Cautivado por la Alegria
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Cautivado por la Alegria

Historia de Mi Conversión

  1. 288 páginas
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Información

Editorial
HarperCollins
Año
2014
ISBN
9780062346995
Categoría
Religión

I.

LOS PRIMEROS AÑOS

Feliz, pero, a fuer de feliz, inseguro.
Milton
Nací en Belfast durante el invierno de 1898; hijo de un notario y de la hija de un pastor protestante. Mis padres sólo tuvieron dos hijos, ambos varones, de los cuales yo era el más pequeño, con unos tres años de diferencia. En nuestra formación se unieron dos tendencias muy distintas. Mi padre pertenecía a la primera generación de su familia que ejercía una carrera. Su abuelo había sido agricultor en Gales; su padre, hombre autodidacta, había empezado su vida como obrero, emigrando a Irlanda, y había terminado como socio de la firma Macilwaine and Lewis, «caldereros, ingenieros y armadores de buques». Mi madre era una Hamilton con muchas generaciones de clérigos, abogados, marinos y otros profesionales a sus espaldas; por parte de su madre, a través de los Warrens, la dinastía llegaba hasta un caballero normando cuyos restos descansan en la abadía de Battle. Las dos familias de las que desciendo eran tan diferentes en su temperamento como en su origen. La familia de mi padre era verdaderamente galesa, sentimental, apasionada y melodramática, fácilmente dada tanto a la ira como a la ternura; hombres que reían y lloraban con facilidad y que no tenían demasiada capacidad para ser felices. Los Hamilton eran una raza más fría. Tenían una mente crítica e irónica y la capacidad de ser felices desarrolladísima; iban derechos a la felicidad, como el viejo avezado va hacia el mejor asiento en un tren. Desde mi más tierna infancia ya era consciente del gran contraste que había entre el cariño alegre y pacífico de mi madre y los altibajos de la vida emocional de mi padre, y esto alimentó en mí, mucho antes de que fuera lo suficientemente mayor como para darle un nombre, una cierta desconfianza o aversión a las emociones como algo desapacible, violento e, incluso, peligroso.
Mis padres, según los cánones de aquel lugar y tiempo, eran gente «culta» o «ilustrada». Mi madre, que había sido una matemática prometedora en su juventud, cursó el Bachillerato en Artes en el Queen’s College de Belfast. Antes de morir me inició tanto en francés como en latín. Era una lectora voraz de buenas novelas y creo que las obras de Meredith y Tolstoi que he heredado las compraron para ella. Los gustos de mi padre eran totalmente distintos. Aficionado a la oratoria, había hablado en tribunas políticas en Inglaterra cuando era joven; si hubiera tenido medios propios seguramente hubiera aspirado a la carrera política. Si su sentido del honor, tan profundo que le hacía ser un Quijote, no le hubiera hecho tan poco dócil, hubiera tenido éxito en este campo, pues tenía muchas de las virtudes necesarias para ser parlamentario: buena presencia, voz potente, una mente rapidísima, elocuencia y memoria. Le entusiasmaban las novelas políticas de Trollope; supongo que al seguir la carrera de Phineas Finn lo que hacía era satisfacer indirectamente sus propios deseos. Le gustaba la poesía siempre que tuviera elementos retóricos o patéticos, o ambos; creo que entre las obras de Shakespeare, Otelo era su favorita. Dis­frutaba enormemente con casi todos los autores humorísticos, desde Dickens a W. W. Jacobs, y él mismo era el mejor raconteur que yo haya oído, apenas tenía rival; era el mejor en esta faceta, haciendo todos los personajes por turno con total libertad en el uso de muecas, gestos y pantomimas. Nunca era tan feliz como cuando se encerraba durante una hora, más o menos, con uno o dos de mis tíos para contarse «gracias» (como llamábamos en nuestra familia a las anécdotas). Ni él ni mi madre sintieron la menor atracción por el tipo de literatura a la que me entregué con verdadera devoción en el momento en que pude elegir los libros por mí mismo. Ninguno había prestado atención a las «muelas de los elfos»2. En casa no había ningún volumen de Keats o Shelley, y el de Coleridge nunca lo habían abierto, que yo sepa. Mis padres no tienen ninguna culpa de que yo sea un romántico. De hecho, a mi padre le gustaba Tennyson, pero era el Tennyson de In Memoriam y Locksley Hall. Nunca oí hablar de su Lotus Eaters o de la Morte d’Arthur. Según me dicen, el interés de mi madre por la poesía era nulo.
Además de unos buenos padres, buena comida y un jardín (que entonces me parecía grande) en el que jugar, mi vida empezó con otras dos bendiciones. Una era nuestra niñera, Lizzie Endicott, en la que ni siquiera el preciso recuerdo de la infancia puede descubrir un solo defecto, sólo amabilidad, alegría y sensatez. En aquellos días no se de­cían tonterías sobre las «niñeras». A través de Lizzie nos sumergimos en el ambiente campesino de County Down. Así, nos desenvolvíamos con soltura en dos mundos sociales totalmente distintos. A esto debo el haberme inmunizado para siempre contra la falsa identificación entre refinamiento y virtud que algunos hacen. Desde antes de lo que puedo recordar, ya había comprendido que ciertos chistes se podían compartir con Lizzie, pero no se podían contar en el salón; y también que Lizzie era simplemente buena, todo lo buena que puede ser una persona.
La otra bendición era mi hermano. Aunque era tres años mayor que yo, nunca me pareció un hermano mayor; fuimos aliados, por no decir confederados, desde el principio. Sin embargo, éramos muy distintos. Nuestros primeros dibujos (y no puedo recordar ninguna época en que no estuviéramos dibujando constantemente) lo revelan. Los suyos eran de barcos, trenes y batallas; los míos, cuando no eran copia de los suyos, eran de los que llamábamos «animales vestidos» (los animales antropomorfizados de la literatura infantil). Su primer cuento (ya que mi hermano me precedió en el paso del dibujo a la escritura) se llamó El joven Rajá. Él ya había tomado la India como «su país»; el mío era «Animalandia». No creo que ninguno de los dibujos que conservo pertenezcan a los seis primeros años de mi vida que ahora estoy describiendo, pero tengo muchos que no pueden ser muy posteriores. Mirándolos, me parece que yo tenía más talento. Desde muy pequeño dibujaba figuras en movimiento que dan la impresión de correr realmente, y la perspectiva es buena. Pero en ninguna parte, ni en el trabajo de mi hermano ni en el mío, hay una sola línea dibujada en obediencia a una idea de belleza, por primitiva que fuese. Hay acción, comedia, invención; pero no hay ni siquiera el germen de un gusto por el diseño, y hay una chocante ignorancia de la forma natural. Los árboles parecen bolas de algodón pinchadas en postes y nada demuestra que ninguno de los dos conociera la forma de las hojas que había en el jardín donde jugábamos casi a diario. Esta ausencia de belleza, ahora que pienso en ello, es una característica de nuestra infancia. Ninguno de los cuadros que colgaban en las paredes de la casa de mi padre atraía nuestra atención y, de hecho, ninguno la merecía. Nunca vimos un edificio bonito, ni podíamos imaginar que un edificio pudiera serlo. Mis primeras experiencias estéticas, si es que lo eran, no fueron de ese tipo; ya eran incurablemente románticas, no formales. Una vez, por aquellos días, mi hermano trajo al cuarto de jugar la tapa de una lata de galletas que había cubierto con musgo y adornado con ramitas y flores para convertirla en un jardín, o en un bosque, de juguete. Ésa fue la primera cosa bella que vi. Lo que no había conseguido el jardín de verdad lo consiguió el de juguete. Me hizo darme cuenta de la naturaleza, no como almacén de formas y colores, sino como algo fresco, húmedo, tierno, exuberante. No creo que me impresionara mucho en aquel momento, pero pronto se convertiría en un recuerdo importante. Mientras viva, mi imagen del Paraíso siempre tendrá algo del jardín de juguete de mi hermano. Y allí estaban a diario lo que llamábamos «las Verdes Colinas», esto es, las faldas de los montes de Castereagh, que veíamos desde las ventanas del cuarto de jugar. No estaban demasiado lejos, pero para unos niños como nosotros eran inaccesibles. Me enseñaron a añorar –Sehnsucht–; me convirtieron, para bien o para mal, en adorador de la Flor Azul, ya antes de cumplir los seis años.
Si las experiencias estéticas fueron escasas, las religiosas no se produjeron jamás. Algunas personas sacan de mis libros la impresión de que fui criado en un puritanismo estricto e intenso, pero es absolutamente falso. Me enseñaban las cosas normales, me hacían rezar mis oraciones y a su debido tiempo me llevaron a la iglesia. Naturalmente, yo acepté lo que se me decía, pero no recuerdo haber puesto mucho interés en ello. Mi padre, lejos de ser especialmente puritano, era muy «elevado» para los cánones de la Iglesia irlandesa del siglo XIX, y su acercamiento a la religión, como a la literatura, era el polo opuesto de lo que más tarde sería el mío. El encanto de la tradición y la belleza literaria de la Biblia y del Libro de Oraciones (a los que yo tomé gusto mucho más tarde) eran su placer natural, y habría sido difícil encontrar un hombre tan inteligente que se ocupara tan poco de metafísicas. De la religión de mi madre apenas puedo decir nada por mi propio recuerdo. Mi infancia no tuvo ningún enfoque hacia el otro mundo. Exceptuando el jardín de juguete y «las Verdes Colinas», ni siquiera fue imaginativa; permanece en mi memoria fundamentalmente como un período de felicidad rutinaria y prosaica y no despierta la nostalgia conmovedora con que contemplo retrospectivamente mi niñez, mucho menos feliz. No es la felicidad habitual, sino la alegría de un momento dado, la que glorifica el pasado.
Hay una única excepción a esta alegría general. Mi primer recuerdo es el terror que me producían ciertos sueños. Es un problema muy común a esa edad; sin embargo, todavía me parece extraño que una infancia mimada y protegida pueda tener tan a menudo una ventana abierta a lo que es poco menos que el Infierno. Mis pesadillas eran de dos clases, unas sobre espectros y otras sobre insectos. Las segundas eran, sin punto de comparación, las peores; todavía hoy preferiría encontrarme con un fantasma antes que con una tarántula. Y todavía hoy casi podría razonarlo y justificar mi fobia. Como me dijo una vez Owen Barfield: «El problema con los insectos es que son como locomotoras francesas, tienen todas las piezas en el exterior». Las piezas, ese es el problema. Sus miembros angulares, sus movimientos espasmódicos, sus ruidos secos, metálicos, todo ello hace pensar en máquinas que han cobrado vida o en vida que ha degenerado a un puro mecanismo. Puedes añadir a esto que en la colmena y en el hormiguero vemos totalmente realizadas las dos cosas que algunos de nosotros tememos para nuestra propia especie, el dominio de la hembra y el dominio de la masa. Quizá valga la pena mencionar un hecho sobre la historia de esta fobia. Mucho más tarde, en mi adolescencia, después de leer Ants, Bees and Wasps de Lubbock, sentí durante algún tiempo un interés por los insectos genuinamente científico. Pronto le vencieron otros estudios; pero mientras duró mi período entomológico, casi desapareció mi miedo, y me inclino a pensar que una curiosidad real y objetiva tendrá generalmente este efecto purificador.
Me temo que los psicólogos no se contentarán con explicar mi miedo a los insectos atendiendo a lo que una generación más simple diagnosticaría como su causa, cierto dibujo horrible en uno de los libros del cuarto de jugar. En él, un niño enanito, una especie de Pulgarcito, estaba sobre una seta y un ciervo volador, mucho más grande que él, lo aterrorizaba desde abajo. Esto ya es bastante malo, pero ahora viene lo peor. Las extremidades delanteras del insecto eran tiras de cartón separadas de la página y se movían sobre un eje. Al manipular un artilugio diabólico en la parte de atrás hacías que se abrieran y cerraran como pinzas: clic-clac, clic-clac; lo veo mientras escribo. Es difícil entender cómo una mujer generalmente tan sensata como era mi madre pudo haber permitido que este horror entrara en el cuarto de jugar. A menos (ahora me asalta la duda), a menos que ese dibujo fuera producto de mi imaginación. Pero no lo creo.
En 1905, cuando tenía siete años, tuvo lugar el primer gran cambio en mi vida. Nos mudamos de casa. Mi padre, supongo que debido a que su situación económica había mejorado, decidió abandonar la casa de campo, casi aislada, en la que yo había nacido, y se construyó otra mucho más grande, más lejos, en lo que entonces era el campo. La «Casa Nueva», como seguimos llamándola durante años, era grande incluso para mi forma actual de ver las cosas; para un niño era mucho más parecida a una ciudad que a una casa. Mi padre, que tenía más capacidad para que le estafaran que ninguna otra persona que yo haya conocido, fue lamentablemente estafado por sus constructores: los desagües estaban mal hechos, las chimeneas estaban mal hechas, se producían corrientes de aire en todas las habitaciones, etc. Pero un niño no se preocupa por nada de esto. Para mí, lo más importante de la mudanza era que se ampliaba el ambiente en el que discurría mi vida. La Casa Nueva es casi el personaje más importante de mi historia. Soy producto de pasillos largos, habitaciones vacías y soleadas, silencios en las habitaciones interiores del piso de arriba, áticos explorados en solitario, ruidos distantes del goteo de las cisternas y cañerías y el sonido del viento bajo los tilos. También de libros sin fin. Mi padre compraba todos los libros que leía y nunca se desprendía de ellos. Había libros en el despacho, libros en el comedor, libros en el cuarto de baño, libros (en dos filas) en la gran estatería del rellano, libros en un dormitorio, libros apilados en columnas que llegaban a la altura de mi hombro en el recinto del depósito de agua del ático, libros de todo tipo que reflejaban cada etapa pasajera de los intereses de mis padres, libros legibles e ilegibles, libros apropiados para un niño y libros en absoluto aconsejables. Yo no tenía nada prohibido. En las interminables tardes de lluvia cogía de los estantes volumen tras volumen. Siempre tuve la certeza de encontrar un libro que fuera nuevo para mí, al igual que un hombre que camina por el campo sabe que va a encontrar una nueva brizna de hierba. ¿Dónde habían estado todos estos libros antes de que viniésemos a la Casa Nueva?; es un problema en el que nunca había pensado antes de ponerme a escribir este párrafo. No tengo ni idea de cuál puede ser la respuesta.
Puertas afuera estaba «el paisaje» por el que, sin duda, se había elegido aquel lugar. Desde la puerta principal se veía, hacia abajo, un vasto campo que llegaba a Belfast Lough y más allá los grandes acantilados de Antrim (Divis, Colin, Cave Hill). Esto era en los días ya lejanos en que Inglaterra dominaba el transporte mundial y Lough estaba lleno de barcos; una delicia para dos niños como nosotros, pero más para mi hermano. El ruido de las sirenas de los vapores por la noche todavía me trae a la mente toda mi niñez. Detrás de la casa, más verdes, bajas y cercanas que los acantilados de Antrim, estaban las colinas de Holywood, pero no fue hasta mucho más tarde cuando les presté atención. Al principio lo que me importaba era el panorama del noroeste; las interminables puestas de sol del verano por detrás de los escollos azules y las rocas alzándose por encima de mi casa. En este ambiente empezaron a producirse una serie de cambios dolorosos.
El primero fue que despacharon a mi hermano enviándolo a un internado, separándolo así de mi lado durante la mayor parte del año. Recuerdo muy bien la inmensa alegría cuando volvía a casa de vacaciones, pero no me acuerdo de que hubiera la correspondiente tristeza cuando se marchaba. Su nueva vida no hizo cambiar nuestras relaciones. Mientras tanto yo continuaba con mi educación en casa; mi madre me enseñaba francés y latín y una institutriz excelente, Annie Harper, todo lo demás. Para mí esta mujer bondadosa y discreta era entonces una pesadilla, pero todo lo que recuerdo me hace ver que era injusto. Era presbiteriana y la primera cosa que puedo recordar que trajese a mi mente el otro mundo con algún realismo fue una lectura bastante larga que intercaló en una ocasión entre sumas y copias. Pero había muchas cosas en las que yo pensaba más. Mi vida real, o lo que el recuerdo me trae como mi vida real, era cada vez más solitaria. En realidad había mucha gente con la que podía hablar: mis padres; mi abuelo Lewis, prematuramente viejo y sordo, que vivía con nosotros; las doncellas, y un jardinero viejo bastante «borrachín». Creo que yo era un charlatán insoportable. Pero la soledad siempre estaba al alcance de mi mano en algún lugar del jardín o de la casa. Ya había aprendido a leer y escribir: tenía montones de cosas que hacer.
Lo que me llevó a escribir fue la extrema torpeza manual que siempre he sufrido. Lo atribuyo a un defecto físico que tanto mi hermano como yo heredamos de nuestro padre: sólo tenemos una articulación en el dedo pulgar. La articulación de arriba (la más cercana a la uña) está ahí, pero es una mera ficción; no la podemos doblar. Pero sea cual sea la causa, la naturaleza me dotó desde mi nacimiento de una incapacidad interior para hacer cualquier cosa. Con un lápiz y una pluma era suficientemente mañoso, y todavía sé hacer un lazo tan perfecto como el de una corbata de pajarita, pero siempre he sido incapaz de aprender a manejar una herramienta, una raqueta, un arma de fuego, unos gemelos o un sacacorchos. Esto fue lo que me obligó a escribir. Tenía muchas ganas de hacer cosas: barcos, casas, motores …, y estropeé muchas cartulinas y tijeras sólo para salir de mis fracasos llorando y sin esperanza. Como último recurso, como pis aller3, acabé escribiendo cuentos; no podía imaginar a qué mundo de felicidad estaba siendo admitido. Puedes hacer más cosas con un castillo en un cuento que con el mejor castillo de cartulina jamás visto en la mesa de un cuarto de jugar.
Pronto exigí una habitación en el ático y la convertí en «mi despacho». Colgué en las paredes dibujos hechos por mí mismo o recortados de revistas navideñas de brillantes colores. Allí guardé mi pluma, el tintero, cuadernos y una caja de pinturas; y allí
¿Cabe a una criatura mayor felicidad
que disfrutar la vida en libertad?
Aquí escribí e ilustré, con gran satisfacción, mis primeros cuentos. Intentaban combinar mis dos placeres literarios principales, los «animales vestidos» y los «caballeros armados». El resultado fue que escribí sobre ratones y conejos caballerescos que, con sus cotas de malla, cabalgaban para matar gatos en vez de gigantes. Pero ya había calado en mí el humor del hombre sistemático, el mismo humor inagotable que llevó a Trollope a producir sus Barsetshire. La Animalandia que iniciamos durante las vacaciones, cuando mi hermano estaba en casa, fue una Animalandia moderna. Tenía que tener trenes y barcos de vapor para que la pudiéramos compartir. De ello se derivó que la Animalandia medieval sobre la que yo escribía debía ser el mismo país que en el período anterior; y, por supuesto, ambos períodos tenían que ser perfectamente consecutivos. Esto me llevó del romance a la historiografía; me puse a escribir una historia completa de Animalandia. Aunque todavía existe alguna versión de este instructivo trabajo, no tuve éxito al traer­lo a los tiempos modernos; los siglos cuentan con gran cantidad de acontecimientos y todos ellos tienen que salir de la mente del historiador. Pero hay una pincelada en la Historia que todavía recuerdo con orgullo. Las aventuras que llenaban mis cuentos estaban sólo insinuadas y se advertía al lector que podían ser «sólo leyendas». De algún modo, Dios sabe cómo, me daba cuenta, incluso entonces, de que un historiador podría adoptar una actitud crítica hacia el material épico. Desde la historia sólo había un paso hacia la geografía. Pronto hubo un mapa de Animalandia, varios mapas, todos ellos con bastante coherencia. Después tuve que relacionar geográficamente Animalandia con la India de mi hermano y, en consecuencia, la India abandonó su lugar del mundo real. La convertimos en una isla cuya costa norte corría por detrás del Himalaya; rápidamente mi hermano inventó las principales rutas de navegación entre ella y Animalandia. Pronto hubo todo un mundo y un mapa de ese mundo en el que aparecían todos los colores de mi caja de pinturas. Y las zonas de ese mundo que considerábamos nuestras, Animalandia y la India, se fueron habitando con personajes verosímiles.
Muy pocos de los libros que leí en aquel momento se han desvanecido de mi memoria, pero no conservo el mismo cariño hacia todos ellos. Nunca me he sentido inclinado a leer de nuevo el Sir Nigel de Conan Doyle, el primero que trajo a mi mente los «caballeros armados». Todavía me...

Índice

  1. INDICE
  2. PREFACIO
  3. I. LOS PRIMEROS AÑOS
  4. II. EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN
  5. III. MOUNTBRACKEN Y CAMPBELL
  6. IV. ENSANCHO MI MENTE
  7. V. RENACIMIENTO
  8. VI. LOS PATRICIOS
  9. VII. LUCES Y SOMBRAS
  10. VIII. LIBERACIÓN
  11. IX. EL GRAN KNOCK
  12. X. LA SONRISA DE LA FORTUNA
  13. XI. OBSTÁCULOS
  14. XII. ARMAS Y BUENA COMPAÑÍA
  15. XIII. LA NUEVA IMAGEN
  16. XIV. JAQUE MATE
  17. XV. EL PRINCIPIO
  18. SOBRE EL AUTOR
  19. OTROS LIBROS POR C. S. LEWIS
  20. COPYRIGHT
  21. ABOUT THE PUBLISHER