaban al filósofo sólo por su relación con el concepto del universo que a él corresponde formular. Tal iba a ser mi papel: acumular las conclusiones parciales de todas las ciencias a efecto de construir con ellas una visión coherente del Cosmos […] Una secreta esperanza me insinuaba que, acaso, por la misma vía experimental podría volver a encontrar lo perdido, el principio sobrenatural que resuelve los problemas del más allá.8
La escuela de Barreda, por revulsión, lo llevó hacia la búsqueda de lo Absoluto. Pero de ella conservó el sentido de la organización pedagógica, la obra práctica como prueba de hombría y la educación como apostolado. Vasconcelos fue de la primera generación que en el México independiente pudo vivir en una situación material lo suficientemente holgada como para gozar de la educación estatal. El amor por el conocimiento, los rigores del calendario escolar, los hábitos de higiene como curación espiritual y, sobre todo, el culto al Maestro como redentor de la humanidad es lo que se reconoce en Vasconcelos de la prosapia de Barreda. Es lógico entonces que su obra intelectual independiente comience con un ajuste de cuentas, sin duda generoso, con la tradición en la que se educó. En 1910 brinda la conferencia “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”.
Justo Sierra fue el hombre puente entre Barreda y la generación de Vasconcelos. Hijo de escritor, viajero, poeta tan celebrado como olvidado, fue Sierra quien dio a Vasconcelos esa fibra humanista que repudiaban los sectarios de Barreda. Sin romper nunca del todo con el positivismo que animaba a los “científicos”, Sierra –que fue magistrado, diputado y ministro de Díaz– se fue separando de Comte y alcanzó a fundar la Universidad Nacional en 1910. Murió, poco después de la caída de Díaz, como diplomático en Madrid. Se dice que regresaba entonces al catolicismo, previo tránsito por Spencer, que había sustituido al fundador del positivismo en el gusto intelectual de la época.
Fue Justo Sierra quien obsesionó al joven estudiante con la veneración del genio y le abrió las puertas de esa cultura clásica que el futuro ministro de la Revolución quiso para todos y cada uno de sus conciudadanos. En el Ulises criollo se deja constancia de esa deuda:
Precisamente la mejor lección que debíamos a Justo Sierra años antes que Bernard Shaw la diera, expresaba: Leed a Homero y Esquilo, a Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare… No dedicar mucho tiempo a segundones más o menos ilustres; enderezar el rumbo con la vista en las cumbres.9
Junto a los clásicos, las “calaveradas”: Vasconcelos, ya entonces un viajero probado por los caminos de la patria, se convierte en trotacalles. Recorre las estancias de la ciudad finisecular. Lo vemos descuidar la disciplina positivista y evaluar la retórica del jacobinismo, lamentar la vocación conventual de sus hermanas y descubrir a Schopenhauer y Dostoievski. Imita involuntariamente a Nordau y Lombroso, pues ya considera su genio cuestión digna de la patología. Hace las visitas que dicta el morbo naturalista y se introduce en manicomios y anfiteatros, no sin intentar, por si faltara, la redención imposible de una prostituta, pues “echarse a la perdición era un heroísmo… Y no se era hombre si no se apuraba la copa de la vida hasta las heces. Así nos curábamos del malvivir. Todo con versos de Musset y literatura de Dumas hijo”.10
El destino de Vasconcelos no estaba en la bohemia de la muerte. Su primer empleo, breve y circunstancial, no deja de ser sintomático. Gana una plaza en el departamento de parques y comienza a leer con fruición todos los manuales del género que encuentra disponibles. Nunca ejerció el oficio pero soñó con librar a la ciudad del desorden geométrico de sus jardines. Sabía lo que quería pero ignoraba cómo conseguirlo. Había nacido el civilizador de la vasta aventura histórica que fue la Revolución Mexicana, cuya frondosa barbarie tendrá en Vasconcelos al arquitecto que pretendió darle un orden espacial y una dirección espiritual.
2. Del Ateneo a la Convención
José Vasconcelos está en el centro de lo que la historia contemporánea conoce como la Revolución Mexicana. Proyección ideológica del poderoso Estado que nació de sus brasas o reaparición dramática de la Otredad, sus imágenes nos remiten a una inmensa r...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Dedicación
  6. Advertencia
  7. I. Alfonso Reyes en las ruinas de Troya
  8. II. José Vasconcelos, padre de los bastardos
  9. III. Martín Luis Guzmán o el teatro de la política
  10. IV. Contemporáneos, los enemigos de la Promesa
  11. V. Jorge Cuesta y la crítica del demonio
  12. VI. Rubén Salazar Mallén, comediante y mártir
  13. VII. José Revueltas, lepra y utopía
  14. Escenas del siglo V
  15. Notas
  16. Índice onomástico