En la esquina de la
Red de San Luis y el de Gracia, me separé del grupo que venía
conmigo desde el teatro de Apolo, donde acabábamos de asistir a un
estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese dicho «grupo de
amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de edulcorar la
infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por culpa de los
que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he dejado
llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el
alma y enseñar un poco de su oscuro contenido a la media hora de
hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote
hebreo que hubiese permitido a un profano tocar al arca de
alianza.
Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron
sobre «la idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona
de toda confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un
autor. Según los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla,
la vida es buena, la alegría es santa y los que no andan por ahí
chorreando satisfacción son unos porros. No sé por qué (acaso por
efecto de la discusión trabada entre los del grupo, y que me golpeó
en el cerebro con redoble de martillazos secos y ligeros sobre una
placa sonora), la cuestión, en aquel momento, me preocupaba. Ningún
problema, para el que vive, revestirá mayor interés que este de la
calidad de la vida.
Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que
poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie
de insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera
resonaba metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y
al abrigo del tapabocas de malla de seda, mi respiración se
liquidaba en gotitas glaciales, humedeciendo la barba. Se me
ocurrió tomar un coche; después opté por seguir andando. El frío
duro me activaba el pensar, y en aquel mismo instante decidí
plantearme yo el problema, aprovechando todas las ocasiones de
caminar hacia su resolución, no en beneficio del género humano,
sino para mi gobierno tan sólo. El «género humano» es el vocablo
más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se
afirma del género humano, los hombres se encargan de desmentir al
punto la afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo
y sequé las esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de
brillantina olorosa.
Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis
cavilaciones una criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas.
¿Qué opinará del vivir esta mujer, a quien rechazo con fastidio
como a una mosca? No necesito preguntar: si hay algo previsto,
conocido, de psicología rudimentaria, es el poso del ánimo de estas
galantes callejeras. Las llaman de la vida, por antonomasia, y, a
más, de la vida alegre. Para olvidar un instante lo alegre de su
vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan, insultan -y su ideal, su
dorado sueño, es acostarse temprano y dormir a pierna suelta.
Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre
espatarrado en el suelo. A mi ademán auxiliador y a mi pregunta, el
vigilante responde solícito para mí y compasivamente desdeñoso para
el caído. «Nada, lo diario: un borracho que todas las noches se
tumba exactamente en esa rinconada misma… Nunca llega a su casa,
que dista dos pasos… Y es lástima de él: un carpintero, perito en
su oficio, con cinco chiquillos que caben debajo de una cesta…
»
Cuando le enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi
mano, que sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido»,
advertí al sereno; y le llevamos con mayores precauciones a su
morada, edificio angosto y caduco, de esos que abundan en las vías
más céntricas del Madrid viejo. Salió la esposa, abotagada de
sueño, desgreñada: vio la rotura de la cabeza de su marido, y
maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en médicos y botica!» Al
oír los consuelos negativos del sereno -en vez de un herido,
pudiéramos traer un difunto, si el filo de la acera le coge de otro
modo- renegó la comadre: «A un difunto no le duele ná. Él dice
siempre que los pobres nunca estamos mejor que difuntos… »
Dejé un duro para botica y pedí un poco de agua para lavarme la
mano maculada. Me sacaron de la trastienda una palangana tan
negruzca, que opté por taponarme sencillamente con mi pañuelo. Me
alejé, sintiendo un escozor irritado, un enojo sordo. La noche no
me ofrecía sino impresiones «de color sombrío», como las palabras
leídas por el Dante sobre el dintel de la puerta del infierno. Sin
embargo, de análogas impresiones se sacan obrillas aplaudidas,
donde el vicio y la borrachera son temas regocijados. Debe de
consistir la sabiduría en mirar todas las cosas desde un punto de
vista gayo y saltarín; de seguro yo no sé colocarme en él: peor
para mí, ¡qué demonio!
Todavía me dirigí otro reproche. Aunque no creo en la humanidad,
concepto hueco, palabra de meeting, un instinto de estética moral
me induce a mostrarme piadoso con los desgraciados y los
insignificantes, cuando me los encuentro al paso. Me pesaba de no
haberme quedado velando al carpintero, de no haber buscado para él
un médico y remedios y hasta de no haberle dado consejos sobre la
mala costumbre del alcohol. ¿Causas de mi abstención? Dos, que voy
a declarar. La primera, una especie de pudor vergonzoso de
practicar eso que se llama el bien, la beneficencia, y que no
comprendo en relativo, sino en absoluto -dedicando a ello la
existencia toda-. El hacer algo caritativo acarrea el que se
apeguen a uno caninamente, o siquiera el que le den a uno gracias y
le ensalcen por su bondad, otras tantas mentiras, pues privarse de
lo que nos sobra, ¿qué bondad revela? La segunda, un miedo a la
acción, que no puedo (ni quiero) vencer. La acción es enemiga de
los ensueños y reflexiones, en que encuentro atractivo singular. Ni
hay acción tan noble como una idea: pensar lo que estoy pensando,
vale más que correr a casa de Alejandro San Martín y traerle a la
cabecera de un beodo que batió contra una piedra saliente. ¡Pss!
Allá él. Zurrapa más, zurrapa menos en la barrica…
Encogiéndome de hombros, sigo -sin prisa- hacia mi casa. En la
plazuela trabajan, a estas altas horas, obreros del alcantarillado
y del Canal. Según parece, su labor no puede interrumpirse. Un
arroyo de agua helada corre bajo sus pies. Para no quedarse hechos
unos carámbanos, han encendido un brasero, al cual por turno se
arriman, resoplando y estirando las manos engarrotadas. Para
impedir que los transeúntes sufran percances, han colgado un
farolito avisador sobre los adoquines arrancados y apilados. Antes
que dedicarse a tal labor, ¿no preferiría yo… otra cosa? ¿Será que
ellos también, como las coristas que desafinaban hace una hora en
Apolo, entienden que la vida es
muy rica y buena,
prenda divina
de encantos llena?…
Un poco más adelante -tropiezo que pudiera ser divertido-
avanzan por la acera, pegadas al caserío, recelosas, dos mujeres no
mal vestidas, pulcramente calzadas. Las reconozco: son las modistas
del tercero de mi casa, muchachas de San Sebastián, que han venido
a establecerse en Madrid. Suelo encontrármelas en la escalera. La
mayor es agraciada, fresca aún, a pesar del trabajo y del
sedentarismo. La menor es coja; su pierna desigual la hace pegar
saltos de codorniz, asaz ridículos. Emparejo con ellas y las
ofrezco mi compañía: se me antoja saber si resuelven que la vida es
buena. Ellas suponen que voy con otro fin, fin condenable y
gustoso. La mayor se atribuye la conquista; la coja, en su humildad
de lisiada, nunca imagina que tales cosas vayan con ella. Para
entrar en materia, las pregunto si están contentas de Madrid y qué
tal marchan sus negocios.
-Regular. Por ahora, no sabemos… ¡Las señoras son tan raras!
Hasta que nos acostumbremos a sus caprichos…
¿De dónde venían? ¡Casualidad más sorprendente! Del mismo teatro
que yo, sólo que a la salida unas amigas las habían convidado a
chocolate… ¿El estreno? Bonito; música muy animada.
-¿Y qué opinan ustedes de eso de que la vida es buena? Pilita…
Manola… ¿Están ustedes contentas de haber nacido?
La pregunta fue contestada con risas y dichetes. Creían que
bromeaba, y no se quedaban atrás. Probablemente (después se me ha
ocurrido) estas dos abejas cuyo dardo es la aguja no se encuentran
desgraciadas. Yo sí que me encontré cándido al elegir para mi
indagatoria tales sujetos. A fin de desviar la conversación, las
dirigí unos cuantos requiebros insulsos, antes de dejarlas a la
puerta de mi domicilio. Subir con ellas de bracero, era una pacheca
insoportable, y preferí callejear un poco todavía.
No sé qué tienen, en las horas que preceden al amanecer, sobre
todo en invierno, cuando la noche es más noche, las calles de una
capital populosa. Detrás de las imponentes puertas de los palacios;
detrás de las ventanas, parecidas a ojos que dejaron caer sus
párpados al adormirse -¡qué infinito misterio! ¿Por qué esta
suspensión de la vida, en toda la ciudad a la vez?- La multitud
recogida en sus dormitorios, miseros o confortables, ¿no está
realmente como si hubiese muerto? ¿No es cada alcoba, cerrada y
tibia, una antesala del sepulcro? Y este silencio, esta paz letal
de la noche, ¿no es el único período delicioso, dulce, apacible de
las veinticuatro horas que tejen el giro diurno?
Cuando, por casualidad, el trasnochador se cruza con otro
trasnochador, ¿no sienten los dos un movimiento de desconfianza, de
medrosa curiosidad? Sólo velan y sólo ambulan fuera del nicho de
sus dormitorios las almas perdidas por la miseria, por la
delincuencia o por el amor clandestino. Si veo a un trasnochador
derrotado, mendigo o malhechor; si a un burgués bien trajeado, de
tapabocas, subido el cuello del gabán, amante oculto. Y el caso es
que yo no soy lo uno ni lo otro, y también vago, transido y
envarado de frío ya, de ese frío matinal, tórpido, que no es como
el del anochecer, porque se complica con el agotamiento nervioso,
causado por el insomnio. Esta reflexión me hace detenerme al pie de
la blanca fachada, correcta, tranquilizadora, del Teatro Real. ¿Qué
hago en las calles, dando diente con diente? ¿No tengo mi alcoba,
tan silenciosa, tan recogida, mi cama tan cómoda, de dorado bronce,
con un sommier y un colchón que convidan a tenderse en ellos, con
un edredón relleno de plumón de ánade, que halaga sin pensar, que
al apoyar en él la palma, brinca y se hunde fofo para volver a
erguirse inflado?
«¿Cuántos me lo envidiarían?», pensé; pero al iniciar la
retirada hacia mi agujero, me faltó fuerza de voluntad y seguí
calle del Arenal adelante. Una transparencia lívida se difundía en
el firmamento: el amanecer. La iglesia parroquial abría sus puertas
para la primera misa. Subí la escalera, crucé el atrio, me deslicé
en la sacristía penumbrosa, y por una puertecilla entré en la nave.
El contacto de la recia estera fue simpático a mis pies, que, a
pesar de la caminata, eran dos montones de granizo. En un rincón un
banco se ofreció a mi fatiga; me dejé caer en él; y, sin ser
poderoso a resistir, rendido, exánime, cedí a un letargo repentino,
de esos que saltean al jinete sobre su montura, al timonel con la
mano en la caña.
Al despertar, siendo ya día claro, no sabía dónde estaba, y fue
grande mi asombro cuando vi de soslayo el retablo del altar mayor y
a mi lado un púlpito. A decir toda la verdad, desperté porque el
sacristán me dio palmadas en un hombro, y me silabeó en el hueco
del oído un «pssit, ¡he!, ¡caballero!» bastante encolerizado.
Parece que existe y está clasificada la variedad de los
trasnochadores que gustan de descabezar un sueño en el apacible
recinto de las iglesias, a la madrugada, y que los monagos abrigan
contra esta ralea justificada prevención y la corren como a los
perros intrusos.
Hice mis genuflexiones y salí del templo enervado, con el
malestar del insatisfecho, de la función fisiológica interrumpida.
Bebí en cualquier sitio un vaso de café caliente para despabilarme,
y al contrario, diríase que aumentó mi afán de reposo, mi nostalgia
de la muerte temporal, mi sed de la nada. Salté dentro de un
alquilón y di mis señas. Amodorrado y cabeceando contra mi pecho en
el ángulo del clarens, donde no me atrevía a recostarme temeroso de
la impureza promiscua depositada allí por tantas cabezas, iba
pensando que es una niñería humana el temer a ciertos modos de
morir, pues muérase como se muera, ello es que descansamos. El
sueño que yo buscaba en mi alcoba, donde no faltan refinamientos,
no iba a ser más dulce y total que el hurtado sobre duro banco en
el rincón de una iglesia. Tomado ya el sueño, logrado el
aniquilamiento, ¿qué importan precedentes?
Entré con mi llavín; los criados seguramente no se habrían
levantado; mi hermana, menos; la casa estaba muda. Encendí mi
serpentina de gas fluido, y a los cuatro minutos tuve agua caliente
para las abluciones. Enjabonado, pasada la esponja de mil ojos,
enjuto, reaccionado, me vestí el camisón, y llegó el momento mágico
de alzar las ropas y deslizarse, ágil y desmadejado a un tiempo, en
la ancha cama, suspirando de placer. La frialdad de las sábanas
cede a la corriente de calor que pronto establece el cuerpo; el
colchón rebota con suave elasticidad al dar yo vuelta y arroparme;
los ruidos de la calle se extinguen para mí… Por última vez,
suspiro de bienestar… Duermo.