Lugar de tránsito
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Lugar de tránsito

Cuadernos del asombro

  1. 470 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Lugar de tránsito

Cuadernos del asombro

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Índice
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Información del libro

Las vivencias y recuerdos de uno de los más grandes reporteros que ha dado Colombia. Sus trabajos, valientes, escritos con verdad y una pluma certera, son indispensables para entender nuestra historia reciente. A través de los apuntes que han alimentado sus libretas, el cronista repasa su oficio durante un período de catorce años, tiempo en el que se ha propuesto narrar a Colombia desde los personaje que la construyen.

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Información

Año
2022
ISBN
9789585586802
lugar de
tránsito
Juan Miguel Álvarez
No por azar el viaje es ante todo un regreso y
nos enseña a habitar más libre y poéticamente
nuestra propia casa.
Claudio Magris
El infinito viajar
Oficio y reflejo
No hay una cifra redonda detrás. Entre la aparición de la primera de las crónicas aquí reunidas y la última median catorce años. Así que la razón para haberle dado vida a este volumen no es una efeméride ni un mojón en el calendario de mis días como obrero del periodismo narrativo. Tuvo que ver, más bien, un corte de cuentas al que me sentí abocado luego de Verde tierra calcinada, libro que también publicó Rey Naranjo, en el 2018. Aquel libro marcó mi derrotero actual y me obligó a mirar hacia atrás para concluir sobre lo avanzado, descifrar mi presente y planear el futuro.
Renuente a las compilaciones como mero acto de cortar y pegar, Lugar de tránsito son páginas autobiográficas. No solo porque la comparación de mis crónicas puestas en orden cronológico es una manera de auscultar mi punto de vista y de palpar la evolución de los intereses que me han movido hasta hoy, sino también porque introduje fragmentos reflexivos del diario sobre una pregunta esencial para mí: ¿cómo vive uno mientras trabaja como reportero independiente?
Casi toda mi obra ha versado sobre Colombia y sobre las personas que crean y expanden el concepto de territorio. Mis crónicas han sido un esfuerzo por entender las múltiples maneras en que las comunidades han adaptado y moldeado a su conveniencia el espacio que habitan. Y cómo, en ese empeño, se chocan de frente contra la promesa inacabada de un Estado moderno.
Son incontables las maneras en que el Estado desaparece o se evade o simplemente no existe en una vasta porción de la geografía nacional. Aldeas sin agua potable a pesar de que están situadas muy cerca de acueductos urbanos; pueblos con enormes riquezas en el subsuelo, pero sin mínimos equipamientos de nada; ciudades en las que abundan dinero y fastuosidad junto a la pobreza de barrigas inflamadas. Son ejemplos. Me parece, sin embargo, que el ítem por resolver en nuestro proyecto de modernidad es la violencia como forma de encuentro ciudadano. La violencia como expresión dominante de nuestra política o como resultado de la falta de política.
Desde esa ya lejana década de 1940 hasta este 2021, cada año nos ha traído nuevas viejas manifestaciones bélicas y hemos visto morir a bala, machete o motosierra a muchas de las mejores mentes de cada generación —a las peores también—. Mi leit motiv ha sido conocer a quienes todos los días hacen nación —detesto la palabra patria— a pesar de que se levantan en medio de la intimidación explícita de las armas o entre la violencia implícita del Estado ausente.
He vivido en cuatro ciudades y en épocas en las que siempre hubo una marca de sangre sobre sus historias concretas. Mi crie en Cali mientras el narcotráfico de carteles abundaba en masacres y bombazos. Salté a Bogotá por unos cuantos años para ver volar por los aires a un club social mientras la ciudadanía intentaba organizar sus primeras marchas contemporáneas de indignación. Me radiqué en Pereira justo en la génesis de las guerras urbanas por el microtráfico de drogas y coqueteé con Medellín cuando el estrumpido de los fusiles en la comuna 13 se escuchaba en los apartamentos más altos de Laureles. Por eso, la duda que me arropa en las noches sigue impertérrita: ¿viviré algún día en una Colombia que construye su proyecto de Estado moderno sin recurrir a los fusiles?
Catorce años largos abarcan un periodo no despreciable en la historia de este país. Tres presidentes distintos, dos procesos de paz con sus respectivas desmovilizaciones —auc y farc—, versiones reencauchadas de la estulta guerra contra las drogas, la constante actualización de la doctrina del enemigo interno, los falsos positivos, el aniquilamiento sistemático de líderes sociales. Sobre aquello ha corrido mi iniciación en el periodismo de derechos humanos y mi formación como autor de crónicas. Atrás, como escenografía de mi performance, el eterno desasosiego a un solo tiempo de amar y odiar a Colombia.
No hace mucho, embebido por la nostalgia de un final de año, admití en mi cuenta de Instagram (@vidacronica) que mi oficio ha sido empeñarme en el optimismo contra toda prueba, porque el pesimismo es un lujo —derroche y suntuosidad— que se dan los filósofos mas no los reporteros. Si algo viene dado en el quehacer de un escritor es el reflejo ineludible de las circunstancias. Y las del ahora no son distintas a las del ayer: injusticias, crímenes, desolación. En el futuro inmediato me espera lo mismo que aparece en este libro: me subiré a un avión, a un Willys, a una canoa, a una mula, treparé la montaña, navegaré el río, me tragaré la trocha. Iré detrás de un poco de luz de humanidad.
Pereira, 2 de febrero de 2021
A los míos.
Toda su carne va en este empeño.
De ratones y de hombres
Carta desde Rumichaca
Fotografía 1 · Instantánea
El paisaje permanece en ambos lados del río. Hay árboles espigados, pero no se ven ni se escuchan pájaros. Solo se ve gente. Algunos van con maletas a la espalda, otros viajan en bicicleta, moto, automóvil o bus. La cuestión es atravesar. Cruzar la frontera, esa línea que aquí materializa el río Guáytara —en Colombia— o Carchi —en Ecuador—, una corriente de agua gélida que surca las montañas ecuatorianas, moja las colombianas y desemboca en el Pacífico.
El color es el verde. Todo lo que cubre mi ángulo de visión es verde mezclado o resaltado. Las montañas describen muchas versiones de verdes que hacen que la tierra se parcele según cultivos y que un hombre de mediano conocimiento agrario distinga qué hay sembrado en cada parche. Se asemeja a una colcha de retazos tejida con hoja de papa, hoja de maíz, hoja de haba, hoja de ulluco y aclarada con el amarillo del trigo y de la cebada. Entrada la noche, encerrado en el hotel, me obsede la estrofa de Aurelio Arturo:
Eran las hojas, las murmurantes hojas,
la frescura, el rebrillo innumerable.
Eran las verdes hojas —la célula viva,
el instante imperecedero del paisaje—,
eran las verdes hojas que acercan en su murmullo,
las lejanías sonoras como cordajes,
las finas, las desnudas hojas oscilantes.
El poeta anuncia que el destino de mi viaje es un lugar bucólico, un posible paisaje perfecto para cubistas e impresionistas del siglo xxi, puesto sobre estas montañas como una coincidencia de la siembra.
Sucesos en el puente sobre el río Guáytara
Con paradas en cada ciudad intermedia, el bus se demora cinco horas largas para ir de Quito hasta Tulcán. Mis piernas no caben entre silla y silla, y de pie mi cabeza roza el techo del armatoste. El bus parte sin asientos disponibles, pero en Otavalo recoge algunos indígenas que aceptan hacer el recorrido sin sentarse. En Ibarra, se suben más. Después de tres horas, el bus tiene gente hasta en las puertas y los privilegiados de la ventana viajan con la cabeza afuera la mayor parte del tiempo. Es un acto de resistencia contra el hedor de costales, cajas, bultos, bolsas: un olor a marisco y tubérculo.
En Tulcán, un colectivo me lleva desde la terminal de transporte hasta la frontera por un dólar. El taxi cobra seis. A medio camino, un retén de policía nos detiene. Un agente sube, saluda y verifica nacionalidades. Hay varios colombianos conmigo y nos hace bajar y abrir el equipaje. Se identifica como agente antinarcóticos y me pide el pasaporte. Esculca mi maleta como un niño el closet del papá.
—¿A qué se dedica? —me pregunta.
—Soy periodista.
—Enséñeme su tarjeta profesional —me dice.
—No tengo.
—Entonces usted no es un profesional.
—Tiene razón, señor. No soy un profesional. En mi país el periodismo es un oficio, lo mismo que conducir un taxi, ser panadero o fontanero —le digo.
Después de revisar el equipaje y de consultar mi número de pasaporte en un computador, me permite subir al bus. En la frontera, el conductor del colectivo señala a un señor —que luce tan turista como yo— y a mí y nos dice que nos debemos bajar allí mismo, del lado ecuatoriano. Por un segundo pensé que nos estaba echando y en realidad nos hacía un favor. El vehículo atravesó el puente y los demás ocupantes se bajaron del lado colombiano.
Solo fue poner un pie en tierra para que un puñado de cambistas me rodeara y ofreciera comprarme los dólares que traía. Cambio lo que tengo en mis bolsillos, hago sellar el pasaporte en la oficina de inmigración ecuatoriana y cruzo el puente Rumichaca con el equipaje al hombro.
Después entendí que nos habían bajado antes de atravesar el puente Rumichaca por ser gente de paso. Los que siguieron en el colectivo eran habitantes de la frontera. Todos los días atraviesan el puente dos o más veces y gozan la libertad que les da tener un rostro familiar para conductores de colectivos, policías y militares que patrullan la frontera y sus alrededores. Lo único que necesitan para ir de un país al otro es la Tarjeta Interandina, una especie de pasaporte que no tiene ningún costo, que se expide en el das llevando el pasado judicial y que tiene una vigencia de tres meses. Un lugareño solo debe hacerla sellar la primera vez que la usa; después, sigue derecho. Cuando se vence, la entrega en la oficina de inmigración ecuatoriana. Si no lo hace, en el archivo queda consignado que no ha salido del Ecuador desde que entró y no puede volver durante un año.
Luis Coral, un ipialeño practicante de triatlón, es profesor de este deporte en Tulcán. Cada vez que franquea el Rumichaca en su bicicleta, los soldados ecuatorianos encargados de parar vehículos le levantan la mano en señal de amistad, como cuando uno se encuentra con un amigo al otro lado de una avenida y lo saluda a la distancia. En este puente y sus alrededores todos se conocen. Incluso muchos son familia. El que conduce taxi o colectivo suele tener un primo en el sindicato de cambistas; la dueña de la cafetería está casada con un oficinista de aduana, y así.
En estas tierras, la principal desventaja de ser citadino es que se nota. Los lugareños me miran de arriba abajo y me preguntan que si soy bogotano ...

Índice

  1. Oficio y reflejo