Tefeo: pues has oído las causas por que sois culpados tú y todos
los que opinión tan errada seguís, dejada toda prolijidad, oye
veinte razones por donde me proferí a probar que los hombres a las
mujeres somos obligados. De las cuales la primera es porque a los
simples y rudos disponen para alcanzar la virtud de la prudencia, y
no solamente a los torpes hacen discretos, mas a los mismos
discretos más sutiles, porque si de la enamorada pasión se
cautivan, tanto estudian su libertad, que avivando con el dolor el
saber, dicen razones tan dulces y tan concertadas que alguna vez de
compasión que les han se libran de ella. Y los simples, de su
natural inocentes, cuando en amar se ponen entran con rudeza y
hallan el estudio del sentimiento tan agudo que diversas veces
salen sabios, de manera que suplen las mujeres lo que naturaleza en
ellos faltó.
La segunda razón es porque de la virtud de la justicia tan bien
nos hacen suficientes que los penados de amor, aunque desigual
tormento reciben, hanlo por descanso, justificándose porque
justamente padecen. Y no por sola esta causa nos hacen gozar de
esta virtud, mas por otra tan natural: los firmes enamorados, para
abonarse con las que sirven, buscan todas las formas que pueden, de
cuyo deseo viven justificadamente sin exceder en cosa de toda
igualdad por no infamarse de malas costumbres.
La tercera, porque de la templanza nos hacen dignos, que por no
serles aborrecibles, para venir a ser desamados, somos templados en
el comer, en el beber y en todas las otras cosas que andan con esta
virtud. Somos templados en el habla, somos templados en la mesura,
somos templados en las obras, sin que un punto salgamos de la
honestidad.
La cuarta es porque al que fallece fortaleza se la dan, y al que
la tiene se la acrecientan: hácennos fuertes para sufrir, causan
osadía para cometer, ponen corazón para esperar. Cuando a los
amantes se les ofrece peligro se les apareja la gloria, tienen las
afrentas por vicio, estiman más la alabanza de la amiga que el
precio del largo vivir. Por ellas se comienzan y acaban hechos muy
hazañosos, ponen la fortaleza en el estado que merece. Si les somos
obligados, aquí se puede juzgar.
La quinta razón es porque no menos nos dotan de las virtudes
teologales que de las cardinales dichas. Y tratando de la primera,
que es la fe, aunque algunos en ella dudasen, siendo puestos en
pensamiento enamorado creerían en Dios y alabarían su poder, porque
pudo hacer a aquella que de tanta excelencia y hermosura les
parece. Junto con esto los amadores tanto acostumbran y sostienen
la fe, que de usarla en el corazón conocen y creen con más firmeza
la de Dios. Y porque no sea sabido de quien los pena que son malos
cristianos, que es una mala señal en el hombre, son tan devotos
católicos, que ningún apóstol les hizo ventaja.
La sexta razón es porque nos crían en el alma la virtud de la
esperanza, que puesto que los sujetos a esta ley de amores mucho
penen, siempre esperan: esperan en su fe, esperan en su firmeza,
esperan en la piedad de quien los pena, esperan en la condición de
quien los destruye, esperan en la ventura. Pues quien tiene
esperanza donde recibe pasión, ¿cómo no la tendrá en Dios, que le
promete descanso? Sin duda haciéndonos mal nos aparejan el camino
del bien, como por experiencia de lo dicho parece.
La séptima razón es porque nos hacen merecer la caridad, la
propiedad de la cual es amor: esta tenemos en la voluntad, esta
ponemos en el pensamiento, esta traemos en la memoria, esta
firmamos en el corazón… Y como quiera que los que amamos la usemos
por el provecho de nuestro fin, de él nos redunda que con viva
contrición la tengamos para con Dios, porque trayéndonos amor a
estrecho de muerte, hacemos limosnas, mandamos decir misas,
ocupámosnos en caritativas obras porque nos libre de nuestros
crueles pensamientos. Y como ellas de su natural son devotas,
participando con ellas es forzado que hagamos las obras que
hacen.
La octava razón, porque nos hacen contemplativos, que tanto nos
damos a la contemplación de la hermosura y gracias de quien amamos,
y tanto pensamos en nuestras pasiones, que cuando queremos
contemplar la de Dios, tan tiernos y quebrantados tenemos los
corazones que sus llagas y tormentos parece que recibimos en
nosotros mismos, por donde se conoce que también por aquí nos
ayudan para alcanzar la perdurable holganza.
La novena razón es porque nos hacen contritos, que como siendo
penados pedimos con lágrimas y suspiros nuestro remedio,
acostumbrados en aquello, yendo a confesar nuestras culpas, así
gemimos y lloramos que el perdón de ellas merecemos.
La decena es por el buen consejo que siempre nos dan, que a las
veces acaece hallar en su presto acordar lo que nosotros cumple
largo estudio y diligencia buscamos. Son sus consejos pacíficos sin
ningún escándalo: quitan muchas muertes, conservan las paces,
refrenan la ira y aplacan la saña. Siempre es muy sano su
parecer.
La oncena es porque nos hacen honrados: con ellas se alcanzan
grandes casamientos con muchas haciendas y rentas. Y porque alguno
podría responderme que la honra está en la virtud y no en la
riqueza, digo que tan bien causan lo uno como lo otro. Pónennos
presunciones tan virtuosas que sacamos de ellas las grandes honras
y alabanzas que deseamos, por ellas estimamos más la vergüenza que
la vida, por ellas estudiamos todas las obras de nobleza, por ellas
las ponemos en la cumbre que merecen.
La docena razón es porque apartándonos de la avaricia nos juntan
con la libertad, de cuya obra ganamos las voluntades de todos, que
como largamente nos hacen depender lo que tenemos, somos alabados y
tenidos en mucho amor, y en cualquier necesidad que nos sobrevenga
recibimos ayuda y servicio. Y no sólo nos aprovechan en hacernos
usar la franqueza como debemos, mas ponen lo nuestro en mucho
recaudo, porque no hay lugar donde la hacienda esté más segura que
en la voluntad de las gentes.
La trecena es porque acrecientan y guardan nuestros haberes y
rentas, las cuales alcanzan los hombres por ventura y consérvanlas
ellas con diligencia.
La catorcena es por la limpieza que nos procuran, así en la
persona como en el vestir, como en el comer, como en todas las
cosas que tratamos.
La quincena es por la buena crianza que nos ponen, una de las
principales cosas de que los hombres tienen necesidad. Siendo bien
criados usamos la cortesía y esquivamos la pesadumbre, sabemos
honrar los pequeños, sabemos tratar los mayores. Y no solamente nos
hacen bien criados, mas bien quistos, porque como tratamos a cada
uno como merece, cada uno nos da lo que merecemos.
La razón dieciséis es porque nos hacen ser galanes: por ellas
nos desvelamos en el vestir, por ellas estudiamos en el traer, por
ellas nos ataviamos de manera que ponemos por industria en nuestras
personas la buena disposición que naturaleza algunos negó. Por
artificio se enderezan los cuerpos, puliendo las ropas con agudeza,
y por el mismo se pone cabello donde fallece, y se adelgazan o
engordan las piernas si conviene hacerlo. Por las mujeres se
inventan los galanes entretales, las discretas bordaduras, las
nuevas invenciones. De grandes bienes por cierto son causa.
La diecisiete razón es porque nos conciertan la música y nos
hacen gozar de las dulcedumbres de ella: ¿por quién se sueñan las
dulces canciones?, ¿por quién se cantan los lindos romances?, ¿por
quién se acuerdan las voces?, ¿por quién se adelgazan y sutilizan
todas las cosas que en el canto consisten?
La dieciochena, es porque crecen las fuerzas a los braceros, la
maña a los luchadores, y la ligereza a los que voltean, corren,
saltan y hacen otras cosas semejantes.
La diecinueve razón es porque afinan las gracias: los que, como
es dicho, tañen y cantan por ellas, se desvelan tanto, que suben a
lo más perfecto que en aquella gracia se alcanzan. Los trovadores
ponen por ellas tanto estudio en lo que trovan, que lo bien dicho
hacen parecer mejor, y en tanta manera se adelgazan, que
propiamente lo que sienten en el corazón ponen por nuevo y galán
estilo en la canción, invención o copla que quieren hacer.
La veintena y postrimera razón es porque somos hijos de mujeres,
de cuyo respeto les somos más obligados que por ninguna razón de
las dichas ni de cuantas se puedan decir.
Diversas razones había para mostrar lo mucho que a esta nación
somos los hombres en cargo, pero la disposición mía no me da lugar
a que todas las diga. Por ellas se ordenaron las reales justas, los
pomposos torneos y las alegres fiestas; por ellas aprovechan las
gracias y se acaban, y comienzan todas las cosas de gentileza. No
sé causa por que de nosotros deban ser afeadas. ¡Oh culpa
merecedora de grave castigo, que porque algunas hayan piedad de los
que por ellas penan, les dan tal galardón! ¿A qué mujer de este
mundo no harán compasión las lágrimas que vertemos, las lástimas
que decimos, los suspiros que damos?, ¿cuál no creerá las razones
juradas?, ¿cuál no creerá la fe certificada?, ¿a cuál no moverán
las dádivas grandes?, ¿en cuál corazón no harán fruto las alabanzas
debidas?, ¿en cuál voluntad no hará mudanza la firmeza cierta?,
¿cuál se podrá defender del continuo seguir? Por cierto, según las
armas con que son combatidas, aunque las menos se defendiesen, no
era cosa de maravillar, y antes deberían ser las que no pueden
defenderse alabadas por piadosas que retraídas por culpadas.