Los trabajos de Persiles y Sigismunda
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Los trabajos de Persiles y Sigismunda

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Los trabajos de Persiles y Sigismunda es la última obra de Miguel de Cervantes. Pertenece al subgénero de la novela bizantina. El propio autor la consideró su mejor obra; sin embargo la crítica da este título unánimemente a Don Quijote de la Mancha. En ella escribió la dedicatoria al Conde de Lemos el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de morir, donde se despide de la vida citando estos versos:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran senor, esta te escribo.

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Información

Editorial
Booklassic
ISBN
9789635262236
Categoría
Literature

Parte 1

Capítulo 1

Voces daba el bárbaro Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y, aunque su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran entendidas articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.
-Haz, oh Cloelia -decía el bárbaro-, que así como está, ligadas las manos atrás, salga acá arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna que merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y del aire saludable que nos rodea.
Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los brazos, sacaron asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y nueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre todo encarecimiento.
Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos. Luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban.
No mostraba el gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos al parecer alegres, alzó el rostro, y miró al cielo por todas partes, y con voz clara y no turbada lengua dijo:
-Gracias os hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora salgo, de sombras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desesperado, a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y casi fuerzan a desearlo.
Ninguna destas razones fue entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que el suyo; y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de bajel en que pasaban a otra isla, que no dos millas o tres de allí se parecía.
Saltaron luego en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego uno de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla.
El hermoso mozo, que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo, dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo. Viendo lo cual el bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquel el género de muerte con que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre encarada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco, y, llegándose a él, por señas, como mejor pudo, le dio a entender que no quería matarle.
En esto estaban, cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban, en el cual de improviso se levantó una borrasca, que, sin poder remediallo los inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el mancebo, que de otra muerte que de ser anegado, tan poco había que estaba temeroso. Levantaron remolinos las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos vientos, anegáronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero al mar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el cielo, pero negándole el poder pedirle tuviese compasión de su desventura. Y sí tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le arrancaron de los leños, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse, ni usar de otro remedio alguno.
Desta manera que se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y, tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en aquel redoso del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba. Descubrieron asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía; y, por certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua y llegaron a verlo, y, hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a cuantos en él estaban.
Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco -porque había tres días que no había comido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas y odoríferos vinos, con cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual, poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí la vista y aun la lengua, y le dijo:
-Los piadosos cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.
Y en esto probó a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permitió, porque tres veces lo probó y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo. Viendo lo cual el capitán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le echasen en dos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir. Hízose lo que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efeto que en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excediendo su cortesía a su deseo, quiso que primero se acudiese a su debilidad, que cumplir la voluntad suya.

Capítulo 2

Reposando dejaron los ministros de la nave al mancebo, en cumplimiento de lo que su señor les había mandado. Pero, como le acosaban varios y tristes pensamientos, no podía el sueño tomar posesión de sus sentidos, ni menos lo consintieron unos congojosos suspiros y unas angustiadas lamentaciones que a sus oídos llegaron, a su parecer, salidos de entre unas tablas de otro apartamiento que junto al suyo estaba. Y, poniéndose con grande atención a escucharlas, oyó que decían:
-¡En triste y menguado signo mis padres me engendraron, y en no benigna estrella mi madre me arrojó a la luz del mundo! ¡Y bien digo arrojó, porque nacimiento como el mío, antes se puede decir arrojar que nacer! Libre pensé yo que gozara de la luz del sol en esta vida, pero engañóme mi pensamiento, pues me veo a pique de ser vendida por esclava: desventura a quien ninguna puede compararse.
-¡Oh tú, quienquiera que seas! -dijo a esta sazón el mancebo-. Si es, como decirse suele, que las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse, llégate aquí, y, por entre los espacios descubiertos destas tablas, cuéntame los tuyos; que si en mí no hallares alivio, hallarás quien dellos se compadezca.
-Escucha, pues -le fue respondido-, que en las más breves razones te contaré las sinrazones que la fortuna me ha hecho. Pero querría saber primero a quién las cuento. Dime si eres, por ventura, un mancebo que poco ha hallaron medio muerto en unos maderos que dicen sirven de barcos a unos bárbaros que están en esta isla, donde habemos dado fondo, reparándonos de la borrasca que se ha levantado.
-El mismo soy -respondió el mancebo.
-Pues, ¿quién eres? -preguntó la persona que hablaba.
-Dijératelo, si no quisiera que primero me obligaras con contarme tu vida, que por las palabras que poco ha que te oí decir, imagino que no debe de ser tan buena como quisieras.
A lo que le respondieron:
-Escucha, que en cifra te diré mis males. «El capitán y señor deste navío se llama Arnaldo, es hijo heredero del rey de Dinamarca, a cuyo poder vino por diferentes y estraños acontecimientos una principal doncella, a quien yo tuve por señora, a mi parecer, de tanta hermosura que entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja. Su discreción iguala a su belleza, y sus desdichas a su discreción y a su hermosura. Su nombre es Auristela. Sus padres, de linaje de reyes y de riquísimo estado.
»Ésta, pues, a quien todas estas alabanzas vienen cortas, se vio vendida, y comprada de Arnaldo, y con tanto ahínco y con tantas veras la amó y la ama que mil veces de esclava la quiso hacer su señora, admitiéndola por su legítima esposa; y esto con voluntad del rey, padre de Arnaldo, que juzgó que las raras virtudes y gentileza de Auristela mucho más que ser reina merecían. Pero ella se defendía, diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle en ninguna manera, si bien la solicitasen promesas o la amenazasen muertes. Pero no por esto ha dejado Arnaldo de entretener sus esperanzas con dudosas imaginaciones, arrimándolas a la variación de los tiempos y a la mudable condición de las mujeres, hasta que sucedió que, andando mi señora Auristela por la ribera del mar, solazándose, no como esclava, sino como reina, llegaron unos bajeles de cosarios, y la robaron y llevaron no se sabe adónde.
»El príncipe Arnaldo, imaginando que estos cosarios eran los mismos que la primera vez se la vendieron (los cuales cosarios andan por todos estos mares, ínsulas y riberas, robando o comprando las más hermosas doncellas que hallan, para traellas por granjería a vender a esta ínsula, donde dicen que estamos, la cual es habitada de unos bárbaros, gente indómita y cruel, los cuales tienen entre sí por cosa inviolable y cierta, persuadidos, o ya del demonio o ya de un antiguo hechicero a quien ellos tienen por sapientísimo varón, que de entre ellos ha de salir un rey que conquiste y gane gran parte del mundo; este rey que esperan no saben quién ha de ser, y para saberlo, aquel hechicero les dio esta orden: que sacrificasen todos los hombres que a su ínsula llegasen, de cuyos corazones, digo de cada uno de por sí, hiciesen polvos y los diesen a beber a los bárbaros más principales de la ínsula, con expresa orden que, el que los pasase sin torcer el rostro ni dar muestras de que le sabía mal, le alzasen por su rey; pero no ha de ser éste el que conquiste el mundo, sino un hijo suyo. También les mandó que tuviesen en la isla todas las doncellas que pudiesen o comprar o robar, y que la más hermosa dellas se la entregasen luego al bárbaro, cuya sucesión valerosa prometía la bebida de los polvos. Estas doncellas, compradas o robadas, son bien tratadas de ellos, que sólo en esto muestran no ser bárbaros, y las que compran, son a subidísimos precios, que los pagan en pedazos de oro sin cuño y en preciosísimas perlas, de que los mares de las riberas destas islas abundan: y a esta causa, llevados deste interés y ganancia, muchos se han hecho cosarios y mercaderes).
»Arnaldo, pues, que, como te he dicho, ha imaginado que en esta isla podría ser que estuviese Auristela, mitad de su alma sin la cual no puede vivir, ha ordenado, para certificarse desta duda, de venderme a mí a los bárbaros, porque, quedando yo entre ellos, sirva de espía de saber lo que desea, y no espera otra cosa sino que el mar se amanse, para hacer escala y concluir su venta. Mira, pues, si con razón me quejo, pues la ventura que me aguarda es venir a vivir entre bárbaros, que de mi hermosura no me puedo prometer venir a ser reina, especialmente si la corta suerte hubiese traído a esta tierra a mi señora, la sin par Auristela. De esta causa nacieron los suspiros que me has oído, y destos temores las quejas que me atormentan.»
Calló, en diciendo esto, y al mancebo se le atravesó un ñudo en la garganta; pegó la boca con las tablas, que humedeció con copiosas lágrimas, y al cabo de un pequeño espacio le preguntó si, por ventura, tenía algunos barruntos de que Arnaldo hubiese gozado de Auristela, o ya de que Auristela, por estar en otra parte prendada, desdeñase a Arnaldo, y no admitiese tan gran dádiva como la de un reino, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión.
Respondióle que, aunque ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria (caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen), nunca se le había oído nombrar en las continuas quejas que de sus desgracias daba al cielo, ni en otro modo alguno.
Preguntóle si conocía ella a aquel Periandro que decía.
Díjole que no, sino que por relación sabía ser el que llevó a su señora, a cuyo servicio ella había venido después que Periandro, por un estraño acontecimiento, la había dejado.
En esto estaban, cuando de arriba llamaron a Taurisa -que éste era el nombre de la que sus desgracias había contado-, la cual, oyéndose llamar, dijo:
-Sin duda alguna el mar está manso, y la borrasca quieta, pues me llaman para hacer de mí la desdichada entrega. A Dios te queda, quienquiera que seas, y los cielos te libren de ser entregado para que los polvos de tu abrasado corazón testifiquen esta vanidad e impertinente profecía; que también estos insolentes moradores desta ínsula buscan corazones que abrasar, como doncellas que guardar para lo que procuran.
Apartáronse. Subió Taurisa a la cubierta. Quedó el mancebo pensativo, y pidió que le diesen de vestir, que quería levantarse. Trujéronle un vestido de damasco verde, cortado al modo del que él había traído de lienzo. Subió arriba. Recibióle Arnaldo con agradable semblante. Sentóle junto a sí. Vistieron a Taurisa rica y gallardamente, al modo que suelen vestirse las ninfas de las aguas, o las amadríades de los montes. En tanto que esto se hacía con admiración del mozo, Arnaldo le contó todos sus amores y sus intentos, y aun le pidió consejo de lo que haría, y le preguntó si los medi...

Índice

  1. Título
  2. Preliminares
  3. Parte 1
  4. Parte 2
  5. Parte 3
  6. Parte 4