Los temas centrales del presente trabajo están vertebrados por tres consideraciones en torno al síntoma patriarcal.
1. Es un síntoma egodistónico. Es decir, la persona que lo padece siente malestar o incomodidad, e interfiere negativamente en su vida cotidiana. Intentaré demostrar que ese malestar se relaciona con un conflicto de identidad sufrido por muchas mujeres en la actualidad. Esta es la vertiente psicológica del síntoma patriarcal.
2. Es un síntoma que encubre una angustia más básica y difusa, que desvela un estado de agitación permanente o ansiedad generalizada. Intentaré demostrar que esa angustia se relaciona con el miedo a la soledad y a la libertad. Esta es la vertiente existencial del síntoma patriarcal.
3. Es un síntoma que representa la condición social de muchas mujeres en la actualidad. Intentaré demostrar que esta condición supone una encrucijada, producto de un desencuentro entre las antiguas expectativas sociales asociadas al rol de cuidadoras y los pujantes modelos de la actualidad. Esta es la vertiente social del síntoma patriarcal.
Las vertientes psicológica, existencial y social, no solo configuran distintas perspectivas necesarias para la comprensión de un síntoma, sino que, además, son fundamentales para emprender el arte de la psicoterapia y para disponer de una visión de conjunto de los problemas que aquejan a las personas en un contexto clínico.
Por lo tanto, las fuentes de la que emanan las ideas aquí desarrolladas se hallan en el psicoanálisis, la filosofía existencial, la antropología, las teorías feministas y también son fruto de mi propia práctica clínica.
A su vez, son tres los argumentos en torno a los cuales se fundamentan mis reflexiones:
1. La práctica psicoterapéutica es un espacio que acoge sentimientos, comportamientos y actitudes socialmente instilados. Esto quiere decir que la patología psíquica posee un trasfondo social. Por tanto, los problemas abordados en terapia son un reflejo de lo que ocurre en la sociedad. La relación psicoterapéutica es una representación microsocial que permite observar con lupa lo que ocurre en el espacio macrosocial. Mi práctica clínica se sustenta en una perspectiva de género, lo cual explica que muchos de los conflictos y síntomas que son motivos de consulta se relacionan con comportamientos, actitudes y formas de sentir socialmente aprendidos, construidos a partir de un modelo de género dicotómico prefijado convencionalmente como femenino o masculino. A cada género se le asigna un rol y un estatus diferente. Por lo tanto, en el espacio terapéutico se reflejan las pautas de socialización asociadas a cada género y, por su carácter opresivo, la influencia que estas ejercen en la configuración del síntoma y, en particular, en el estado de subordinación de las mujeres.
2. Su condición de oprimidas se relaciona con una mayor tendencia a padecer desajustes psicológicos, especialmente trastornos de ansiedad y depresivos, así como problemas de autoestima. Por lo tanto, detrás del propagado malestar psíquico de las mujeres se descubre su condición de subordinadas. El síntoma es una máscara que encubre un conflicto interno, pero también social. Es un tipo de malestar psíquico socialmente interiorizado, formando parte de la vida inconsciente, cuyo contenido se relaciona con normas e ideales punitivos que rigen la experiencia vital. Son los llamados imperativos de género, cuyo incumplimiento motiva fuertes sentimientos de culpa. Amar y ser amada o la entrega absoluta al amor es el imperativo que forma parte de esos rígidos mandatos de género. La experiencia del amor se convierte así en un yugo para las mujeres.
3. Estos mandatos de género, que Gilligan (1982) ha denominado “ética del cuidado”, porque es una moral basada en una mayor sensibilidad a las necesidades ajenas, no surgen de una inclinación natural de las mujeres, ni forman parte de una esencia femenina, sino que se relacionan con las experiencias compartidas y transmitidas dentro de un entorno social concreto. Además de no responder a una inclinación esencialmente femenina, estos mandatos de género, por su cualidad reaccionaria y autopunitiva, son el reflejo, dentro del espacio psíquico, de la misma violencia estructural ejercida contra las mujeres en el espacio social. Por otro lado, los mandatos de género confieren un sentido de identidad basado en el vínculo, y permiten afrontar problemas de raíz más existencial, como el miedo a la soledad o a la libertad. De ahí su dificultad para combatirlos.
Vertiente psicológica: la entrega absoluta al amor como base del malestar |
Las expectativas culturales forjadas en torno a las mujeres sobre su rol nuclear de cuidadoras complican el desarrollo de su propia autonomía, así como sus capacidades de autoafirmación. Por consiguiente, los valores de independencia, altamente estimados en nuestra sociedad, se viven con culpa o vergüenza. De manera que uno de los conflictos fundamentales experimentados por las mujeres se ubica en medio de una encrucijada bifurcada en dos caminos difícilmente conciliables. Es decir, el conflicto se sitúa en medio de una inclinación hacia la preservación del bienestar del otro, y la importancia social concedida a la autonomía y la autosuficiencia.
Las exigencias superyoicas tienen como objetivo frenar sus propias inclinaciones para asegurarse que están siendo respetuosas con las necesidades de los demás y no perder, de este modo, el vínculo. El análisis que realiza Nora Levinton (2000) en su libro El superyó femenino muestra la configuración de un superyó que eleva la capacidad de preservar el vínculo como principal mandato de género, cuyo incumplimiento es fuente de ansiedad, sentimientos de culpa e intensos temores a ser abandonada.
La búsqueda de autonomía y de valores asertivos, a pesar de ser calificados como socialmente deseables, pueden ser fuente de conflicto, puesto que convertirse en una persona autónoma puede estar en contradicción con ser femenina, exponiéndose al peligro de la pérdida de gratificación que entraña una exagerada disponibilidad en las relaciones interpersonales. Como veremos, esta exigente entrega a los otros se relaciona con un deseo de ser aprobada para evitar el abandono y los sentimientos de culpa. En realidad esta vida entregada a los demás encubre una huida de sí mismas, de su responsabilidad y de su libertad.
A partir de los años 70 del siglo pasado, varias psicoanalistas con una perspectiva social y de género, entre las que destacan Nancy Chodorow (1978), se orientaron hacia la relación madre-hija para explicar que la fuerte implicación de las mujeres en el vínculo se constituye a partir de esta relación preedípica, la cual no permite forjar una deseable diferenciación y separación. Por el contrario, se presta a una vivencia indiferenciada de sí mismas y de fusión con la madre, quien percibiría a su hija como una prolongación de sí misma. Es aquí donde se aprende a estar al servicio de los otros, en conexión con el deseo ajeno y al margen del suyo propio.
La hija permanece atrapada en el vínculo preedípico, de tal modo que la búsqueda de autonomía se experimenta como un ataque a la madre. En este espacio intersubjetivo se configura el mundo intrapsíquico de la mujer entre fuerzas ambivalentes de ataque y sumisión.
El proceso de separación de la madre en el caso de los hijos varones permite mayor individuación, y su identidad queda definida a partir de la separación, de modo que la intimidad puede ser vivida como una amenaza. Al contrario de lo que ocurre en las mujeres, cuya identidad se define en torno al vínculo, la amenaza fundamental en el caso del varón no proviene de la separación, sino de la intimidad.
En un mundo patriarcalmente jerarquizado en el que ser independiente, exitosa y competitiva son cualidades notablemente apreciadas y codiciadas para ser incorporadas formando parte del yo ideal, ¿en qué posición quedan las mujeres estando expuestas a mensajes que equiparan la consagración a lo vincular con debilidad, tanto en el plano profesional como personal? ¿Qué puede esperar de sí misma una mujer instruida para definirse a partir del vínculo y que, al mismo tiempo, ha introyectado que ser libre y autónoma supone abandonar toda forma de dependencia? ¿Cómo toleran las mujeres la denigración social de su rol de cuidadora y, en consecuencia, de su identidad, en favor de la sobrevaloración de la autonomía?
La respuesta a estos interrogantes queda sujeta a la formación de un síntoma de carácter ansioso que simboliza la encrucijada de dos caminos difícilmente conciliables. Este es el síntoma patriarcal, que, por un lado, surge por el malestar relacionado con un conflicto de orden moral, en el que la independencia y la autoafirmación se viven como una ruptura egoísta de los ideales de género basados en la autorrenuncia. Por otro lado, el malestar se origina por un daño de tipo narcisista derivado del acatamiento de esos mismos ideales de género, que le hacen sentir sumisa y dependiente.
El mecanismo psíquico aparejado a este síntoma es la escisión, en el que la mujer independiente sería la egoísta, “la mala mujer”...