Grito de Gloria
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Los episodios de la formación nacional uruguaya de la cruzada de 1825 es el fundamento histórico de la novela: la batalla de Sarandí, donde las caballerías gauchas, con Lavalleja al frente, y blandiendo valientemente sus sables vencen a los enemigos, en un lance extremadamente importante donde se deciden los destinos de la amada patria.

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Información

Editorial
Booklassic
ISBN
9789635265503
Categoría
Literatura

Capítulo 1

 
Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre.
Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se veían ya numerosos los ganados agrupados en los valles o en las faldas de las sierras.
En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores, saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el caudal de su esfuerzo bravío.
El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego la aspiración constante de libertad.
Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista.
En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos.
Las pocas mujeres que habían quedado en sus moradas, salían inquietas a las puertas o se lanzaban angustiadas a las vecinas lomas, atraídas por aquellos ruidos de tronada, conjunto de balidos y clamores, de relinchos y carreras.
Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se extendían al ras del suelo como humazos de combate en un día sereno, se corrían hacia la frontera cual impulsadas por un viento tempestuoso considerables tropas de ganado.
El arreo era completo.
Sin número de astas en tumulto apiñadas, chocándose, formando una verdadera selva de pitones agudos, sobrenadaban en el nubarrón de tierra, doradas por el sol y se escurrían veloces, a lo largo de las carreteras. Entre aquel turbión de volutas de polvo, de cornamentas y de pezuñas en perpetuo movimiento, distinguíanse las cabezas de los jinetes, que agitaban aún más el torbellino con las banderolas sus rejones, prolongados silbos y voces atronadoras.
Eran soldados riograndeses y paulistas.
Alguna vez, el clarín acompañaba a los voceros con notas roncas y estridentes.
La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose por delante novillos y embistiendo a los flanqueadores; y entonces el ganado arisco, casi cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en los que en gran parte se guarecía, aplastando ramas y malezas.
Los soldados hacían cerco al resto y proseguían su camino con gritos lúbricos, bebiendo y jurando, destruyendo los míseros huertos y plantíos con los cascos de sus caballos y los mil pies de las manadas que empujaban como un torrente sobre aquellos con gran alborozo de la turba.
Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mismos colores, la misma violencia impune, igual desborde de instintos insaciables.
Allá, era un ganado yeguar arreado al galope, en cuya masa confusa iban mezclados los caballos mansos y los potros, corriendo desatinados entre sones de cencerros, ya agrupándose en deforme frontón, de clines y cabezas, ya dispersándose en parte entre corvetas y hocicadas de fiera embravecida, para perderse en los desfiladeros y anfructuosidades de las sierras, lanzando relinchos que repercutían en los cerros como ecos de una bocina poderosa.
Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arrancados a las carretas y al rejón que labra el surco, confundidos con los carneros y porcinos, los que rodaban por el camino impelidos por la horda, estrujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en medio de tremendos ludimientos de cuadriles y de guampas; y que, ora se detenían de súbito azorados al escuchar a lo lejos los bramidos del ganado vacuno, semejantes a notas sonoras de mil trompetas colosales, ora recomenzaban su marcha en violentos remolinos sembrando la carretera con los cuerpos del rebaño menor aplastados por la pezuña del enjambre.
Más lejos, sobre la loma llena de verdigay y de claridades ardientes, otros grupos, otros hacinamientos dudosos, otras aglomeraciones de hombres y de bestias como envueltas en una humareda de incendio, se precipitaban presas del vértigo hasta hundirse en los llanos apartados en fragorosa balumba.
Sobre el dorso de las «cuchillas», destellando vivos reflejos, altas, amenazantes, en haz siniestro, alcanzábanse a ver las moharras de los astiles y el bronceado de los morriones de la caballería invasora.
En todos los contornos se alzaba sordo e imponente un rumor de agonía; y no pudiendo aterronarse para escapar a la saña de aquéllos rapaces vencedores, las familias enteras abandonaban sus casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban a mano en medio de sus angustias, y se ocultaban en los lugares selváticos, únicos campos de asilo en su infortunio, donde también habían buscado refugio los hombres que salvaron de la persecución implacable o de la ruda pelea.
Desde sus ladroneras de palma o de guayabo cuando no del ombú gigante de una isleta, observaban recelosas cómo la avalancha crecía y rodaba con estruendo, a la manera que se desprenden, chocan y precipitan los peñascos de la cumbre de los cerros, poniendo en fuga a las piaras bravías; cómo cruzaban a escape los destacamentos arrollando las puntas del ganado que había huido del rodeo, o alguna masa compacta de fieros novillos que en rapidísimo arranque se azotaba al arroyo en brincos tremendos, sin hollar el ribazo, para hundirse en los «rincones» del bosque, en cuyos senos oscuros se esparcía como una ola bramadora.
Miraban también rodar entre montones de arenisca y guijarros en las faldas de la sierra a las yeguadas indómitas, y lanzarse en mole a las aguas sus pujantes «baguales», sacudiendo los clinudos pescuezos para ganar por el mismo instinto los escondidos potriles, donde tan sólo las sutiles flechas del sol y el ágil «matrero», -la luz y la audacia- violaban el secreto de la salvaje guarida.
Cuando no eran las corridas, las matanzas o las «boleadas» del ganado con frenético desenfreno en las colinas y en los llanos, las que animaban los pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados, las partidas sueltas exploradoras o los destacamentos en comisión los que desfilaban a periodos, en una serie interminable de jinetes y «reyunos», cuyo tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el silencio de las tardes producía como un temblor prolongado oído con impotente cólera por los asilados en los bosques.
A veces, algún incendio iluminaba en la noche con sus rojizos resplandores serranías y valles. Era que, como quien espanta alimañas, la tropa ponía fuego a un juncal espeso o a un grupo de «talas» y «sombras de toro», para obligar a la fuga a los «matrero» o a la vacada cimarrona. Fuertes crepitaciones llenaban el espacio en vasta comarca, envuelta en inmensas columnas de humo negro, remedando aquellas los estampidos de un fuego ensordecedor de fusilería en los estribaderos de una sierra.
Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbonizados y montones de cenizas ardientes.
No pocos de aquellos soldados de uniformes verdes con vivos amarillos, echaban pie a tierra delante de alguna morada solitaria, hacían saltar con las puntas de los sables los débiles cerrojos, o con los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz de hierro, y, penetrando al interior en tropel, poníanse a destruir el miserable ajuar y a escudriñar los techos, debajo de la cumbrera, de las costaneras, de los aleros, en busca de onzas de oro o alhajas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algazaras, hasta las pobres estampas de imágenes religiosas que adornaban las negras paredes.
Salían luego cargando con las prendas de más valía, que echaban sobre el «recado» o metían en las maletas; y continuaban su marcha devastadora, señalando cada etapa con un exceso.
A ocasiones, encontraban a los dueños en sus viviendas, en preparativos de irse a los montes, o a otros que arreaban presurosos sus bestias de confianza a lo largo de las laderas para buscar refugio en la espesura, en fraternal intimidad con los tigrinos y capívaras. Iban mujeres, niños y viejos, cuando no inválidos de la sangrienta guerra; a veces gente moza y varonil, muy osada y aguerrida.
Entonces los episodios eran terribles.
La soldadesca desbordada, acometía la caravana, dispersaba sus miembros y se distribuía los despojos; si ya no era que, reunidos los mocetones -uno contra diez- cargaban ciegos a daga y trabuco rompiendo filas, en tanto los débiles corrían a ampararse en las malezas.
En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres solía suceder también que en medio del botín y del desorden, «matreros» bravos, en montón saliendo sigilosos del vecino monte, caían de súbito sobre la tropa dispersa con el estrépito de una manada en día de corrida y la diezmaban sin perdón, ultimando en el suelo hasta el último vencido.
Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las próximas «cuchillas», repitiéndose las tétricas escenas en toda la zona hostil, hasta que ya los campos talados no ofrecían aliciente ni de los bosques taciturnos brotaban voces agresivas.
De este modo, decirse puede que no hubo un pago, un río, un arroyo, una sierra, un llano, una loma donde no corriese sangre.
Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y a la lluvia, lejos de ojos piadosos, como los de animales montaraces allí donde les sorprendió la muerte.
Raro era quien por moroso afecto ataba un cadáver a un madero y lo subía a las ramas de un ceibo para que así escondido en bóveda valiosa entretejida de enredaderas salvase al diente del felino ya que no al pico del cuervo.
Se había peleado sin tregua durante años, en todas partes, con viril arrojo, sin aguardar auxilio alguno de nadie; se había luchado en la angustiosa desigualdad de diez hombres contra escuadrón, como en los cantos inmortales de los poetas de la gloria; por largo tiempo se había debatido en soberbia cólera al valor nativo contra huestes organizadas, siempre socorridas por esfuerzos que en hileras interminables trasponían las fronteras: pero, al fin, las vidas potentes se fueron extinguiendo, las supremas energías se desgastaron en el choque permanente. Lo mismo que las rocas al embate de la soleada, cansose el músculo del peso del acero y cayeron de las manos como inútiles instrumentos las armas ya melladas, chorreando sangre todavía.
Por suerte el exterminio sólo alcanzó a una parte de la indomable generación de la época.
Reinstalado en Montevideo el general vencedor, los nativos en considerable número salvaron los confines, asilándose entre sus hermanos los argentinos. Renovose el éxodo del otro lustro, y a orillas del Uruguay mirose con dolor lo que quedaba detrás, todo lo más querido: arrasadas campiñas, tumbas gloriosas, sin una luz consoladora de esperanza bajo el cielo de la tierra.
La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo aquellos ganados que internados en los montes sirvieron al proceso prodigioso de «orejanos»; el comercio y las nacientes industrias habían sido cegadas en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al trabajo libre, la vida sin zozobras, a la autonomía del pago; con todo, llevaban consigo la tradición latente, la pasión madura de la tierra, la conciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un derecho, y que perdura en la desgracia como alimento de las almas, cualquiera fuese su destino.
Esa emigración fue rápida, tumultuosa, con todas las confusas líneas del tropel de la derrota. Se buscaba un sosiego relativo, que en algo devolviese la entereza de ánimo, por los que escapaban del círculo de fuego, vencidos por su propia impotencia.
El eco terrible de los gritos de triunfo los aturdía, golpeándolos por detrás como una fusta implacable y precipitándolos a la otra banda envueltos en el pánico.
¡Era como un estrépito de puertas que se cerraban para siempre!
Algunos devoraban, lágrimas en silencio; otros maldecían de sus caudillos, sin excluir a Artigas; los más se alejaban sin protestas ni lamentos, mirando hacia adelante, cual si examinasen la naturaleza del nuevo terreno a que se debían adaptar tantas energías aparentemente domadas.
Los desechos de una ribera buscaban su cohesión y adherencia en la otra, sin preocuparse de la actividad perdida; lo mismo que moléculas segregadas que una fuerza impulsiva vuelve a un cuerpo que han integrado.
El tiempo, que debía correr largo, devolvería su audacia al espíritu. Los organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de su misma quietud.
¿Cómo esperar otra cosa, cuando a la vista estaba la inmensa loma verde formando horizonte del otro lado del río, e invitando a volver y a luchar con toda la magia de una ilusión de gloria?
Los mismos que en su ofuscamiento levantaban airados el puño, sentían que un llanto de fuego se agolpaba a sus ojos, estrangulándoles un grito de innoble desahogo en la garganta.
Aquellos restos se diseminaron en las provincias litorales, confundiéndose en la población nacional sin más perturbación ni ruido que el que puede producir en una playa honda la bullente franja de una grande ola vagabunda.
Existían amistades y simpatías que se reanudaron.
Después sobrevino la calma y empezaron a cicatrizarse crueles heridas.
En el transcurso de los días y de los meses la laxitud de ánimo siguiose a la antigua fiebre de pelea; cesaron los relatos de trágico colorido, las historias de palpitante realidad dramática y detalles conmovedores, los reproches amargos, los comentarios ardorosos.
Como un soplo helado, pasó sobra los recuerdos; el trabajo honesto utilizó los brazos cuando no la faena a monte, y los mismos nombres con talla de caudillos, se resignaron a la vida oscura.
Sobre estas consecuencias naturales del desastre, el tiempo puso el sello de su influjo acallando poco a poca las voces sordas de la protesta en la orilla hospitalaria; y en el país dominado, los lamentos del patriotismo.
¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las últimas fuerzas en estériles clamores!

Capítulo 2

Si en estas comarcas se había cesado de combatir, en otras de América la batalla continuaba, encarnizada y terrible, en la prueba del postrer esfuerzo, por la redención del continente.
Con el oído atento a ecos que llegaban de muy lejanas regiones supuse un día que la victoria había coronado en Ayacucho la grandiosa obra; y esta nueva, estremeciendo de júbilo a hombres y pueblos, repercutió en el corazón de los emigrados orientales, removiendo todas sus fibras como un como un toque de clarín que convocase a la pelea.
Allá, habían luchado a razón de uno contra tres después de duros sufrimientos, descolgándose de los Andes con desesperado esfuerzo para concluir con un choque formidable una labor que contaba dos largos lustros de combates; y en ese choque se había quebrado para siempre el poder de la metrópoli y rendídose con honra sus ilustres generales. Se relataban y discutían con entusiasmo los episodios, la pericia de Sucre, la carga heroica de Córdova, el denuedo de la caballería americana, tanto más resaltante cuanto que el triunfo había sido obtenido sobre capitanes de alientos como el virrey La Serna, el caballeresco Canterac, el bizarro Monet y el intrépido Valdez. En mental panorama, reproducíanse las escenas del drama militar en sus menores detalles: la muda y elocuente proclama de Córdova al dar muerte a su caballo de guerra como un adiós soberbio a la vida en caso de derrota; el avance de sus batallones contra las infanterías de Gerona hasta cruzar bayonetas a un paso de la fatal hondonada, la matanza implacable junto a aquella fosa, las cargas de los regimientos que destrozaron a los dragones de Torata y Moquehua, la briosa tenacidad de Valdez contra la oleada de los independientes, que acabaron por hacerle saltar en pedazos su acero toledano, y por fin, la rendición entre aclamaciones solemnes y dianas, que el entusiasmo creía percibir claras y sonoras como notas finales de la batalla gloriosa.
Este suceso, enardeciendo los espíritus que se preocupaban de la suerte de América como de una causa común y solidaria, retempló el ánimo de los orientales exaltando sus ideas o impulsándolos a una obra que no habían abandonado por completo, con nuevo vigor y empeño. ¡El ejemplo era edificante! El aura de la lejana victoria acarició todas l...

Índice

  1. Título
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5
  7. Capítulo 6
  8. Capítulo 7
  9. Capítulo 8
  10. Capítulo 9
  11. Capítulo 10
  12. Capítulo 11
  13. Capítulo 12
  14. Capítulo 13
  15. Capítulo 14
  16. Capítulo 15
  17. Capítulo 16
  18. Capítulo 17
  19. Capítulo 18
  20. Capítulo 19
  21. Capítulo 20
  22. Capítulo 21
  23. Capítulo 22
  24. Capítulo 23
  25. Capítulo 24
  26. Capítulo 25
  27. Capítulo 26
  28. Capítulo 27
  29. Capítulo 28
  30. Capítulo 29
  31. Capítulo 30
  32. Capítulo 31
  33. Capítulo 32
  34. Capítulo 33
  35. Capítulo 34
  36. Capítulo 35
  37. Capítulo 36
  38. Capítulo 37