Historia y Ciencias Sociales
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El caso que no fue: Chile (1932-1973)

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El caso que no fue: Chile (1932-1973)

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En este libro se concibe al populismo como un proceso historico que obedece a distintas condiciones de posibilidad. Se argumenta que todo proceso populista requiere tanto una articulacion discursiva como de una profunda movilizacion en un contexto de crisis hegemonica. Conceptualmente ello se traduce en la existencia de un momento, fenomeno y un regimen populista. Esta innovacion teorica se aplica empiricamente a Chile, entre los anos 1932-1973, pais que la academia ha considerado inmune al populismo. En efecto, se trata de responder, por una parte, si es efectivo que el populismo (como proceso) no se dio en Chile y determinar, por otra, cual fue la razon de ello. Se sostiene que tal excepcionalidad tuvo que ver, primero, con la consolidacion de corsets institucionales que impidieron el desencadenamiento de un proceso populista; y segundo, porque se reforzo un tipo particular de democracia, que fue altamente representativa como marcadamente tutelar.

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CUARTA PARTE

CHILE 1970: LA CONFORMACIÓN DE UN FENÓMENO POPULISTA

En lo que va de este trabajo, se ha sostenido que la fuerte institucionalidad que se edificó en Chile tras la crisis oligárquica del primer cuarto de siglo XX fue la que inhibió el desarrollo de procesos contra-hegemónicos y de tipo populista al menos hasta 1960, década en la que el Antiguo Régimen entró en crisis. Se señaló en la unidad anterior que dicha crisis sobrevino, por una parte, porque al interior de la clase dirigente se produjo un quiebre que progresivamente distanció a la clase económica en el control e influencia que tenía sobre el Estado (Salazar 2015). Esto trajo como consecuencia que la clase política se convirtiera de ahí en más en hegemónica y que, seguidamente, una parte de ésta haya propiciado abruptos cambios en la estructura económica, los cuales se dirigieron hacia el corazón de la burguesía nacional, aunque nunca se quiso—por revolucionarias que fueran dichas propuestas—modificar la institucionalidad y el modo en que la sociedad chilena se había democratizado. Por otra parte, se explicó también que devino la crisis porque se produjo una ingente movilización popular que desafió las estructuras económicas y políticas del Antiguo Régimen.
A decir verdad, ambos elementos se combinaron y son esenciales para demostrar que en Chile, durante el proceso eleccionario presidencial de 1970, se desencadenó, como nunca antes, un proceso populista. No solo porque se vivió un momento populista, sino porque se produjo una articulación discursiva que hizo que el discurso político asumiera una dimensión populista, que es posible de visualizar en los Programas presidenciales que se elaboraron entre 1969 y 1970. En este sentido, para 1970, se estaba ante un fenómeno populista en pleno desarrollo, el cual esta vez no pudo ser institucionalizado por la clase dirigente, precisamente, porque la crisis hegemónica provenía desde su mismo seno.
La cuarta unidad tiene como propósito explicar, por un lado, la razón estructural de porqué se inhibió el desencadenamiento de procesos populistas, y por otro, retratar el proceso populista que se llevó a cabo a fines de la década de 1960 y principios de 1970.
En el sexto capítulo, se da cuenta de cuáles fueron los mecanismos principales (a nivel político institucional) que utilizó la clase dirigente chilena para inhibir el desarrollo de procesos populistas, los cuales, de producirse, habrían alterado significativamente la forma en que ellos y la población en general entendían el proceso democratizador. En consecuencia, lo que se intenta demostrar al lector son los mecanismos institucionales, si se quiere estructurales, que hicieron de Chile, entre los años 1932 y 1970, un país “anti-populista” y que, en definitiva, sellaron su particular “cultura política” dentro de América Latina. En efecto, se indagará conceptualmente, primero, respecto a la movilización electoral y, después, en torno al sistema de partidos. Se argumenta que la política tradicionalmente electoralista del sistema de partidos chilenos, combinó una política de ofertas con discursos de alto contenido ideológico que terminó polarizando antagónicamente al sistema de partidos, de tal manera que, junto a la movilización política-electoral, generó las condiciones para que se gestara un proceso populista ad portas de la elección de 1970.
En el séptimo capítulo, se indaga, una vez superados los corsets estructurales, cómo fue que se gestó el “momento populista”, vale decir, por qué se puede decir que para fines de 1960, se estaba ante una crisis hegemónica. Si bien en la tercera parte se hizo referencia a estas materias, aquí se profundiza conceptualmente al respecto. Pese a que en la academia chilena no se hace uso del término, en este trabajo se propone que, en Chile de 1970, se estaba ante una crisis hegemónica producto del quiebre interno que había sufrido la clase política chilena (y por ende, la clase dirigente) y de la movilización electoral-política. Ambos fenómenos se retroalimentaron y se terminó proponiendo, por parte de dos candidaturas presidenciales, un proyecto contra-hegemónico.
En el octavo capítulo, en tanto, se explica porqué es posible aseverar que en Chile, a fines de 1960 y principios de 1970, se estaba no solo ante un momento populista, sino que ante un fenómeno populista. Como se ha señalado, todo fenómeno populista requiere de dos condiciones para su existencia: una crisis hegemónica y una articulación populista. Ciertamente que una crisis hegemónica es condición para el desencadenamiento de un proceso populista, aunque no necesariamente puede desembocar en un régimen populista. En efecto, en este capítulo, se sostiene que en Chile se produjo una articulación populista producto de una polarización antagónica que estuvo cicateada por una crisis hegemónica. Fue ese el “momento preciso” en que el discurso político adquirió una dimensión populista, cuestión que es posible de visualizar—significativamente—en los diversos Programas que se elaboraron para las elecciones presidenciales de 1970, y que permiten concluir que se estaba ante un fenómeno populista.

CAPÍTULO VI
EL DISLOCAMIENTO DE LAS CONDICIONANTES ESTRUCTURALES (CORSETS INSTITUCIONALES)

Todo proceso democratizador precisa de las presiones que ejerce la movilización social y la conformación de instituciones que satisfagan la modernización de una sociedad. Así, el objeto de esta sección, consiste en verificar cómo el proceso democratizador chileno supo dar respuesta a dichas exigencias, ya que al entender el tipo de democracia que se configuró en el país, es posible explicar por qué en Chile se evitó el desarrollo del populismo. En efecto, aquí se intenta entregar una explicación “estructural” de tipo política de por qué en Chile no se consolidó un proceso populista. Si bien la tesis institucionalista, que apela a la presencia y consolidación de partidos políticos como el factor decisivo que inhibe el desarrollo de un régimen populista puede ser calificada como correcta, lo que aquí se intenta hacer es indagar en el marco ideológico que está detrás de esa premisa y argumentar que éste respondió, durante el período que va entre los años 1932 y 1970, a una forma particular de entender la democracia, que inhibió auténticos procesos democratizadores y que provino, esencialmente, del horizonte normativo de las clases dirigentes.
Para entregar una respuesta satisfactoria ante el problema, me aboco a dos elementos que se encuentran estrechamente relacionados y que permiten explicar de un modo importante el surgimiento del populismo, pero que, al mismo tiempo, de no estar presentes, su difícil implantación. Por una parte, una ingente movilización electoral1 y un inestable sistema de partidos, son fenómenos que influyen decididamente en el proceso de polarización antagónica de una sociedad cualquiera, pero, por otra, una gradual movilización electoral y un estable sistema de partidos, evitan de modo importante una articulación populista, pues, ¿cómo podría explicarse un fenómeno populista si la movilización electoral es mínima y, sobre todo, si existe un sistema de partidos consolidado, que hace casi imposible el surgimiento de líderes y un pueblo que se movilice políticamente y antagónicamente en contra del orden social imperante?. Esto último sería, particularmente, lo que aconteció en el caso chileno. En efecto, si la clave de un proceso democratizador se encuentra dado por el grado de movilización política que lo afecta, el estudio de la movilización electoral y su expresión partidista, serían dos indicadores fundamentales. Pero lo paradójico del caso chileno es que se propugnó una democracia representativa sin que ésta se constituyera al mismo tiempo en una democracia de “masas”. Una democracia que operaba sobre la base de partidos de cuadros (esto es, partidos en los que dominan las cúpulas partidistas más que los militantes) abocados más a cuidar la estabilidad del sistema y de evitar, a como dé lugar, el conflicto y la polarización2.
En estricto rigor, lo que aquí se quiere probar es, en primer lugar, que el crecimiento gradual del cuerpo electoral chileno, con períodos de mayor rapidez que otros (de súbita aceleración desde la década de 1960), obedeció a mecanismos de negociación y al alto grado de institucionalización de su sistema político, que permitió la asimilación de estratos sociales que se encontraban previamente excluidos del sistema político, pero preservando siempre las reglas del juego que fueron impuestas en los inicios de la década de 1930. Como han documentado varios estudios, los procesos acelerados de movilización, casi siempre, han sido acompañados por un incremento en las protestas sociales, el radicalismo político y el populismo3. Sentencia Borón: “En Chile, la movilización electoral procede lentamente, dando tiempo a la constitución de un sistema partidario que, en el momento en que la movilización llega a su fase crítica, alrededor de 1960, se encuentra sólidamente institucionalizado y operando con márgenes relativamente satisfactorios de representatividad” (Borón 1975, 15-16). En consecuencia, la movilización—cuando se produjo—dependió, en último término, de la capacidad que tuvo el sistema de partidos chilenos para regular la intensidad del proceso (negociando/renegociando y sean éstos partidos conservadores de centro o de izquierda), ya que fueron ellos quienes intervinieron institucionalmente ante las clases populares, medias y la clase económica.
En segundo lugar, se argumenta que en Chile se evitó el populismo, precisamente, por el rol que le cupo al sistema de partidos. Por supuesto, no porque el sistema de partidos estuviese “preocupado” de la presencia del populismo (como lo hace ahora), sino por una forma específica de entender la democracia, que explica, además, la forma que tuvo históricamente de gestionar y reconocer las demandas ciudadanas. Se configuró, entonces, un “apolíneo” sistema de partidos (desde 1932 a 1973) en el que se encontraban representados todos los pensamientos (conservadores, centristas y revolucionarios), pero que, en el fondo, fue diagramado por la clase económica y luego asumido sin mayores reparos por la clase política (hasta fines de 1950) con el objeto de no dejar hacer aquello que no querían que se hiciera (Cavarozzi 2013).
En efecto, la brillante maniobra de la clase económica chilena fue que, en primer lugar, se adaptó de tal forma a las nuevas condiciones, que concibió un régimen partidario que le permitiera bloquear institucionalmente—“republicanamente”—las demandas ciudadanas; y en segundo lugar, cedió parte de su poder a una clase política que debió ejercer como bisagra institucional a sus propios intereses, aunque dándole a entender a dicha clase que era ella la que conducía el proceso modernizador. En realidad, no hay que engañarse: el orden socio-político chileno no solo respondió, como constantemente se argumenta, en razón de su cultura política cívica, sino a la viabilidad de que las políticas de redistribución de bienes y servicios fueran atendidas, y sobre todo reconocidas, por la clase económica. Por supuesto que algunas demandas fueron satisfechas incluso más allá de lo que la clase económica chilena hubiese querido entregar, pero, en ningún caso, se modificaron las bases de su modelo acumulador. “En otros términos, la calidad e intensidad de las demandas fueron de tal tipo que a lo largo de muchos años de historia política chilena, sus grupos dominantes pudieron satisfacerlas parcialmente, por cuanto ellas no alteraban las bases esenciales de su dominación de clase. Asegurando la gratificación parcial de sus demandas, regulaban la presión democratizadora dentro del sistema político y perpetuaban las condiciones de su dominación” (Borón 1975, 30).
A decir verdad, la extinta oligarquía legó fuertemente su ethos aristocrático, su modelo cultural, a la clase política chilena. Mediación cultural que más allá de su lenguaje, discursos e ideas, transmitió una práctica social que hizo a ellos también elevarse a la categoría de “elegidos”. Si la antigua oligarquía chilena legitimó su superioridad económica, social y política en razón de su nacimiento, por ser los constructores de la República, la clase política chilena, en tanto, se sintió continuadora del proyecto republicano, objetivando dicha mentalidad en una determinada práctica institucional: el sistema de partidos. En efecto, “existe una estrecha relación excluyente de nuestro sistema político, por el carácter prebendario de nuestras relaciones, la importancia del dinero y del linaje” (Barros y Vergara 1979, 19).
En consecuencia, la propuesta que aquí se hace es que el sistema de partidos chileno tuvo una clara frontera de producción: políticamente redujo la democracia a una de tipo partidista (representativa) no participativa; y en lo económico, presionó desde dentro del sistema institucional para no hacer los cambios redistributivos que exigían las clases populares. En efecto, si una de las condiciones de posibilidad más importantes para el desarrollo de un régimen populista es que se produzca una crisis hegemónica, ésta se demoró en llegar, precisamente, porque el sistema partidista chileno estaba diseñado para no colapsar, para no polarizarse antagónicamente, al evitar una efectiva movilización política y redistribución económica. Por supuesto que lo anterior no equivale a decir que hubo inmovilismo; particularmente, hubo partidos de izquierda que junto a los movimientos sociales, exigieron y presionaron por cambios, pero incluso en el caso de que éstos se produjeran, el modelo institucional obligaba a ejecutarlos lentamente, en la medida de lo posible, y siempre mediados por el Congreso, lugar donde sesionaban los partidos políticos. En definitiva, durante el período en estudio, es posible argumentar que el populismo en Chile fue un fenómeno (ni qué decir un régimen) casi inexistente, no porque la democracia fuera más sólida o mejor, sino porque, precisamente, su institucionalidad le impedía generar cadenas equivalenciales.

1. La democracia representativa chilena de los años 1932-1973: Su carácter restrictivo

Para Marcelo Cavarozzi no cabe lugar a dudas: la democracia chilena del siglo XX “es una democracia truncada; que fue el resultado de prácticas que, de manera consistente y eficaz, implementó la oligarquía, operando tanto desde instituciones propiamente políticas, como fuera de ellas” (Cavarozzi 2013, 5). Ahora bien, se acepte o no la radical tesis de Cavarozzi respecto a la democracia chilena durante el período de estudio, lo cierto es que si el principal protagonista de una democracia representativa es el electorado, que concurre mediante el voto a la formación de la voluntad colectiva, en Chile, éste se vio obstaculizado, en la práctica como en la forma, tanto para determinar los titulares de los cargos como para decidir sobre asuntos relevantes de la comunidad (Názer y Rosemblit 2000).
En efecto, la paradoja no puede ser más evidente, pues si el principio democrático institucionalista chileno ha abogado a lo largo de la historia por la delegación representativa del poder soberano (la cara “pragmática” de la democracia), se debería haber construido, conforme a este principio, un sistema electoral afín que permitiera expresar la voluntad soberana mediante un sufragio universal, personal, secreto, libre y directo, cuestión que estuvo lejos de suceder. Primero, porque hasta 1972 hubo impedimentos de todo tipo para instituir un voto universal; segundo, porque el sistema electoral que se confeccionó, pese a ser proporcional en su espíritu (D´ Hondt), respondió a los intereses de los incumbentes y, sobre todo, resultó a beneficio de los partidos de derecha, producto de una sobre-representación distrital, al menos hasta fines de 1950; y tercero, porque el cohecho y el clientelismo se consolidaron como prácticas recurrentes en el amplio espectro partidario del sistema político chileno4.
En primer lugar, si se estudia la evolución del electorado chileno entre los años 1932-1973, éste se vio profundamente limitado en el tiempo, ya sea en razón de género, mayoría de edad y alfabetización. Así, según Needler (1968), a comienzos de los años 1960, Chile habría ocupado el primer lugar en términos de estabilidad política, pero el decimocuarto lugar en términos de participación política en América Latina. En efecto, si se observa detenidamente la evolución de la participación electoral, ésta no sufrió mayores alteraciones si no hasta 1949, momento en el que se produjo la incorporación del sufragio femenino en las elecciones presidenciales (Valenzuela 1985; Názer y Rosemblit 2000)5 y, luego, con las reformas electorales de 1958 y 1962. Reformas que apuntaron más bien a mejorar el acceso, como la sustitución de la inscripción periódica en los registros por otra de carácter obligatoria, y a limitar prácticas impropias, como el cohecho, mediante la cédula única electoral. Mas ninguna de las reformas al sistema electoral tuvo como fin, por lo menos hasta 1960, ampliar decididamente el padrón electoral.
Con todo, habría que recordar que una de las principales dificultades del sistema electoral chileno, fue que pese a que se iba “democratizando”, la población de igual modo no concurría a votar. Fue así que tempranamente se formularon leyes que ayudaran a palear dicho problema. En efecto, bajo el decreto ley n° 500 de 1925, se dictaminó la obligatoriedad del voto, para quienes se hubiesen inscrito en los registros electorales, mientras que la ley n° 9.341 de 1949, estableció la obligatoriedad de la inscripción, disponiendo penas pecuniarias para aquellos que no concurrieran a votar (Gamboa 2011). Así y todo, la abstención superó durante los años en estudio, ampliamente el 20%. Entonces, dada la ineficacia de estas medidas, se resolvió aumentar las sanciones: mediante la ley n° 12.889 de 1958, se procedió a castigar incluso con pena de cárcel al elector que no sufragase, y luego, en 1962, a través de la ley n° 14.852, se dispuso, como última medida, que fuese necesaria la inscripción electoral para celebrar trámites de carácter no político, como el pago de contribuciones, obtener empleos o bien la posibilidad de salir del país, entre otros (Názer y Rosemblit 2000).
De hecho, si se consideran las elecciones congresales y presidenciales desde 1932 a 1949, el promedio de inscritos era solo del 10,84% en relación a la población total, que se traducía en un voto efectivo de tan solo un 8,36% de la población, llegando la abstención a un 22,54% como promedio6. Ahora bien, si se toma en consideración las elecciones que van desde 1952 a 1961, las cuales incluyen muchas de las reformas arriba mencionadas, el promedio de inscritos fue de un 19,33%, con un voto efectivo de un 14,68% de la población y una abstención de un 23,97%. En rigor, fue la implementación de la reforma de 1962, que solo tuvo efecto práctico en la elección presidencial de 19647 y la reforma de 19728, que permitió el voto del analfabeto y que consideraba ciudadano al mayor de 18, los factores determinantes en el aumento del padrón electoral. Es así que a partir de la elección presidencial de 1964 y hasta la elección parlamentaria de 1973, el promedio de inscritos subió a un 37,18%, aunque el número de votos efectivos correspondió a un 29,37% de la población total, mientras que la abstención se mantuvo sobre el 20% (21,14%) (Dirección de Estadística y Censos).
En segundo lugar, sin que sea necesario aquí abundar respecto al sistema electoral que se utilizaba en Chile entre 1932 a 1973, es importante señalar los principales defectos que hacían de éste un sistema poco representativo. Primero, como principio general, se puede manifestar que el sistema electoral chileno estuvo lejos de hacerse de “cara a la ciudadanía”, por cuanto su diseño fue más bien un “problema” de los especialistas de la política, quienes a medida que se sintieron más o menos amenazados por outsiders o por partidos que potencialmente podrían aumentar la volatilidad del sistema político, asumieron como necesario hacer las respectivas modificaciones. Como explica No...

Índice

  1. Front Cover
  2. Title Page
  3. Copyright Page
  4. Dedication
  5. Contenido
  6. Agradecimientos
  7. Introducción
  8. PRIMERA PARTE
  9. SEGUNDA PARTE
  10. TERCERA PARTE
  11. CUARTA PARTE
  12. Conclusión
  13. Notas
  14. Bibliografía
  15. Back Cover