Poco tardaron en conocer las caritativas hembras que el gallardo capitán no estaba muerto, sino meramente privado de conocimiento y sentidos, por resultas de un balazo que le había dado de refilón en la frente, sin profundizar casi nada en ella. Conocieron también que tenía atravesada y acaso fracturada la pierna derecha, y que no debía descuidarse ni por un momento aquella herida, de la cual fluía mucha sangre. Conocieron, en fin, que lo único verdaderamente útil y eficaz que podían hacer por el desventurado, era llamar en seguida a un facultativo…
-Mamá -dijo la valerosa joven-. A dos pasos de aquí, en la acera de enfrente, vive el doctor Sánchez… ¡Que Rosa vaya, y le haga venir! Todo es asunto de un momento, y sin que en ello se corra ningún peligro…
En esto sonó un tiro muy próximo, al que siguieron cuatro o seis, disparados a un tiempo a mayor distancia. Después volvió a reinar profundo silencio.
-¡Yo no voy! -gruñó la criada-. Esos que oyéronse ahora fueron también tiros, y las señoras no querrán que me fusilen al cruzar la calle.
-¡Tonta! ¡En la calle no ocurre nada! -replicó la joven, quien acababa de asomarse a una de las rejas.
-¡Quítate de ahí, Angustias! -gritó la madre, reparando en ello.
-El tiro que sonó primero -prosiguió diciendo la llamada Angustias-, y a que han contestado las tropas de la Puerta del Sol, debió de dispararlo desde la buhardílla del número 19 un hombre muy feo, a quien estoy viendo volver a cargar el trabuco… Las balas, por consiguiente, pasan ahora muy altas, y no hay peligro alguno en atravesar nuestra calle. ¡En cambio, fuera la mayor de las infamias que dejásemos morir a este desgraciado, por ahorrarnos una pequeña molestia!
-Yo iré a llamar al médico -dijo la madre, acabando de vendar a su modo la pierna rota del capitán.
-¡Eso no! -gritó la hija, entrando en la alcoba-. ¿Qué se diría de mí? ¡Iré yo, que soy más joven y ando más de prisa! ¡Bastante has padecido tú ya en este mundo con las dichosas guerras!
-Pues, sin embargo, tú no vas -replicó imperiosamente la madre.
-¡Ni yo tampoco! -añadió la criada.
-¡Mamá, déjame ir! ¡Te lo pido por la memoria de mi padre! ¡Yo no tengo alma para ver desangrarse a este valiente, cuando podemos salvarlo! ¡Mira, mira de qué poco le sirven tus vendas!… La sangre gotea ya por debajo de los colchones.
-¡Angustias! ¡Te he dicho que no vas!
-No iré, si no quieres; pero, madre mía, piensa en que mi pobre padre, tu noble y valeroso marido, no habría muerto, como murió, desangrado, en medio de un bosque, la noche de una acción, si alguna mano misericordiosa hubiese restañado la sangre de sus heridas.
-¡Angustias!
-Mama… ¡Déjame! ¡Yo soy tan aragonesa como mi padre, aunque he nacido en este pícaro Madrid! Además, no creo que a las mujeres se nos haya otorgado ninguna bula, dispensándonos de tener tanta verguenza y tanto...