Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban
ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un
ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al
occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del
desastre.
Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la grande
propiedad parecía aniquilada. No se veían ya numerosos los ganados
agrupados en los valles o en las faldas de las sierras.
En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores,
saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba
salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres
y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la
labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los
unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el
caudal de su esfuerzo bravío.
El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro
confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni
gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se
habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego
la aspiración constante de libertad.
Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se
repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas
que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y
extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna
barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era
barrido por la ola de la conquista.
En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de
los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez
en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por
infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos.
Las pocas mujeres que habían quedado en sus moradas, salían
inquietas a las puertas o se lanzaban angustiadas a las vecinas
lomas, atraídas por aquellos ruidos de tronada, conjunto de balidos
y clamores, de relinchos y carreras.
Entre enormes polvaredas, cuyas nubes se extendían al ras del
suelo como humazos de combate en un día sereno, se corrían hacia la
frontera cual impulsadas por un viento tempestuoso considerables
tropas de ganado.
El arreo era completo.
Sin número de astas en tumulto apiñadas, chocándose, formando
una verdadera selva de pitones agudos, sobrenadaban en el nubarrón
de tierra, doradas por el sol y se escurrían veloces, a lo largo de
las carreteras. Entre aquel turbión de volutas de polvo, de
cornamentas y de pezuñas en perpetuo movimiento, distinguíanse las
cabezas de los jinetes, que agitaban aún más el torbellino con las
banderolas sus rejones, prolongados silbos y voces atronadoras.
Eran soldados riograndeses y paulistas.
Alguna vez, el clarín acompañaba a los voceros con notas roncas
y estridentes.
La torada se atropellaba entre bufidos, llevándose por delante
novillos y embistiendo a los flanqueadores; y entonces el ganado
arisco, casi cimarrón, se deslizaba rápido hacia los montes, en los
que en gran parte se guarecía, aplastando ramas y malezas.
Los soldados hacían cerco al resto y proseguían su camino con
gritos lúbricos, bebiendo y jurando, destruyendo los míseros
huertos y plantíos con los cascos de sus caballos y los mil pies de
las manadas que empujaban como un torrente sobre aquellos con gran
alborozo de la turba.
Hacia otros rumbos, el cuadro revestía los mismos colores, la
misma violencia impune, igual desborde de instintos
insaciables.
Allá, era un ganado yeguar arreado al galope, en cuya masa
confusa iban mezclados los caballos mansos y los potros, corriendo
desatinados entre sones de cencerros, ya agrupándose en deforme
frontón, de clines y cabezas, ya dispersándose en parte entre
corvetas y hocicadas de fiera embravecida, para perderse en los
desfiladeros y anfructuosidades de las sierras, lanzando relinchos
que repercutían en los cerros como ecos de una bocina poderosa.
Acullá, eran las bestias dóciles, los bueyes arrancados a las
carretas y al rejón que labra el surco, confundidos con los
carneros y porcinos, los que rodaban por el camino impelidos por la
horda, estrujándose, atropellándose al ruido del esquilón, en medio
de tremendos ludimientos de cuadriles y de guampas; y que, ora se
detenían de súbito azorados al escuchar a lo lejos los bramidos del
ganado vacuno, semejantes a notas sonoras de mil trompetas
colosales, ora recomenzaban su marcha en violentos remolinos
sembrando la carretera con los cuerpos del rebaño menor aplastados
por la pezuña del enjambre.
Más lejos, sobre la loma llena de verdigay y de claridades
ardientes, otros grupos, otros hacinamientos dudosos, otras
aglomeraciones de hombres y de bestias como envueltas en una
humareda de incendio, se precipitaban presas del vértigo hasta
hundirse en los llanos apartados en fragorosa balumba.
Sobre el dorso de las «cuchillas», destellando vivos reflejos,
altas, amenazantes, en haz siniestro, alcanzábanse a ver las
moharras de los astiles y el bronceado de los morriones de la
caballería invasora.
En todos los contornos se alzaba sordo e imponente un rumor de
agonía; y no pudiendo aterronarse para escapar a la saña de
aquéllos rapaces vencedores, las familias enteras abandonaban sus
casas llevándose lo más necesario, lo que hallaban a mano en medio
de sus angustias, y se ocultaban en los lugares selváticos, únicos
campos de asilo en su infortunio, donde también habían buscado
refugio los hombres que salvaron de la persecución implacable o de
la ruda pelea.
Desde sus ladroneras de palma o de guayabo cuando no del ombú
gigante de una isleta, observaban recelosas cómo la avalancha
crecía y rodaba con estruendo, a la manera que se desprenden,
chocan y precipitan los peñascos de la cumbre de los cerros,
poniendo en fuga a las piaras bravías; cómo cruzaban a escape los
destacamentos arrollando las puntas del ganado que había huido del
rodeo, o alguna masa compacta de fieros novillos que en rapidísimo
arranque se azotaba al arroyo en brincos tremendos, sin hollar el
ribazo, para hundirse en los «rincones» del bosque, en cuyos senos
oscuros se esparcía como una ola bramadora.
Miraban también rodar entre montones de arenisca y guijarros en
las faldas de la sierra a las yeguadas indómitas, y lanzarse en
mole a las aguas sus pujantes «baguales», sacudiendo los clinudos
pescuezos para ganar por el mismo instinto los escondidos potriles,
donde tan sólo las sutiles flechas del sol y el ágil «matrero», -la
luz y la audacia- violaban el secreto de la salvaje guarida.
Cuando no eran las corridas, las matanzas o las «boleadas» del
ganado con frenético desenfreno en las colinas y en los llanos, las
que animaban los pagos desiertos, eran los escuadrones escalonados,
las partidas sueltas exploradoras o los destacamentos en comisión
los que desfilaban a periodos, en una serie interminable de jinetes
y «reyunos», cuyo tránsito sobre ciertos terrenos de canteras en el
silencio de las tardes producía como un temblor prolongado oído con
impotente cólera por los asilados en los bosques.
A veces, algún incendio iluminaba en la noche con sus rojizos
resplandores serranías y valles. Era que, como quien espanta
alimañas, la tropa ponía fuego a un juncal espeso o a un grupo de
«talas» y «sombras de toro», para obligar a la fuga a los «matrero»
o a la vacada cimarrona. Fuertes crepitaciones llenaban el espacio
en vasta comarca, envuelta en inmensas columnas de humo negro,
remedando aquellas los estampidos de un fuego ensordecedor de
fusilería en los estribaderos de una sierra.
Horas después, el sol alumbraba cuerpos carbonizados y montones
de cenizas ardientes.
No pocos de aquellos soldados de uniformes verdes con vivos
amarillos, echaban pie a tierra delante de alguna morada solitaria,
hacían saltar con las puntas de los sables los débiles cerrojos, o
con los cuentos de sus lanzones los ventanillos sin cruz de hierro,
y, penetrando al interior en tropel, poníanse a destruir el
miserable ajuar y a escudriñar los techos, debajo de la cumbrera,
de las costaneras, de los aleros, en busca de onzas de oro o
alhajas ocultas, derribándolo todo entre cínicas algazaras, hasta
las pobres estampas de imágenes religiosas que adornaban las negras
paredes.
Salían luego cargando con las prendas de más valía, que echaban
sobre el «recado» o metían en las maletas; y continuaban su marcha
devastadora, señalando cada etapa con un exceso.
A ocasiones, encontraban a los dueños en sus viviendas, en
preparativos de irse a los montes, o a otros que arreaban
presurosos sus bestias de confianza a lo largo de las laderas para
buscar refugio en la espesura, en fraternal intimidad con los
tigrinos y capívaras. Iban mujeres, niños y viejos, cuando no
inválidos de la sangrienta guerra; a veces gente moza y varonil,
muy osada y aguerrida.
Entonces los episodios eran terribles.
La soldadesca desbordada, acometía la caravana, dispersaba sus
miembros y se distribuía los despojos; si ya no era que, reunidos
los mocetones -uno contra diez- cargaban ciegos a daga y trabuco
rompiendo filas, en tanto los débiles corrían a ampararse en las
malezas.
En estos encuentros ignorados y dramas lúgubres solía suceder
también que en medio del botín y del desorden, «matreros» bravos,
en montón saliendo sigilosos del vecino monte, caían de súbito
sobre la tropa dispersa con el estrépito de una manada en día de
corrida y la diezmaban sin perdón, ultimando en el suelo hasta el
último vencido.
Mas, bien luego aparecían nuevas fuerzas en las próximas
«cuchillas», repitiéndose las tétricas escenas en toda la zona
hostil, hasta que ya los campos talados no ofrecían aliciente ni de
los bosques taciturnos brotaban voces agresivas.
De este modo, decirse puede que no hubo un pago, un río, un
arroyo, una sierra, un llano, una loma donde no corriese
sangre.
Los cuerpos sin vida quedaban desnudos al sol y a la lluvia,
lejos de ojos piadosos, como los de animales montaraces allí donde
les sorprendió la muerte.
Raro era quien por moroso afecto ataba un cadáver a un madero y
lo subía a las ramas de un ceibo para que así escondido en bóveda
valiosa entretejida de enredaderas salvase al diente del felino ya
que no al pico del cuervo.
Se había peleado sin tregua durante años, en todas partes, con
viril arrojo, sin aguardar auxilio alguno de nadie; se había
luchado en la angustiosa desigualdad de diez hombres contra
escuadrón, como en los cantos inmortales de los poetas de la
gloria; por largo tiempo se había debatido en soberbia cólera al
valor nativo contra huestes organizadas, siempre socorridas por
esfuerzos que en hileras interminables trasponían las fronteras:
pero, al fin, las vidas potentes se fueron extinguiendo, las
supremas energías se desgastaron en el choque permanente. Lo mismo
que las rocas al embate de la soleada, cansose el músculo del peso
del acero y cayeron de las manos como inútiles instrumentos las
armas ya melladas, chorreando sangre todavía.
Por suerte el exterminio sólo alcanzó a una parte de la
indomable generación de la época.
Reinstalado en Montevideo el general vencedor, los nativos en
considerable número salvaron los confines, asilándose entre sus
hermanos los argentinos. Renovose el éxodo del otro lustro, y a
orillas del Uruguay mirose con dolor lo que quedaba detrás, todo lo
más querido: arrasadas campiñas, tumbas gloriosas, sin una luz
consoladora de esperanza bajo el cielo de la tierra.
La riqueza pecuaria había desaparecido, salvo aquellos ganados
que internados en los montes sirvieron al proceso prodigioso de
«orejanos»; el comercio y las nacientes industrias habían sido
cegadas en sus fuentes, cerrádose todo horizonte al trabajo libre,
la vida sin zozobras, a la autonomía del pago; con todo, llevaban
consigo la tradición latente, la pasión madura de la tierra, la
conciencia del esfuerzo que ya ha consagrado un derecho, y que
perdura en la desgracia como alimento de las almas, cualquiera
fuese su destino.
Esa emigración fue rápida, tumultuosa, con todas las confusas
líneas del tropel de la derrota. Se buscaba un sosiego relativo,
que en algo devolviese la entereza de ánimo, por los que escapaban
del círculo de fuego, vencidos por su propia impotencia.
El eco terrible de los gritos de triunfo los aturdía,
golpeándolos por detrás como una fusta implacable y precipitándolos
a la otra banda envueltos en el pánico.
¡Era como un estrépito de puertas que se cerraban para
siempre!
Algunos devoraban, lágrimas en silencio; otros maldecían de sus
caudillos, sin excluir a Artigas; los más se alejaban sin protestas
ni lamentos, mirando hacia adelante, cual si examinasen la
naturaleza del nuevo terreno a que se debían adaptar tantas
energías aparentemente domadas.
Los desechos de una ribera buscaban su cohesión y adherencia en
la otra, sin preocuparse de la actividad perdida; lo mismo que
moléculas segregadas que una fuerza impulsiva vuelve a un cuerpo
que han integrado.
El tiempo, que debía correr largo, devolvería su audacia al
espíritu. Los organismos, ahora fatigados, llegarían a cansarse de
su misma quietud.
¿Cómo esperar otra cosa, cuando a la vista estaba la inmensa
loma verde formando horizonte del otro lado del río, e invitando a
volver y a luchar con toda la magia de una ilusión de gloria?
Los mismos que en su ofuscamiento levantaban airados el puño,
sentían que un llanto de fuego se agolpaba a sus ojos,
estrangulándoles un grito de innoble desahogo en la garganta.
Aquellos restos se diseminaron en las provincias litorales,
confundiéndose en la población nacional sin más perturbación ni
ruido que el que puede producir en una playa honda la bullente
franja de una grande ola vagabunda.
Existían amistades y simpatías que se reanudaron.
Después sobrevino la calma y empezaron a cicatrizarse crueles
heridas.
En el transcurso de los días y de los meses la laxitud de ánimo
siguiose a la antigua fiebre de pelea; cesaron los relatos de
trágico colorido, las historias de palpitante realidad dramática y
detalles conmovedores, los reproches amargos, los comentarios
ardorosos.
Como un soplo helado, pasó sobra los recuerdos; el trabajo
honesto utilizó los brazos cuando no la faena a monte, y los mismos
nombres con talla de caudillos, se resignaron a la vida oscura.
Sobre estas consecuencias naturales del desastre, el tiempo puso
el sello de su influjo acallando poco a poca las voces sordas de la
protesta en la orilla hospitalaria; y en el país dominado, los
lamentos del patriotismo.
¡Pesaban demasiado las cadenas, para agotar las últimas fuerzas
en estériles clamores!