La silla de plata
eBook - ePub

La silla de plata

The Silver Chair (Spanish edition)

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

La silla de plata

The Silver Chair (Spanish edition)

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a La silla de plata de C. S. Lewis,Pauline Baynes en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2012
ISBN
9780062246707
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPÍTULO 1

Image

Detrás del gimnasio

Era un día desapacible de otoño y Jill Pole lloraba detrás del gimnasio.
Lloraba porque se habían reído de ella. Éste no va a ser un relato escolar, de modo que contaré lo menos posible sobre el colegio de Jill, pues no es un tema agradable. Era un centro coeducacional, una escuela tanto para chicos como para chicas, lo que se daba en llamar una escuela «mixta»; había quien decía que el problema no era la mezcla de alumnos sino la confusión mental de los que la dirigían. Eran personas que pensaban que había que permitir a los alumnos hacer lo que quisieran; y, por desgracia, lo que más gustaba a diez o quince de los chicos y chicas mayores era intimidar a los demás. Ocurrían toda clase de cosas, cosas horrendas, que en una escuela corriente habrían salido a la luz y se habrían zanjado al cabo de medio trimestre; pero no sucedía así en aquélla. O incluso aunque sí se desvelaran, a los alumnos que las hacían no se les expulsaba ni castigaba. El director decía que eran casos psicológicos muy interesantes y los hacía llamar a su despacho y conversaba con ellos durante horas. Y si uno sabía qué decirle, acababa convirtiéndose en un alumno favorito en lugar de todo lo contrario.
Por ese motivo lloraba Jill aquella desapacible tarde de otoño en el sendero húmedo que discurría entre la parte trasera del gimnasio y la zona de arbustos. Y seguía llorando aún cuando un niño dobló la esquina del gimnasio silbando, con las manos en los bolsillos, y casi se dio de bruces con ella.
—¿Por qué no miras por dónde vas?—lo increpó Jill Pole.
—Vale, vale—respondió él—, no es necesario que armes …—Y entonces le vio el rostro—. Oye, Pole, ¿qué sucede?
La niña se limitó a hacer muecas, de esas que uno hace cuando intenta decir algo pero descubre que si habla empezará a llorar otra vez.
—Es por «ellos», supongo … como de costumbre—dijo el muchacho en tono sombrío, hundiendo aún más las manos en los bolsillos.
Jill asintió. Sobraban las palabras, así que no habría dicho nada incluso aunque hubiera podido hablar. Los dos lo sabían.
—¡Oye, mira!—siguió él—, de nada sirve que todos nosotros …
La intención era buena, pero realmente hablaba como quien está a punto de echar un sermón, y Jill se enfureció; algo bastante frecuente cuando a uno lo interrumpen mientras llora.
—Anda, ve y ocúpate de tus asuntos—le espetó la niña—. Nadie te ha pedido que te entrometas, ¿no es cierto? Y, precisamente, no eres quién para andar diciendo a la gente lo que debería hacer, ¿no crees? Supongo que lo que quieres decir es que deberíamos pasarnos todo el tiempo admirándolos y congraciándonos y desviviéndonos por ellos como haces tú.
—¡Ay, no!—exclamó el niño, sentándose en el terraplén de hierba situado al borde de los matorrales y volviéndose a incorporar a toda prisa ya que la hierba estaba empapada. Su nombre, por desgracia, era Eustace Scrubb, pero no era un mal chico.
—¡Pole!—dijo—. ¿Te parece justo? ¿Acaso he hecho algo parecido este trimestre? ¿Acaso no me enfrenté a Carter por lo del conejo? Y ¿no guardé el secreto sobre Spivvins? … ¡y, eso que me «torturaron»! Y no …
—No, no lo sé ni me importa—sollozó Jill.
Scrubb comprendió que todavía seguía muy afectada y, muy sensatamente, le ofreció un caramelo de menta. También tomó uno él. De inmediato, Jill empezó a ver las cosas con más claridad.
—Lo siento, Scrubb—dijo al cabo de un rato—, no he sido justa. Sí que has hecho todo eso … este trimestre.
—Entonces olvídate del curso pasado si puedes—indicó Eustace—. Era un chico distinto. Era … ¡Cielos! Era un parásito con todas las letras.
—Bueno, si he de ser franca, sí lo eras—manifestó Jill.
—¿Crees que he cambiado, entonces?
—No lo creo sólo yo—respondió la niña—. Todo el mundo lo dice. También «ellos» se han dado cuenta. Eleanor Blakiston oyó a Adela Pennyfather hablando de eso en nuestro vestuario ayer. Decía: «Alguien le ha hecho algo a ese Scrubb. No está nada dócil este curso. Tendremos que ocuparnos de él».
Eustace se estremeció. Todo el mundo en la Escuela Experimental sabía qué quería decir que «se ocuparan de alguien».
Los dos niños permanecieron callados unos instantes. Gotas de lluvia resbalaron al suelo desde las hojas de los laureles.
—¿Por qué eras tan diferente el curso pasado?—inquirió Jill.
—Me sucedieron gran cantidad de cosas curiosas durante las vacaciones—respondió él en tono misterioso.
—¿Qué clase de cosas?
Eustace no dijo nada durante un buen rato. Luego contestó:
—Oye, Pole, tú y yo odiamos este lugar con todas nuestras fuerzas, ¿no es cierto?
—Por lo menos yo sí—dijo ella.
—En ese caso creo que puedo confiar en ti.
—Me parece estupendo por tu parte.
—Sí, pero voy a contarte un secreto impresionante. Pole, oye, ¿te crees las cosas? Me refiero a cosas de las que aquí todos se reirían.
—Nunca he tenido esa oportunidad, pero me parece que las creería.
—¿Me creerías si te dijera que estuve totalmente fuera del mundo, fuera de este mundo el verano pasado?
—No sé si te entendería.
—Bien, pues dejemos de lado eso de los mundos, entonces. Supongamos que te digo que he estado en un lugar donde los animales hablan y donde hay … pues … hechizos y dragones …, y … bueno, toda la clase de cosas que encuentras en los cuentos de hadas.—Scrubb se sintió muy azorado mientras lo decía y enrojeció sin querer.
—¿Cómo llegaste ahí?—quiso saber Jill, que también se sentía curiosamente vergonzosa.
—Del único modo posible … mediante la magia—respondió Eustace casi en un susurro—. Estaba con dos primos míos. Sencillamente fuimos … trasladados de repente. Ellos ya habían estado allí.
Puesto que hablaban en susurros a Jill le resultaba, en cierto modo, más fácil creer todo aquello; pero entonces, de pronto, una terrible sospecha se adueñó de ella y dijo, con tal ferocidad que por un instante pareció una tigresa:
—Si descubro que me has tomado el pelo jamás te volveré a hablar; jamás, jamás, jamás.
—No te tomo el pelo—respondió Eustace—, te lo juro. Lo juro por … por todo.
(Cuando yo iba a la escuela uno acostumbraba a decir: «Lo juro por la Biblia». Pero en la Escuela Experimental no se fomentaba el uso de la Biblia.)
—De acuerdo—dijo Jill—, te creeré.
—Y ¿no se lo dirás a nadie?
—¿Por quién me tomas?
Estaban muy emocionados cuando lo dijeron. Pero a continuación Jill miró a su alrededor y vio el nebuloso cielo otoñal, escuchó el gotear de las hojas y pensó en lo desesperado de la situación en la Escuela Experimental—era un trimestre de trece semanas y todavía quedaban once—, y no pudo evitar decir:
—Pero a fin de cuentas, ¿de qué sirve eso? No estamos allí: estamos aquí. Y está claro que no podemos ir a Ese Lugar. O ¿sí podemos?
—Eso es lo que me preguntaba—repuso Eustace—. Cuando regresamos de Ese Lugar, alguien dijo que los dos Pevensie, mis dos primos, no podrían regresar nunca más. Era la tercera vez que iban, ¿sabes? Supongo que ya cubrieron su cupo. Pero no dijo que yo no pudiera. Seguramente lo habría dicho, a menos que su intención fuera que yo regresara. Y no dejo de preguntarme: ¿podemos … podríamos …?
—¿Te refieres a hacer algo para conseguir que suceda?
Eustace asintió.
—¿Quieres decir que quizá podríamos dibujar un círculo en el suelo … y escribir cosas con letras raras dentro … y meternos en él … y recitar hechizos y conjuros?
—Bueno—respondió Eustace después de reflexionar intensamente durante un rato—, creo que yo también pensaba en algo así, aunque nunca lo he hecho. Además, ahora que lo pienso mejor, los círculos y cosas como ésas me dan un poco de repugnancia y no creo que a él le gustaran. Sería como obligarlo a hacer cosas, cuando en realidad sólo podemos pedirle que las haga.
Image
—¿Quién es esa persona que no paras de mencionar?
—En Ese Lugar lo llaman Aslan—repuso él.
—¡Qué nombre más curioso!
—Ni la mitad de curioso que él mismo—indicó Eustace en tono solemne—. Pero sigamos. No hará ningún daño pedirlo. Coloquémonos el uno al lado del otro, así. Y extendamos las manos con las palmas hacia abajo: como hicieron ellos en la Isla de Ramandu …
—¿La isla de quién?
—Ya te lo contaré en otra ocasión. Y a lo mejor le gustaría que miráramos al este. Veamos, ¿dónde está el este?
—No lo sé—respondió Jill.
—Resulta sorprendente que las chicas nunca sepáis dónde están los puntos cardinales—observó Eustace.
—Tampoco lo sabes tú—respondió ella, indignada.
—Sí que lo sé, sólo que no dejas de interrumpirme. Ya lo tengo. Ahí está el este, en dirección a los laureles. Bien, ¿repetirás las palabras después de mí?
—¿Qué palabras?
—Las palabras que voy a decir, claro—respondió él—. Ya …—Y empezó a repetir—: ¡Aslan, Aslan, Aslan!
—Aslan, Aslan, Aslan—repitió a su vez Jill.
—Por favor, déjanos entrar en …
En aquel momento se oyó una voz desde el otro lado del gimnasio que gritaba:
—¿Pole? Sí, sé dónde está: lloriqueando detrás del gimnasio. ¿Voy a buscarla?
Jill y Eustace intercambiaron una veloz mirada, se metieron bajo los laureles y empezaron a gatear por la empinada pendiente de tierra de la zona de arbustos a una velocidad muy meritoria por su parte, pues, debido a los curiosos métodos de enseñanza de la Escuela Experimental, uno no aprendía demasiado Francés, Matemáticas, Latín o cosas parecidas; pero sí aprendía cómo escabullirse de prisa y sin ruido cuando «ellos» te buscaban.
Tras gatear durante un minuto se detuvieron a escuchar, y supieron por los sonidos que les llegaron que los seguían.
—¡Si al menos la puerta volviera a estar abierta!—exclamó Scrubb mientras seguían adelante, y Jill asintió.
En la parte superior de la zona de matorrales había un muro de piedra muy alto y en la pared una puerta por la que se podía salir al páramo. Aquella puerta estaba casi siempre cerrada con llave, pero en determinadas ocasiones había aparecido abierta; o tal vez sólo había ocurrido una vez. Sin embargo, se puede imaginar cómo el recuerdo siquiera de una única vez hacía que los alumnos mantuvieran la esperanza y siguieran...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicación
  4. Índice
  5. Mapa
  6. 1. Detrás del gimnasio
  7. 2. Una tarea para Jill
  8. 3. El rey se hace a la mar
  9. 4. Un parlamento de búhos
  10. 5. Charcosombrío
  11. 6. Los Páramos Salvajes del Norte
  12. 7. La colina de las Zanjas Asombrosas
  13. 8. La Casa de Harfang
  14. 9. Cómo descubrieron algo que valía la pena saber
  15. 10. Viaje sin sol
  16. 11. En el Castillo Sombrío
  17. 12. La reina de la Tierra Inferior
  18. 13. La Tierra Inferior sin la reina
  19. 14. El Fondo del Mundo
  20. 15. La desaparición de Jill
  21. 16. El fin de todas las penas
  22. Acerca del Autor
  23. Otros Libros
  24. Créditos
  25. Página Legal
  26. Acerca del Publicador