Más poesía y menos Prozac
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Más poesía y menos Prozac

  1. 106 páginas
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Más poesía y menos Prozac

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La salud mental atraviesa una crisis, que no logra atenuar ni la gigantesca oferta de entretenimiento multimedia ni la industria del psicofármaco.El autor explora la crisis de sentido y el desasosiego vital que esta origina, y ofrece el auxilio de la gran Literatura, en especial de la Poesía, para armonizar el complejo mundo de la afectividad personal. La vida se torna así menos dependiente de los efímeros estímulos del ocio digital o del recurso compulsivo a los remedios químicos.

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Información

Año
2022
ISBN
9788432161810
Edición
1
Categoría
Filosofía
MÁS POESÍA Y MENOS Prozac
EL BOYANTE NEGOCIO DE LOS PSICOFÁRMACOS
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), «la depresión es una de las principales causas de enfermedad y discapacidad entre los adolescentes y los adultos». Se cifra hoy, a nivel mundial, en más de 350 millones de personas. Entre 2005 y 2015 ha aumentado en un 18,4 % el impacto de esta enfermedad. Se calcula que en España un 10 % de la población padece algún problema de salud mental, y que este tipo de dificultad será la principal causa —si no lo es ya— de discapacidad en el mundo en 2030[1]. Más de dos millones de personas toman ansiolíticos a diario y 1 de cada 20 adultos toma antidepresivos, todo ello sin contar a quienes renuncian a someterse a supervisión médica por el estigma al que se somete esta clase de afecciones; la cifra de afectados, según se sospecha, podría ser mayor. Y lo mismo cabe decir del resto del primer mundo. La pandemia de covid-19 no ha hecho más que aumentar la incidencia de tales trastornos u otros similares, que han pasado a ser un problema de salud pública por su enorme incidencia en la actividad laboral.
Desde los últimos decenios del siglo xx, el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-5), influyente diccionario de síntomas publicado por American Psychiatric Association, ha clasificado la depresión como leve, moderada o severa, según el número de síntomas característicos manifestados (excitación, pérdida de energía, disminución del placer o de la capacidad de concentración) y cuánto tiempo duran. Lo peligroso de estas clasificaciones más o menos rígidas es que terminan por convertir en enfermedad las experiencias corrientes de exaltación, de pena, de desconsuelo o de tristeza que todos podemos sentir, ocasionadas normalmente por algún hecho o situación externos. Un diagnóstico basado estrictamente en síntomas suele conducir a una hipermedicalización del sufrimiento, tratándolo con prescripciones, más o menos abundantes, de antidepresivos, cuando tales situaciones anímicas pueden ser unas inevitables e incluso necesarias y normales experiencias de la vida (Billington). En pocas palabras: no es infrecuente hoy día que un sentimiento de tristeza pueda diagnosticarse como un «episodio depresivo», y ser considerado «enfermedad mental»; y de esta manera ya tenemos a la persona convertida en un enfermo medicalizado. El dolor, la pena, el abatimiento tras un desengaño, el estrés laboral, el sinsabor por un fracaso, el duelo por la pérdida de una persona querida, el temor a contraer una enfermedad extendida forman parte de la condición humana, representan diversos tipos de emociones humanas, no un catálogo de enfermedades o traumas. Es curioso observar cómo esta palabra, trauma, que en griego (y todavía también en español) designaba una herida física, algo externo, ha pasado a denominar cualquier bache o desarreglo emocional. La intrusión médica en los procesos emotivos naturales ha desplazado con frecuencia a una manera, de vieja raigambre cultural, de tratar el mundo afectivo, como tendremos ocasión de ver.
Cuestión decisiva, a la hora de catalogar algo como enfermedad (y de su remedio), es la concepción antropológica subyacente. «No existe ninguna psicoterapia sin una concepción del hombre y sin una visión del mundo» (Victor Frankl). Cuando, como ocurre hoy, concebimos «al hombre —palabras del citado psiquiatra vienés— como un autómata de reflejos o un conjunto de impulsos, como una marioneta de reacciones y de instintos, como un producto de impulsos, herencia y medio ambiente», estamos utilizando, consciente o inconscientemente, unas premisas antropológicas que condicionarán lo que entendemos por salud o enfermedad, y la psicoterapia correspondiente.
Del amplio y creciente recurso a los psicofármacos, con su factura de secuelas, son un buen exponente los datos que periódicamente, desde hace ya tiempo, saltan a los titulares y reportajes de los medios informativos. El médico danés Peter Goetzsche aseguraba que el consumo de psicofármacos es la tercera causa de muerte en Gran Bretaña, solo por detrás de las enfermedades cardiacas y el cáncer (La Vanguardia, 8.9.14). La presidenta de la Reserva Federal de EE. UU., Yanet Yellen, alertaba, hace unos años, de que la principal causa de muerte, entre los ciudadanos de menos de 50 años, son las drogas, las ilegales y las recetadas (El País, 15.7.17). Y la Agencia Española del Medicamento avisa, con inquietud, del crecimiento continuado, desde el año 2000, del consumo de ansiolíticos, de sedantes y de antidepresivos. Un artículo del diario El Mundo (20.6.19) ofrecía un reportaje bajo el elocuente título de «Generación Lexatin: cómo los tranquilizantes se han convertido en la droga de los jóvenes». En España, concretamente, más de dos millones de personas toman ansiolíticos con regularidad. Eso significa que ya hay más personas que los consumen que población diagnosticada por ansiedad y depresión. Los psicofármacos, prescritos de forma masiva en el sistema sanitario, se están convirtiendo en una bomba de relojería con costes millonarios (XLSemanal, 26.1.20). Más recientemente, en el Informe Europeo sobre drogas del año 2021, se advierte con preocupación del consumo creciente (e indebido) de benzodiacepinas, a causa de los problemas de salud mental derivados de la pandemia del covid-19.
La ironía de la poeta premio Nobel de Literatura polaca Wislawa Szymborska supo cifrar en este poema, titulado «Prospecto» (en traducción de A. Murcia), la función que hoy demandamos a esos productos farmacéuticos:
Soy un tranquilizante.
Funciono en casa,
soy eficaz en la oficina,
me presento a los exámenes,
comparezco ante los tribunales,
pego cuidadosamente las tazas rotas:
solo tienes que tomarme,
disolverme bajo la lengua,
tragarme,
solo tienes que beber un poco de agua.
Sé qué hacer con la desgracia,
cómo sobrellevar una mala noticia,
disminuir la injusticia,
iluminar la ausencia de Dios,
escoger un sombrero de luto que quede bien con una cara.
A qué esperas,
confía en la piedad química.
Eres todavía un hombre (una mujer) joven,
deberías sentar la cabeza de algún modo.
¿Quién ha dicho
que la vida hay que vivirla arriesgadamente?
Entrégame tu abismo,
lo cubriré de sueño,
me estarás agradecido (agradecida)
por haber caído de pie.
Véndeme tu alma.
No habrá más comprador.
Ya no hay otro demonio.
OFERTA MASIVA DE ENTRETENIMIENTO Y SENSACIÓN DE VACÍO
También la industria del entretenimiento ha sabido ver un nicho de mercado en la desajustada gestión con que nos enfrentamos a nuestro mundo afectivo y sentimental. Y a complacer sentidos y emociones se aplica la potente y engrasada maquinaria del entretenimiento (televisión, series, Internet, videojuegos, cine, redes sociales, apuestas, concursos, radio, tertulias de televisión…), que ha invadido cada vez más áreas de nuestra vida, y representa el eje de la economía global. Hoy se puede aspirar a disfrutar de todos los placeres a un módico golpe de clic. Cada vez tenemos más satisfacciones a nuestro alcance inmediato, más juegos, más viajes, más información, menos dolores físicos, más años de vida.
Sin embargo, y sin negar que hay mucho y muy bueno en el escaparate contemporáneo del entretenimiento, nada de esto nos ha franqueado las puertas de la alegría de vivir. Toda esta oferta de placer y disfrute sin límites no parece reportar la plenitud y felicidad ansiadas. El frenesí del consumo y la obsesión por la autoafirmación y el éxito, más que colmarnos, parecen producir —efecto búmeran— frustración y sentimiento de vacío, de aburrimiento, de absurdidad, de desencanto, de apatía. Esa es hoy la pobreza y miseria más extendida y radical, al menos en nuestras latitudes: la falta de sentido. Más aún, como señaló Václav Havel, «la tragedia del hombre moderno no radica en el hecho de que desconoce cada vez más el sentido de su vida, sino en que eso le preocupa cada vez menos». Ernesto Sabato percibió esa paradoja cuando escribió: «El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria». Pero quien llora y se angustia en la opulencia del Occidente satisfecho ha sido derrotado por el mundo.
Hay un apunte de Rafael Sánchez Ferlosio titulado Llenar la nada, en el que anota: «El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado». Difícil mejorar diagnóstico y etiología.
La aceleración y las prisas, la falta de sosiego, además de las razones más profundas que luego apuntaré, producen esa sensación de vacío y de vértigo, que movimientos como el slow down o el denominado mindfulness o «atención plena», ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. CITAS
  6. PRESENTACIÓN
  7. MÁS POESÍA Y MENOS Prozac
  8. AUTOR