El
error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la
primera forma de su impotencia, es la contradicción: si quisiera
ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que puede ser
bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca
bastante perversa o insensata para permitirle que saque todas sus
consecuencias: le opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él
transige; podemos estar seguros de que donde hay contradicción, hay
error o impotencia.
Aplicando esta regla al papel que la mujer
representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre,
vendremos a convencernos de su falta de razón, primero, y de
justicia, después.
Una mujer puede llegar a la más alta dignidad que se
concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero todavía
muy alta, puede ser mártir y santa, y el hombre que la venera sobre
el altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del
sacerdocio. ¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería
que en el templo osara aspirar a la categoría del último sacristán.
La lógica aquí sería escándalo, impiedad.
Si del orden religioso pasamos al civil, las
contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser
empleada en Aduanas o en la Deuda, desempeñar un destino en Fomento
o en Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser
jefe del Estado. En el mundo oficial se la reconoce aptitud para
reina y para estanquera; que pretendiese ocupar los puestos
intermedios, sería absurdo. No hay para qué encarecer lo bien
parada que aquí sale la lógica.
En las relaciones de familia, en el trato del mundo,
¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada, ¿cuál
es su valor?, ¿cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es
mirada con respeto, y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava,
otras tiraniza; ya no puede hacer valer su razón, ya impone su
capricho. Buscad una regla, una ley moral: imposible es que la
halléis en el caos que resulta del choque continuo entre las
preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la
injusticia y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud,
cree en la de su madre; el cínico arriesga la vida en un desafío
por defender el honor de su hermana; el que ha hecho muchas
víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal un
capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano,
viene a ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los
instintos, la conciencia, se oponen de continuo en la práctica a
esas teorías que conceden al hombre superioridad moral sobre la
mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo que llama su derecho
cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no establece
reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la
generosidad del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe
sin reflexión. Así, pues, en las relaciones domésticas y sociales
del hombre y la mujer, como lo que se llama justicia no lo es, ni
puede por lo tanto convertirse en regla permanente y respetada,
todo está a merced de los afectos y de las pasiones, todo es tan
ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las
mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido:
son, el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o
el niño mimado que impone su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa
en rededor nuestro, veremos tantas contradicciones como individuos
hemos observado.
Si dejando las costumbres pasamos a las leyes, ¿qué
es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien triste,
porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el
padre, y el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser
justos, la ley inflexible no se compadece del dolor ni se detiene
ante la injusticia. Las contradicciones de la ley pesan sin
lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la ley de
gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de
luz que ha penetrado en obscuridad tan profunda, las leyes civiles
consideran a la mujer como menor si está casada, y aun no
estándolo, le niegan muchos de los derechos concedidos al
hombre.
Si la ley civil, mira a la mujer como un ser
inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué
la ley criminal le impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué
para el derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber
se la tiene por igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que
obra sin discernimiento, o cuando menos como al menor? Porque la
conciencia alza su voz poderosa y se subleva ante la idea de que el
sexo sea un motivo de impunidad: porque el absurdo de la
inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que le
ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que
necesariamente tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la
verdad y optar por la contradicción. Es monstruosa la que resulta
entre la ley civil y la ley criminal; la una nos dice: «Eres un ser
imperfecto; no puedo concederte derechos.» La otra: «Te considero
igual al hombre y te impongo los mismos deberes; si faltas a ellos,
incurrirás en idéntica pena.»
La mujer más virtuosa e ilustrada se considera por
la ley como inferior al hombre más vicioso e ignorante, y ni el
amor de madre, ¡ni el santo amor de madre!, cuando queda viuda,
inspira al legislador confianza de que hará por sus hijos tanto
como el hombre. ¡Absurdo increíble!
Es tal la fuerza de la costumbre, que saludamos
todas estas injusticias con el nombre de derecho.
Podríamos recorrer la órbita moral y legal de la
mujer y hallaríamos en toda ella errores, contradicciones e
injusticias. La mitad del género humano, la que más debiera
contribuir a la armonía, se ha convertido por el hombre en un
elemento de desorden, en un auxiliar del caos, de donde salen
antagonismos y luchas sin fin.
Los problemas de la mujer en sus relaciones con el
hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera de la ley
lógica. ¿Es esto razonable?, ¿es racional siquiera? No hay más que
una razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la
pluralidad donde la unidad es necesaria, introduce la injusticia y
con ella la desventura.
Si supiera el hombre que nunca se equivoca
impunemente, buscaría el acierto con mayor solicitud. Nosotros, que
tenemos esta íntima persuasión, procuraremos desvanecer los errores
que existen con respecto a la mujer. Tal es el objeto del presente
escrito.