Discurso de la servidumbre voluntaria
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"El Discurso sobre la servidumbre voluntaria" o "el Contra uno" es una corta requisitoria contra el Absolutismo que sorprende por su erudición y solidez ya que quien lo escribió sólo tenía 18 anos de edad. Al leer esta obra Montaigne quiere conocer al autor y de este encuentro nace una amistad que sólo acaba con la muerte de La Boétie.
El texto de La Boétie plantea la cuestión de la legitimidad de cualquier autoridad sobre un pueblo y analiza las razones de la sumisión (relación dominación/ servidumbre). De esta manera el Discurso prefigura la teoría del contrato social e invita al lector a una minuciosa vigilancia siempre con la libertad como punto de mira. Los numerosos ejemplos sacados de la Antigüedad que - como era costumbre en la época- aparecen en el texto, le permiten criticar, bajo una apariencia de erudición, la situación política de su tiempo. Si bien, La Boétie, fue un servidor del orden público, es considerado por muchos como un precursor intelectual del anarquismo.
"A un pueblo que ha perdido el miedo no hay despotismo que se le resista -lo sabíamos desde La Boétie y los tunecinos nos lo han recordado ahora-."

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Información

Editorial
Booklassic
ISBN
9789635262465
Categoría
Filosofía
Según Homero, Ulises dijo públicamente que "No es bueno tener varios amos; tengamos sólo uno. Que sólo uno sea el amo, que sólo uno sea el rey". Habría bastado con que se hubiera limitado a decir "no es bueno tener varios amos". Pero en vez de deducir que la dominación de varios no puede ser buena, ya que el poder de sólo uno, una vez que adopta ese título de amo, ya es de por sí duro y no razonable, añade, por el contrario, que "tengamos sólo un amo".

Quiza haya que excusar a Ulises por tal lenguaje, que le servía para amainar la rebelión del ejército. Yo creo que no adaptaba su discurso a la verdad sino, más bien, a las circunstancias. Pero, a la luz de la reflexión, resulta desgracia extrema el estar sometido a un amo, de cuya bondad nunca se puede estar seguro y que posee el poder de ser cruel siempre que así lo quiera. En cuanto a la obediencia ante varios amos, multiplicará esa extremada desgracia tantas veces como amos haya.

No quiero debatir aquí la cuestión, tantas veces discutida, de "si otros tipos de república son mejores que la monarquía". Si tuviera que hacerlo, antes de ponerme a buscar el lugar que la monarquía debe ocupar entre los diversos modos de gobernar la cosa pública, preguntaría primero si se le debe conceder algún lugar, pues resulta difícil creer que haya nada de público en ese gobierno en el que todo es de uno solo. Pero dejemos para otro momento esta cuestión que bien merecería otro tratado dedicado a ella y que provocaría todo tipo de disputas políticas.

Por el momento, querría solamente comprender cómo puede ser que tantos hombres, burgos, ciudades y naciones soporten a veces a un único tirano que no tiene más poder que el que ellos le dan, que sólo puede perjudicarles porque ellos lo aguantan, que no podría hacerles ningún mal si no prefiriesen sufrirle a contradecirle.

Resulta cosa verdaderamente sorprendente, aunque sea tan común que más cabe gemir que asombrarse, ver a un millón de hombres miserablemente esclavizados, con la cabeza bajo el yugo, no porque estén sometidos por una fuerza mayor sino porque han sido fascinados, embrujados podríamos decir, por el nombre de uno solo, al que no deberían temer, ya que sólo es uno, ni amar, ya que es inhumano y cruel con ellos. Sin embargo, esta es la debilidad de los hombres: forzados a la obediencia, obligados a contemporizar, no siempre pueden ser los más fuertes. Por tanto, si una nación, coaccionada por la fuerza de las armas, se ve sometida al poder de uno sólo, como la ciudad de Atenas se vio sometida a la dominación de los treinta tiranos, no hay que extrañarse de que actue como sierva, sino, más bien, deplorarlo. O, más bien, no extrañarse ni compadecerse de ello, sino soportar la desgracia con paciencia y reservarse para un futuro mejor.

Estamos hechos de tal modo que los deberes comunes de la amistad absorven buena parte de nuestra vida. Es razonable amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer los favores recibidos y, con frecuencia, reducir nuestro propio bienestar para poder acrecentar el honor y provecho de aquellos a quienes amamos y merecen ser amados. Si, por tanto, los habitantes de un país encuentran entre ellos a uno de esos escasos hombres que les haya dado pruebas de una gran previsión para salvaguardarles, de un gran coraje para defenderles, de una gran prudencia para gobernarles y si, a la larga, se acostumbran a obedecerle y a confiar en él hasta el punto de otorgarle cierta supremacía, no sé si sería sensato quitarle de allá donde lo hacía bien para colocarle donde podría hacerlo mal. Parece, en efecto, natural ser atentos con quien nos ha hecho el bien y no temer que nos depare un mal.

Pero, por Dios, ¿qué es esto? ¿Cómo denominar a esta desgracia? ¿Cuál es este vicio, este vicio horrible, por el que un número infinito de hombres no sólo obeceden, sino que sirven, no sólo son gobernados, sino tiranizados, de forma que no les pertenecen ni sus bienes, ni sus parientes, ni sus hijos ni su vida misma? Se les ve sufrir las rapiñas, las arbitrariedades y las crueldades que les son inflingidas, no por un ejército ni por una bárbara bandería frente a los que cada uno debería defender su sangre y suvida, ¡sino por un solo hombre! No un Hércules o un Sansón, sino un hombrecillo que frecuentemente es el más ruin y pusilánime de la nación, que nunca ha olido el polvo de las batallas ni apenas pisado la arena de los torneos. Un hombrecito que no sólo carece de actitudes para dirigir a los hombres, sino incluso para satisfacer a cualquier pequeña mujer.

¿Daremos nombre a esta villanía? ¿Llamaremos viles y cobardes a estos hombres sometidos? Si fuesen dos, tres o cuatro quienes cediesen ante un solo hombre, resultaría raro, pero no obstante posible; quizá se podría decir con razón: les falta corazón. Pero si se trata de cien o de mil que sufren la opresión de uno, ¿se dirá que no se atreven a atacarle o que no quieren? ¿será cobardía o desprecio y desdén?

¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto, de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?…

Póngase frente a frente a cincuenta mil hombres armados; lánceseles a la batalla y que choquen en pelea. Los unos, libres, combaten por su libertad, los otros combaten para arrebatársela. ¿Para quién será la victoria? ¿Quiénes acudiran al combate con más coraje, los que esperan tener como recompensa el mantenimiento de su propia libertad o los que, como salario por los golpes que dan y reciben, no esperan recibir más recompensa que la servidumbre de otro?
Los primeros tienen siempre ante sus ojos la felicidad de su vida pasada y la espera de un bienestar similar en el futuro. Piensan menos en lo que deben soportar durante la batalla que en lo que, vencidos, tendrían que soportar ellos, sus hijos y todos sus descendientes.

A los segundos, por el contrario, apenas les azuza un poco de codicia, que se atenúa repentinamente al hacer frente al peligro y cuyo ardor se extingue ante la sangre de la primera herida.

En las tan renombradas bata...

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