El principe Caspian
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El principe Caspian

Prince Caspian (Spanish edition)

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El principe Caspian

Prince Caspian (Spanish edition)

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Información

Año
2012
ISBN
9780062246691
Categoría
Literature
Categoría
Classics

CAPÍTULO 1

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La isla

Había una vez cuatro niños llamados Peter, Susan, Edmund y Lucy que, según se cuenta en un libro llamado El león, la bruja y el armario, habían corrido una extraordinaria aventura. Tras abrir la puerta de un armario mágico, habían ido a parar a un mundo muy distinto del nuestro, y en aquel mundo distinto se habían convertido en reyes y reinas de un lugar llamado Narnia. Mientras estuvieron allí les pareció que reinaban durante años y años; pero cuando regresaron a través de la puerta y volvieron a encontrarse en su mundo, resultó que no habían estado fuera ni un minuto de nuestro tiempo. En cualquier caso, nadie se dio cuenta de que habían estado ausentes, y ellos jamás se lo contaron a nadie, a excepción de a un adulto muy sabio.
Había transcurrido ya un año de todo aquello, y los cuatro estaban en ese momento sentados en un banco de una estación de ferrocarril con baúles y cajas de juegos amontonados a su alrededor. Iban, de hecho, de regreso a la escuela. Habían viajado juntos hasta aquella estación, que era un cruce de vías; y allí, unos cuantos minutos más tarde, debía llegar un tren que se llevaría a las niñas a una escuela y, al cabo de una media hora, llegaría otro en el que los niños partirían en dirección a otra escuela. La primera parte del viaje, que realizaban juntos, siempre les parecía una prolongación de las vacaciones; pero ahora que iban a decirse adiós y a marcharse en direcciones opuestas tan pronto, todos sentían que las vacaciones habían finalizado de verdad y también que regresaban las sensaciones provocadas por el retorno del período escolar. Por eso estaban un tanto deprimidos y a nadie se le ocurría nada que decir. Lucy iba a ir a un internado por primera vez en su vida.
Era una estación rural, vacía y soñolienta, y no había nadie en el andén excepto ellos. De improviso Lucy profirió un grito agudo, como alguien a quien ha picado una avispa.
—¿Qué sucede, Lu?—preguntó Edmund; y entonces, de repente, se interrumpió y emitió un ruidito que sonó parecido a «¡Ou!».
—¿Qué diablos …?—empezó a decir Peter, y a continuación también él cambió lo que había estado a punto de decir, y en su lugar exclamó—: ¡Susan, suelta! ¿Qué haces? ¿Adónde me estás arrastrando?
—Yo no te he tocado—protestó ella—. Alguien está tirando de . ¡Oh … oh … oh … basta!
Todos advirtieron que los rostros de los demás habían palidecido terriblemente.
—Yo he sentido justo lo mismo—dijo Edmund con voz jadeante—. Como si me estuvieran arrastrando. Un tirón de lo más espantoso … ¡Uy! Ya empieza otra vez.
—Yo siento lo mismo—indicó Lucy—. Ay, no puedo soportarlo.
—¡Pronto!—gritó Edmund—. Agarraos todos de las manos y manteneos bien juntos. Esto es magia; lo sé por la sensación que produce. ¡Rápido!
—Sí—corroboró Susan—. Tomémonos de la mano. Cómo deseo que pare … ¡Ay!
En un instante el equipaje, el asiento, el andén y la estación se habían desvanecido totalmente, y los cuatro niños, asidos de la mano y sin aliento, se encontraron de pie en un lugar frondoso, tan lleno de árboles que se les clavaban las ramas y apenas había espacio para moverse. Se frotaron los ojos y aspiraron con fuerza.
—¡Cielos, Peter!—exclamó Lucy—. ¿Crees que es posible que hayamos regresado a Narnia?
—Podría ser cualquier sitio—respondió él—. No veo más allá de mis narices con todos estos árboles. Intentemos salir a campo abierto …, si es que existe.
Con algunas dificultades, y bastantes escozores producto de las ortigas y pinchazos recibidos de los matorrales de espinos, consiguieron abrirse paso fuera de la espesura. Fue entonces cuando recibieron otra sorpresa. Todo se tornó mucho más brillante, y tras unos cuantos pasos se encontraron en el linde del bosque, contemplando una playa de arena. Unos pocos metros más allá, un mar muy tranquilo lamía la playa con olas tan diminutas que apenas producían ruido. No se avistaba tierra y no había nubes en el cielo. El sol se encontraba donde se suponía que debía estar a las diez de la mañana, y el mar era de un azul deslumbrante. Permanecieron inmóviles olisqueando el mar.
—¡Diantre!—dijo Peter—. Esto es fantástico. A los cinco minutos todos estaban descalzos y remojándose en las frescas y transparentes aguas.
—¡Esto es mejor que estar en un tren sofocante de vuelta al latín, el francés y el álgebra!—declaró Edmund.
Y durante un buen rato nadie volvió a hablar y se dedicaron sólo a chapotear y buscar camarones y cangrejos.
—De todos modos—dijo Susan finalmente—, supongo que tendremos que hacer planes. No tardaremos en querer comer algo.
—Tenemos los sándwiches que nuestra madre nos dio para el viaje—indicó Edmund—. Al menos yo tengo los míos.
—Yo no—repuso Lucy—, los míos estaban en la bolsa.
—Los míos también—añadió Susan.
—Los míos están en el bolsillo del abrigo, allí en la playa—dijo Peter—. Es decir: dos almuerzos para repartir entre cuatro. No va a resultar muy divertido.
—En estos momentos tengo más sed que hambre—declaró Lucy.
Todos se sentían sedientos, como acostumbra a suceder después de remojarse en agua salada bajo un sol ardiente.
—Es como si fuéramos náufragos—comentó Edmund—. En los libros siempre encuentran manantiales de agua dulce y transparente en las islas. Así que será mejor que vayamos en su busca.
—¿Significa eso que debemos regresar al interior de ese bosque tan espeso?—inquirió Susan.
—En absoluto—contestó Peter—. Si hay arroyos, seguro que descienden hasta el mar, y si recorremos la playa ya veréis como los encontraremos.
Vadearon de vuelta entonces y atravesaron primero la arena suave y húmeda y luego ascendieron por la arena seca y desmenuzada que se pega a los dedos, y empezaron a ponerse los calcetines y los zapatos. Edmund y Lucy querían dejarlos allí y explorar con los pies descalzos, pero Susan dijo que era una locura.
—¡Imaginaos que no volvemos a encontrarlos nunca!—señaló—. Además, los necesitaremos si seguimos aquí cuando llegue la noche y empiece a hacer frío.
Una vez que volvieron a estar vestidos, empezaron a recorrer la orilla con el mar a su izquierda y el bosque a la derecha. A excepción de alguna gaviota ocasional, era un lugar muy tranquilo. El bosque era tan espeso y enmarañado que apenas conseguían ver en su interior; y no se movía nada en él … ni un pájaro, ni siquiera un insecto.
Las conchas, las algas y las anémonas, o los cangrejos diminutos en charcas formadas en las rocas están muy bien, pero uno no tarda en cansarse de todo eso si tiene sed. Los pies de los niños, ahora que habían abandonado el frescor del agua, les ardían y pesaban; además, Susan y Lucy tenían que cargar con sus impermeables. Edmund había dejado el suyo sobre el asiento de la estación justo antes de que la magia los sorprendiera, y él y Peter se turnaban en llevar el gabán de Peter.
Al rato la playa empezó a describir una curva hacia la derecha. Alrededor de un cuarto de hora más tarde, después de que hubieran atravesado una cresta rocosa que finalizaba en un cabo, la orilla giró bruscamente. A su espalda quedaba entonces el mar que los había recibido al salir del bosque, y en aquellos momentos, al mirar al frente, podían contemplar a través del mar otra playa, tan densamente poblada de árboles como la que estaban explorando.
—Oíd, ¿es una isla o acabarán por juntarse los dos extremos?—dijo Lucy.
—No lo sé—respondió Peter, y todos siguieron avanzando pesadamente en silencio.
La orilla por la que avanzaban se fue acercando cada vez más a la orilla opuesta, y cada vez que rodeaban un promontorio, los niños esperaban encontrar el lugar donde las dos se unían. Sin embargo se llevaron una desilusión. Llegaron a unas rocas a las que tuvieron que trepar y desde lo alto pudieron ver un buen trecho por delante de ellos.
—¡Caray!—exclamó Edmund—. No sirve de nada. No podremos llegar a esos otros bosques. ¡Estamos en una isla!
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Era cierto. En aquel punto, el canal entre ellos y la costa opuesta tenía sólo unos veinte o treinta metros de anchura, pero se dieron cuenta de que era el punto en el que resultaba más estrecho. Después de eso, la costa por la que andaban doblaba de nuevo hacia la derecha, y podían ver el mar abierto entre ella y el continente. Resultaba evidente que habían dado la vuelta a más de la mitad de la isla.
—¡Mirad!—gritó Lucy de repente—. ¿Qué es eso?
Señaló una especie de larga cinta plateada y sinuosa que discurría por la playa.
—¡Un arroyo! ¡Un arroyo!—gritaron sus hermanos y, cansados como estaban, no perdieron tiempo en descender precipitadamente por entre las rocas y correr en dirección al agua potable. Eran conscientes de que el agua del arroyo sabría mejor algo más arriba, lejos de la playa, de modo que se dirigieron sin pensarlo más al punto por el que surgía del bosque.
Los árboles seguían igual de tupidos, pero el arroyo había abierto un profundo curso entre elevadas orillas cubiertas de musgo, de modo que si uno se agachaba podía avanzar corriente arriba por una especie de túnel de hojas. Se arrodillaron junto al primer estanque de rizadas aguas oscuras y bebieron y bebieron, y sumergieron los rostros en el agua, y luego introdujeron los brazos hasta los codos.
—Bien—dijo Edmund—, ¿qué pasa con esos sándwiches?
—No sé, ¿no sería mejor guardarlos?—preguntó Susan—. Tal vez nos hagan mucha más falta después.
—Cómo desearía que, ahora que no tenemos sed, pudiéramos seguir sin sentir hambre como antes—dijo Lucy.
—Pero ¿qué hay de los sándwiches?—repitió Edmund—. De nada sirve guardarlos hasta que se estropeen. Tenéis que recordar que hace mucho más calor aquí que en Inglaterra, y hace horas que los llevamos en los bolsillos.
Así pues, sacaron los dos paquetes y los dividieron en cuatro porciones, y nadie tuvo suficiente, pero fue mucho mejor que nada. Después hablaron sobre sus planes respecto a la siguiente comida. Lucy quería regresar al mar y pescar camarones, hasta que alguien señaló que no tenían redes. Edmund dijo que lo mejor era buscar huevos de gaviota en las rocas, pero cuando se pusieron a considerarlo no recordaron haber visto ningún huevo de gaviota y, de haberlos encontrado, tampoco habrían podido cocerlos. Peter pensó para sus adentros que a menos que tuvieran un golpe de suerte no tardarían en darse por satisfechos si podían comer huevos crudos, pero no le pareció que sirviera de nada decirlo en voz alta. Susan manifestó que era una lástima que hubieran comido los sándwiches tan pronto, y más de uno estuvo a punto de perder los estribos llegados a aquel punto. Finalmente Edmund dijo:
—Mirad. Sólo hay una cosa que se puede hacer. Debemos explorar el bosque. Ermitaños, caballeros y gente parecida siempre se las arreglan para sobrevivir si están en un bosque. Encuentran raíces y bayas y cosas.
—¿Qué clase de raíces?—quiso saber Susan.
—Siempre he pensado que se referían a raíces de árboles—manifestó Lucy.
—Vamos—dijo Peter—, Edmund tiene razón. Y debemos intentar hacer algo. Además, será mejor que volver a salir a la lu...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicación
  4. Índice
  5. Mapa
  6. 1. La isla
  7. 2. La vieja cámara del tesoro
  8. 3. El enano
  9. 4. El enano habla del príncipe Caspian
  10. 5. La aventura de Caspian en las montañas
  11. 6. La gente que vivía escondida
  12. 7. La Vieja Narnia está en peligro
  13. 8. Cómo abandonaron la isla
  14. 9. Lo que vio Lucy
  15. 10. El regreso del león
  16. 11. El león ruge
  17. 12. Hechicería y venganza inesperada
  18. 13. El Sumo Monarca toma el mando
  19. 14. Todos tienen un día muy ajetreado
  20. 15. Aslan abre una puerta en el aire
  21. Acerca del Autor
  22. Otros Libros
  23. Créditos
  24. Página Legal
  25. About the Publisher