En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no
ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los
sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los
domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della
concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con
sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con
su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de
los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo
de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro,
gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque, por
conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba Quejana.
Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que
estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de
caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo
punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su
hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que
vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros
de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos
pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de
su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas,
y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de
desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la
sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando
leía: … los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente
con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se
lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara
para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís
daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que
le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo
lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en su autor
aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable
aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo
hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con
el cura de su lugar -que era hombre docto, graduado en Sigüenza-,
sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra o
Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía
que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le
podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque
tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le
pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio
en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de
encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas,
requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele
de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina
de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy
Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con
el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había
partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba
con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a
Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando
ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho
bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación
gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar
cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que
era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano
de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su
sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció
convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para
el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por
todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y
poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase
eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con
estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en
ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de
sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón.
Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una
gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un
modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una
apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era
fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y
le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que
había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad
con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la
tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de
dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y,
sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por
celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un
real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et
ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el
del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría;
porque, según se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de
caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre
conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase
quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que
era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de
estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que
ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación,
al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto,
sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes
de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines
del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a
sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se
vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron
ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se
debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir.
Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había
contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre
de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de
Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de
la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer,
declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto
nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que
no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse;
porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin
fruto y cuerpo sin alma. Decíase él a sí:
-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me
encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece
a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será
bien tener a quien enviarle presentado y que entre y se hinque de
rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido:
Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula
Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se
debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó
que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este
discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue,
a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza
labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio
cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien
darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre
que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque
era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y
significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.